Ángel Guerra (Galdós)/090

Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo I – El hombre nuevo

de Benito Pérez Galdós


La primera persona a quien Guerra confió el secreto de su resolución fue D. Tomé, en la estrecha sacristía de San Juan de la Penitencia, después de misa; y tan de sorpresa cogió al capellán la revelación, que su linfático temperamento no pudo recibirla con el asombro y júbilo que parecían del caso. Un rato estuvo el hombre suspenso y como entontecido, soltando monosílabos que más bien expresaban susto que otra cosa, y por fin dio rienda suelta a su alegría, poniéndose a punto de llorar de gozo. «Supongo -dijo a su amigo-, que entrará usted en el Seminario».

Guerra no supo qué contestar. No había pensado entrar en el Seminario, ni creyó que tal entrada fuese menester. Asustole la idea de someterse a disciplina escolástica, y convertirse en motilón aunque por poco tiempo, y su mal domado carácter dio un brinco, haciéndole decir: «¿Al Seminario? No será preciso: Veremos».

Encargó después al capellán que no divulgase la noticia hasta que llegara la ocasión, y se fueron a su casa. Aquel día, o quizás el siguiente, pues sobre esto no hay seguridad, recibió Ángel una carta de Leré, bastante extensa, llena de exhortaciones y consejos emanados de la sabiduría divina, trazándole un plan de conducta para la preparación. Sin mentar para nada el Seminario, le recomendaba que se viera con D. Laureano Porras, hombre muy al caso para llevarle derechito a donde se proponía ir. Al propio tiempo le indicaba que las visitas al Socorro debían ser ya menos frecuentes, quedando reducidas a una por semana, los lunes, a las cuatro de la tarde. Que esto le supo mal al aspirante a clérigo, por sabido se calla; pero como procedía de su doctora infalible, concluyó por creerlo bueno y razonable. Dos días después de la carta fue, según en la misma le indicó su amiga, a la calle de los Aljibes a presentarse al Sr. de Porras. Pero Dios lo dispuso de otra manera (sus razones para ello tendría), y cuando Guerra entró en la casa, creyendo habérselas con el capellán del Socorro, encontrose delante de una señora gruesa, o más bien hinchada, que por las trazas parecía hidrópica, la cara de color de cera tirando a verde terroso, mal vestida y peor tocada, con una especie de turbante por la cabeza, en la mano un palo, la cual entre lágrimas y suspiros le notificó que su hijo Laureano había caído con pulmonía doble, y que mientras el Señor decidía si se lo llevaba o no, quedaba encargado interinamente de la dirección espiritual del Socorro D. Juan Casado. Acompañó Ángel en su tribulación a la excelente y por tantos motivos compasible doña Cristeta, y se volvió a su casa, donde seguramente recibiría nuevas órdenes de Leré. En efecto, las órdenes llegaron, no en esquela ni recadito, sino que fue portador de ellas el propio Casado, con toda su fea personalidad.

Al cuarto de hora de palique en la salita baja de Teresa Pantoja, mirábale Ángel como un buen amigo; de tal modo le cautivaron su gracejo, su naturalidad, el tono sencillo y sin afectación con que hablaba de asuntos religiosos. No mentó el capellán interino a la novicia del Socorro, y díjose enviado por su prima Sor María de la Victoria, Superiora de la Congregación. «Me ha dicho que tiene usted que consultar conmigo importantes resoluciones, y los caminitos que hay que seguir para pasar de la vida seglar a la vida eclesiástica. Bien, me parece bien. Hablaremos cuando usted quiera y todo el tiempo que usted quiera, porque mientras no venga la época de sembrar el garbanzo, de Toledo no pienso moverme... Ya sabe usted que soy labrador... tengo ese vicio, esa chifladura. No sé si en mi estado, y vistiendo estas faldas negras, resulto un poquitín extraviado de los fines canónicos. Yo creo que no; pero bien podría ser que mi pasión del campo menoscabara un poco la santidad de la Orden que profeso. No me atrevo a rascar mucho, no sea que debajo del destripaterrones aparezca el pecador. Lo único que digo en descargo mío es que hago todo el bien que puedo, que no debo nada a nadie, que mi vida es sencilla, casi casi inocente como la de un niño; que si ahorqué los libros, no ahorco los hábitos, y siempre que se me ofrece ocasión de ejercer la cura de almas, allí estoy yo; que no me pesa ser sacerdote, pero que si me pusieran en el dilema de optar entre la libertad de mi castañar y la sujeción canónica, tendría que pensarlo, sí, pensarlo mucho antes de decidirme. Por esto verá usted que no me las doy de perfecto, ni siquiera de modelo de curas... ¡Bueno está el tiempo para modelos! Ni hallará en mí un hombre de ideas alambicadas y rigoristas, de esos que todo lo ajustan a principios inflexibles, no señor... Ya sé yo lo que quiere el Sr. de Guerra: en mí tendrá un consejero leal, un buen amigo, un compañero, que desea serlo más y con lazos de estado común y de amistad más firme. Ya nos conocíamos, Sr. D. Ángel; ya bregué yo en otra parte con personas muy ligadas a usted... cuando el Diablo quería. En fin, que me tiene muy a sus órdenes en mi casa, que es suya, todas las mañanas y tardes y noches... hasta la siembra del garbanzo. (Echándose a reír.) Después, ni un galgo me coge. Tendría usted que ir a buscarme allá, y me encontraría a la sombra de un olivo, o con la escopeta, dándoles un mal rato a los conejos. Ya he dicho a esas buenas señoras y a mi prima Victoria que cuenten conmigo mientras esté enfermo el pobrecito Porras. Conque, ya sabe, calle del Refugio, vulgarmente llamada de los Alfileritos. Con Dios, y hasta cuando guste».

No tardó Ángel en plantarse allá, tal prisa tenía de entrar en consorcio espiritual con un sujeto que le era simpático, que le parecía instruido, fuerte en toda la ciencia humana, así la que se aprende en los libros salidos de la imprenta, como la que anda y habla y come en los textos vivos que llamamos personas, escritos a veces en lenguas muy difíciles de entender. Guerra, no obstante, se ponía en sus manos por vía de ensayo leal, esperando a conocerle de cerca para decidir si debía entregarse definitivamente a él en cuerpo y alma. Más que por su inteligencia tolerante y por su afabilidad seductora, Casado le atraía por una cualidad resultante de la combinación feliz del carácter con circunstancias y accidentes externos. El hombre era absolutamente desinteresado, quizás por la independencia dichosa que gozaba. Sin la seguridad de esta independencia en el que había de ser su iniciador, Guerra no se habría entendido con él, pues quería que su padrino tuviese no sólo el desinterés personal sino el colectivo, es decir, que no apostalizase por delegación de una de esas órdenes poderosas y de organismo unitario, que aspiran a absorber o desleír al individuo, haciéndole desaparecer en la masa común. Así, aunque Ángel había llegado a admirar a los jesuitas y a comprender su irresistible fuerza de catequización, no quería meterse con ellos, porque... lo que él decía: «Me quitarán mi individualidad; perderé en el seno de la orden toda iniciativa, y la iniciativa es parte integrante de la resolución que he tomado. Porque yo me consagro a Dios en cuerpo y alma; le entrego mi vida y mi fortuna; pero quiero entenderme directamente con él, salvo la subordinación canónica y mi incondicional obediencia a la Iglesia; quiero conservar dentro de las filas más libertad de acción de la que tiene el soldado raso, lo cual no impedirá que yo someta mis planes al dictamen augusto del que en lo espiritual a todos nos gobierna. Huiré, sí, cuidadosamente de englobar en persona y mis bienes en un organismo que admiro y respeto, pero que va a los grandes fines por camino distinto del que yo quiero tomar. Y que hay diferentes caminos lo dice la variedad de familias eclesiásticas existentes dentro del Catolicismo, institutos nacidos de las diferentes fases que en el transcurso del tiempo va presentando la sociedad. Yo no entro en la Iglesia docente como átomo que a la masa se agrega; creo que mi misión es otra, y que no soy soberbio al expresarlo así».

Con tales ideas, no es extraño que viera en D. Juan el hombre como de encargo para apadrinarle y dirigirle en aquella empresa. El único pero que, alambicando mucho las cosas, podía ponerle, era el profundo egoísmo que revelaba su exclusivo amor a las delicias del campo y de la agricultura, relegando a segundo término sus obligaciones sacramentales. Pero este egoísmo, como elemental y, si se quiere, constitutivo en la Naturaleza humana, no resultaba odioso, máxime cuando Casado no era tirano con sus deudos y arrendatarios, y hacía mucho bien a la gente menesterosa de la región agrícola en que tenía sus propiedades. No quedaba, pues, como argumento de algún valor en contra suya, más que la afición loca del campo, por el regalo, la libertad y los mil gustos y satisfacciones que le producía, sin los apuros del labrador pobre. Vivía en medio de todos los bienes, paladeando la vida, no dando más que lo sobrante y muy sobrante, viendo trabajar a sus sirvientes, recreándose con los frutos de la Naturaleza, sin ninguna clase de angustias ni afanes para obtenerlos. Pero esta clase de egoísmo, tan refinado y sutil que apenas se distingue entre otros egoísmos groseros y de bulto que hay en la sociedad, no le quitaba la estimación de su apadrinado, el cual era bastante listo para comprender que no se puede pedir a la humanidad, fuera de ciertos casos, más de lo que naturalmente puede dar. Los santos son rarísimos, las criaturas excepcionales, como Leré, nacen de siglo en siglo. Si D. Juan Casado no hubiera sido, de oficio, vendimiador de almas, no habría que ponerle tacha por mirar más a las viñas del hombre que a la del Señor. Seglar, sería un modelo de ciudadanos, perfecta partícula del Estado, piedra robusta y bien cortada de la arquitectura social. Su pasión era la más noble que existir puede, la más útil, y a boca llena lo repetía, apropiándose un texto del amigo Cicerón: Nihil est agricultura melius, nihil uberius, nihil dulcius, nihil homine libero dignius. ¡Ah! ¡pues si él fuera libre! Pero no lo era: en su coronilla llevaba un disco sin pelo, bien rapado, marca de pertenencia a un amo que cultiva y pastorea tierras y ganados mejores que los de Cabañas de la Sagra.


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