Ángel Guerra/111
VII
editarNoche de zozobra y susto fue aquella para los habitantes de Guadalupe y Turleque, viendo que transcurrían las horas y el amo no parecía. Por fin salieron a buscarle, siguiendo las indicaciones de Mateo y Jesús, y exploraron con hachas de viento toda la barranquera sin hallar ni rastros del descarriado D. Ángel. Divididos luego los buscadores, D. Pito y Cornejo, que habían tomado la vuelta del arroyo de la Cabeza, encontraronle al romper el día, como a una legua del sitio en que según Mateo se había perdido.
«¡Ay maestro de mi alma -le dijo D. Pito abrazándole-, yo creí que te habías largado al otro mundo! Tremendo fue el ciclón de anoche. ¿En dónde te cogió?»
Observaron las ropas de D. Ángel desgarradas y su cara llena de cardenales. No contestó a las preguntas que le hicieron, y fue con ellos a Guadalupe, donde lo primero que hizo fue tomar alimento, pues no se podía tener. El cabritillo no pareció hasta el viernes por la tarde, hallado por un pastor.
Repuesto un poco de su quebranto, y ya cambiado de ropa, Ángel salió de su habitación sobre las ocho, y llamando a Mateo y a la ciega, les dijo: «Id a la adoración de la Cruz en la Catedral. Yo también iré. Después de la función, llegáos a esa casa del cerro de las Melojas, y enteráos de lo que allí ocurre para que puntualmente me lo contéis a la tarde».
Y salieron el apóstol y la ciega. Y D. Pito, llegándose al amo con cariñosa solicitud, le dijo: «Querido maestro, échate a dormir, y déjate de más viajatas a Toledo para ver funciones de iglesia, que te trastornan el sentido. ¿Qué necesidad tienes hoy de adorar cruces ni calvarios? Que los adoren ellos, y tú te estás aquí quietecito viéndonos jugar a la barra».
-No sabes lo que te dices, querido Pito. Haz lo que te cuadre, y déjame a mí. ¿Me aconsejas que duerma? No puedo: oigo la voz que me dice: «Surgite et orate, ne intretis in tentationem».
-¡Ay, Dios mío, tú deliras con las tentaciones! Sin cuidado me tienen a mí... ¿Que vienen los demonios a hacerme cosquillas?... Pues dejarlos. Esta vieja carne, ya ni el Demonio la quiere. El muy perro cabrón sabe que ya no tiene uno con quién ni con qué pecar. ¡Triste cosa es la vejez, y considerarse uno despreciado, y ver que le falta la única alegría humana, que es el querer y el ser querido! ¿De qué le sirve encontrarse con una hembra más hermosa que el sol? Yo pregunto: ¿dónde están aquellas tretas satánicas de que hablan fábulas antiguas, y que consistían en volverle a uno la juventud a cambio de una firmita en pergamino donde constaba la venta del alma? ¿Ha pasado eso alguna vez? ¿Puede acaso volver a pasar? Pues que venga el escribano de rabillo y cuernos, y yo le prometo mi firma en el documento azufrado, y cátame aquí hecho un mozalbete y con la cara frescachona. Pero ya verás tú cómo no vienen diablos con rabo ni sin él a proponerme tal cosa: todo eso es música celestial y sueños de poetas.
-¿Para qué quieres volver a la juventud? -le dijo Guerra seriamente-. ¿Para volver a sufrir y a encenagarte de nuevo en el pecado? Piensa en la muerte, Pito, piensa en tu salvación.
-La salvación la tengo segura, ¡me caso con San Pedro! que así me lo ha prometido la Virgen del Carmen, a quien rezo alguna vez. Siempre me protegió la Señora, salvándome de ciclones, abordajes y temporales duros del Sudoeste. Ella es la estrella de la mar que luce después de las tempestades, consolando al marino y diciéndole que volverá a ver a la familia... Pero esto no quita que yo haga mis gustos, si puedo, pues bastantes amargores tiene la vida para que uno se prive de un retozo inocente. Ya se sabe que al llegar la hora de rendir viaje, se acuerda uno de toditos los pecados, y los echa fuera de un limpión, y mirando para las cruces dice: «tan amigos como antes». Yo creo en la cruz, y si el Demonio me trae el papelito para que le venda el alma a cambio de la juventud, al echar la firma hago con mucho disimulo una crucecita; en medio de garabatos. Claro: luego resulta que no vale la firma, y deshacemos el contrato, y el otro tiene que devolverme el dinero... digo, me devuelve mi vejez, y yo me quedo tan fresco, después de haberle dado el gran timo.
Esforzándose en contener la risa, Ángel habló a su amigo con severidad, recomendándole que pensara más en Dios y en la muerte que en las chicas guapas y en la juventud. Pronunciada la exhortación, que fue larga y oída con respeto por el estrafalario capitán, se fue a Toledo con Jesús.
Inquieto como nunca estuvo aquel día don Pito, corriendo de mata en mata y de peña en peña, oscilando entre la cólera insana y el aplanamiento sentimental, y tan pronto le entraban ganas de armar una tragedia, como de echarse a llorar con ternezas indignas de un varón. Los desvíos de la para él oronda Jusepa le trajeron a tan lastimoso estado, y el caso era que mientras más coces le atizaba la ninfa guadalupense, más sublimemente guapa y apetitosa le parecía. Ya ni a seguir se determinaba sus gallardos zancajos y trotes desde la Degollada a Turleque o viceversa, porque la moza tenía la mano como un martillo, y en una revirada que dio con el brazo derecho, por poco le manda a paseo las pocas muelas subsistentes. Veíala pasar desconsoladísimo, tiernos los ojos, plegada la boca, suspirante el pecho, llamando en su auxilio tan pronto a los ángeles como a los demonios.
Allá se queda D. Pito, y sigamos a Jusepa, que también a ella le pasan cosas dignas de ser referidas. El Sábado Santo, día en que empezaron de nuevo los trabajos, fue la moza a la Degollada a llevar la comida a Cornejo, que estaba sacando piedra con otros canteros en lo más lejano de la finca. Al filo de las doce volvía por aquellos andurriales, y al atravesar un trozo de monte espesísimo en el cual los tomillos, cornicabras y enebros, entrelazando sus ramas, apenas dejan paso, sintió ruido entre el follaje. Al pronto creyó que era algún animal, cabra perdida o perro vagabundo; detúvose a mirar, y vio salir de entre la espesura ¡ánimas benditas! la cabeza, los brazos, el cuerpo de un hombre. Su primer impulso fue de espanto. Pero ni de atemorizarse tuvo tiempo, porque el aparecido, agachándose entre las hierbas, le habló en términos tan insinuantes y lastimosos, que antes de verle bien ya la mujer le compadecía. Lo que principalmente le sorprendió fue la hermosura del hombre, que era mozo, afeitadito como los toreros, esbelto y flexible, de hablar dulce y amoroso, cual Jusepa no lo había oído nunca.
En resumidas cuentas, el tal, en pocas y apremiantes palabras, le pidió socorro. Andaba fugitivo, huyendo de la justicia por causas no vergonzosas, y no había comido en dos días. Sintiose Jusepa traspasada de pena, y con ganas vivísimas de ampararle, no contribuyendo poco a esta efusión de piedad las gracias del rostro del sujeto, las cuales pareciéronle a ella el acabose de la gentileza varonil. El duro corazón de la sobrina de Cornejo se reblandeció de súbito como pedazo de resina arrojado en una hoguera, y aunque al principio se mostró arisca, fue por el rigor de la costumbre. Sentía que algo se desquiciaba en su interior, que todas las rigideces de su alma se trocaban en blanduras; en suma, quedose la pobre aldeana como si un poder milagroso le infundiera nuevo espíritu. No fue preciso que el otro insistiera en su demanda para que ella le diera unos pedazos de pan que en su cesta llevaba. Devorolos con ansia el desconocido, y mientras comía le echó a su favorecedora un sinfín de requiebros amorosos, llamándola ángel... como quien dice. «Aquí pueden verle -indicole Jusepa temblorosa-. Escóndase allá». (Señalándole una casucha destechada que había sido cabaña, en tiempo de los Jerónimos.) Anochecido volveré, y le traeré algo de mantención.
El otro le dio las gracias, y vuelta a echar le flores a granel con su lengua de inflexiones blandas, a la andaluza. Jusepa siguió su camino: no es hiperbólico decir que iba absolutamente trastornada. En su vida había visto ella un corte de cara más bonito y saleroso. Era como un sueño, como la ilusión de toda la vida realizada de repente por milagro de Dios y de las ánimas benditas. ¿Pues y aquel mover de brazos tan gracioso? ¿Pues y el habla, que era como una música que acariciaba el sentido? Ráfagas de poesía atravesaron el alma de Jusepa, y hasta aquel día nunca sintió rebullir y patalear dentro de sí un ser divino, rasgando las fibras endurecidas de su tosca naturaleza.
Toda la tarde estuvo pensando en el hombre, creyéndole a veces apariencia fingida, o hechura de su pensamiento supersticioso. ¡Y qué cosas tan bonitas le había dicho! ¡Vaya que llamarla ángel! Nunca oyó Jusepa dulzuras semejantes, como no fuera de la boca horrible de D. Pito. Pero el desconocido las decía con toda su alma. ¿Cómo no, si parecía el perfecto tipo del conquistador de mozas? Y que debía de ser tan valiente como cariñoso, torero quizás, hombre que sabía ponerse delante de una fiera, y que arrodillado a la verita de una buena hembra, sería las puras mieles.
Al anochecer volvió allá, so pretexto de haber olvidado algo, y no llevó cesto, para no infundir sospechas, sino un pañuelo bien liado con algunas cosas de comer, pan, jamón y dulces. En la casa sin techo hallo al hombre majo, el cual, presentándosele en pie, acabó de enloquecerla con su apostura gallarda. ¡Qué talle, qué piernas, qué bien sacado cuello! ¡Y con qué gracia, sombrero en mano, la saludó, arrojando a borbotones de su boca lisonjas y finezas que emborrachaban!
Entraron en conversación, y pronto supo la villana que el doncel, aunque de apariencias andaluzas, era madrileño neto, y que pertenecía a la carrera tauromáquica. Sólo esto faltaba para que Jusepa se despatarrara de admiración. Pues sí: el tal mataba en la Plaza de Madrid, y ganaba muchísimo dinero. Por salir a la defensa de una mujer, armó bronca con un señor cortesano, conde nada menos, y del coraje con que le atizó, cátale muerto. Claro, no tuvo más remedio que salir pitando, para que no le prendieran. Oíale Jusepa embobada, pendiente de aquellas palabras ceceosas, que debían de ser el lenguaje que hablan los serafines cuando se ponen peneques. Para mayor efecto, era soltero, y tenía en Madrid más de cuatro novias que se despepitaban por él. ¡Eterna gratitud a su favorecedora debía! Como que estaba muertecito de hambre, cuando ella se apareció por allí. ¡Qué encuentro, qué felicidad! Y allá te va otra vez el ángel de mi salvación. Cuando se oía llamar así, creía Jusepa que el sol, la luna y las estrellas se le paseaban por el cuerpo. Para completar sus explicaciones, el guapo desconocido le dijo que había venido en el tren, pero que en la estación de Algodor entendió, por soplo que tuvo, que al llegar a la de Toledo le prenderían, y andando el tren saltó a la vía, con riesgo de su preciosa existencia; se subió por los vericuetos que dominan el ferrocarril, y estuvo vagando dos días sin tener que llevar a la boca. En Toledo no le faltaban amigos y parientes, personas de mucha suposición, con los cuales quería comunicarse, para ver si podían esconderle convenientemente o facilitarle el paso a la frontera de Portugal.
Grande interés despertó en la montaraz Jusepa todo este relato, que creyó como el santo Evangelio. Decidida a prestar al prófugo todo el auxilio posible, díjole que, por de pronto, lo mejor era quedarse en aquella guarida, hasta ver. Ella procuraría traerle una manta, bien escondidita para que nadie la viera. Y mantención no había de faltarle. En lo que hizo el hombre más hincapié fue en la necesidad de que le avisara tan pronto como viese en cualquiera de las fincas próximas asomos de Guardia civil, a pie o a caballo. Sí, porque la justicia y los parientes del conde muerto habían de despachar en persecución de él lo menos un tercio de la Benemérita. Convino en ello la angelical tarasca, y le dio un pañuelo de seda para que se lo atase en el brazo derecho, que le dolía por haber hecho gran violencia con él al arrojarse del tren. Vestía pantalón ceñido, chaqueta y faja, con sombrero blanco de castor, bastante destrozado, lo mismo que las botas de caña clara y de intachable forma. ¡Y qué anillos tan lindos en sus dedos lucía! Por cierto que en cuanto Jusepa se fijó en ellos para alabar su hermosura, él se quitó con gentil desenfado el mejor de los tres, y se lo dio. No quería ella tomarlo; pero hubo de ceder a instancias ardorosas, sumamente sandungueras.
A la tercera entrevista, que fue tempranito, casi al rayar el día, le llevó tabaco, por que el pobre rabiaba por fumar, dos pañuelos de la mano, finos, con faja de color, lo mejorcito del arca, una empanada y una botella de vino del superior que había en Guadalupe. No cesaba de recomendarle la permanencia en aquel escondrijo hasta que ella proporcionarle pudiese otro mejor, o llevarle a Toledo. El madrileño se encontraba bien allí, y le hizo mil preguntas acerca de la finca donde servía, de sus parientes, de sus amos, etcétera, y oyendo nombrar a D. Ángel, dijo que le conocía, y que era buena persona; pero que una monja, endiablada le tenía sorbido el seso, y pensaba gastarse toda su fortuna en conventos, misas y procesiones. A Jusepa se le iba el tiempo insensiblemente, escuchando a su ídolo, pues ídolo llegó a ser para ella, en tal manera sagrado y querido, que habría dado su sangre toda y su vida por salvar la de él. Su loca pasión no reconocía freno alguno. Con semejante hombre habría ido a donde él quisiera llevarla, a la santidad o al crimen. La confianza se estableció pronto, porque la sobrina de Cornejo, que nunca había querido a nadie, echó de sí en un punto y de un vuelco todos los tesoros de su alma fue como incendio repentino en almacén cerrado y olvidado, lleno hasta el techo de materias inflamables.