Ángel Guerra (Galdós)/096

Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo I – El hombre nuevo

de Benito Pérez Galdós


Tiempo hacía -replicó Leré riendo-, que no oíamos al amigo D. Ángel desatinar de esa manera. ¿Es que se le ha concluido la formalidad que adquirió no hace mucho? ¡Quiá! no, no. Ahí donde le ven, es menos niño de lo que parece. Si D. Tomé está mejor, hombre de Dios, es porque el Señor lo había dispuesto así. ¿Qué tiene que ver eso con que yo venga o deje de venir?

-Piensa tú lo que gustes, conforme a tu santa modestia, y déjame. Lo único bueno que hay en mí es esta idea que tengo de tu poder espiritual, y si la perdiera, quedaría reducido a un hombre insignificante y vulgar. ¿Por qué es disparate creer que Dios obra maravillas por intercesión tuya? Bendito error el mío, si lo es, pues equivocándome me salvé.

A todas estas, D. Tomé se había despejado, y hablaba como el que despierta de un largo sueño o vuelve de un remoto viaje. La remisión demasiado brusca anunciaba una crisis favorable. Leré le observó cuidadosamente, enterándose del plan prescripto, y examinó las medicinas, haciendo observaciones de enfermera experimentada.

«¿Tanta, tanta quinina será conveniente? Esperemos a ver lo que dice el médico. Dígame, D. Tomé: ¿no le duele el oído derecho? Puede que tenga algo de superación. ¿Comería usted un alón de pollo? ¿Tiene repugnancia del caldo? ¿Le gustaría que se le añadiera un poquitín de Jerez?»

La alcoba era irregular, lóbrega y mal ventilada, sin ventana a la calle. Seguía una sala grandona, por el estilo de la de Casado, desmantelada, sin estera, fría como un panteón. Allí, sobre la propia mesa en que el capellán tenía sus libros y papeles, veríais el arsenal farmacéutico, recetas y frascos de diferentes drogas, cucharillas, mostaza, la candileja de las veladas, el termómetro clínico y todo lo que tratamiento tan complejo exigía. Guerra explicó a Sor Lorenza el plan del facultativo, quien no tardaría en llegar, y como expresara ideas optimistas acerca de aquella favorable crisis, la enfermera movió la cabeza y dio un suspiro, indicando que no participaba de tal confianza. «En poco tiempo he visto algunas caras de enfermos, y la de este pobrecito capellán me parece que no es cara de vivir mucho. Desconfiemos de las remisiones bruscas. La tifoidea se retira, sí, pero endosando el caso a otra enfermedad peor. Dios resolverá».

El médico, que entró poco después, hombrecillo microscópico y nada joven, bastante práctico en el oficio, pareció contento de la vuelta que había dado el mal, aunque algo dijo de los peligros de la convalescencia y de si los pulmones estaban así o asá. Transcurrió el día con esperanza; D. Tomé molestado a ratos por una tos ronca y dolores vivísimos en el pecho; Leré asistiéndole y consolándole con palabras cariñosas, a veces humorísticas, atendiendo a todo con ligereza y prontitud increíbles; Ángel ayudando en lo que podía y se le mandaba, gozoso de que su maestra compartiera con él obra tan meritoria y santa.

Por la tarde se dejó ver Palomeque, y no pudo resistir la tentación de rascar las paredes de la sala buscando trazos de Diego Copín, y aunque es cierto que no encontró ni rastro de ellos, no había quien le apeara de sus temerarias opiniones. También fue Casado, que se llevó a Guerra a dar un paseo, y al volver éste, ya de noche, encontró a Leré comiendo con Gencia en un cuartito próximo a la sala, lleno de trastos viejos. Hacía las veces de mesa una voluminosa caja de cartón colocada encima de dos sillas, y las comensales se sentaban, la una en una cesta boca abajo, la otra en un rollo de persianas liadas con bramante. Aparecieron los postres dentro de un morrión de miliciano, y la botella de vino, de la cual sólo Gencia bebía, asomaba por la boca de un saquito de viaje. Otra botella desempeñaba muy bien el papel de candelero. Guardaba la tía del capellán algunas cosas dentro de la caja de un violín, igual a un ataúd de niño. Semejante instalación hubo de provocar algunas risas y comentarios graciosos. Leré, concluida la comida, se puso a rezar el oficio de la Virgen, junto a la mesa de la sala, y Ángel daba conversación a don Tomé, que parecía muy animado. Desde su lecho, por la vidriera entreabierta, contemplaba a la hermanita del Socorro, cual si con los ojos se la quisiera tragar.

«Creo como usted -dijo con recatada voz a su amigo-, que mi enfermera tiene algo de sobrenatural. Lo mismo es verla que sentir en mí un alivio, un descanso... Hasta el aire que hace al entrar consuela. ¿Qué tiene esa mujer en los ojos, que al mirarle a uno parece que le mira la propia esperanza?»

Guerra oyó estas palabras con asombro, no porque su sentido le extrañara, sino porque era la primera vez que hablar le oía con tanta animación. Nunca había sido el capellán muy amañado para expresar su pensamiento; siempre fueron sus conceptos descoloridos y vulgares. Pero ¿acaso deliraba otra vez, y la fiebre le concedía facultades imaginativas y retóricas que jamás tuvo? Mirándole de cerca, observó Ángel que los ojos del enfermo brillaban; luego siguió éste hablando de un modo tan reposado y discreto, que no cabía suponer que delirase.

«Sí -le dijo Guerra-, esta mujer es excepcional. El Espíritu Santo mora en ella. Posee un saber inspirado, revelado más bien, que excede a cuanto pudiéramos imaginar. Es la pureza misma, el compendio de todas las virtudes, persona escogida por Dios y destinada a grandes fines... lo ha de ver usted...

-Vaya si lo es -dijo D. Tomé mirando al techo-. Así lo he pensado hoy, viéndola al lado mío. Santa entre las más santas... Hoy me dormí dos veces, y las dos veces soñé que me llevaba en sus brazos hacia el Cielo... No, no crea usted que es cosa muy disparatada. ¡Peso tan poco! Soy como una pluma, y un niño me llevaría en volandas.

Guerra se asombró más, y no supo qué contestar a su amigo, el cual volvió a extasiarse contemplando a Leré, que en la sala próxima, junto a la luz, continuaba absorta en su lectura, sin sospechar que se hablaba de ella.

-De veras le aseguro, amigo D. Ángel -prosiguió el autor del Epítome dando un suspiro-, que desde que nací hasta hoy, vamos, en todo el tiempo de mi vida, no he visto una persona que me haya impresionado como esta benditísima hermana.

-Y la impresión ha sido honda -dijo el otro, algo picado-, porque se le desata a usted la lengua; piensa con más libertad y más brío, y encuentra las palabras más fieles al pensamiento. Parece usted otro hombre, amiguito D. Tomé. La crisis de anoche le ha transformado.

-Puede... La crisis fue como nube tempestuosa, de la cual salió esta hermana, esta virgen mandada por el Cielo, al modo de centella, para prender en mí y no dejarme apagar. ¡Qué mudanza de ayer a hoy! Ayer muriéndome, hoy vivo. Sin duda esta señora benditísima trae a Dios en sí. Y su entrada en esta casa fue señal de salir yo de aquella caverna dolorosa en que me consumía.

-Don Tomé, (En el colmo del estupor.) algo pasa en ese cerebro. Ahora por primera vez, desde que le conozco, le oigo a usted emplear figuras en la conversación.

-Es que parece que siento en mí una transfusión de talento. La ideal enfermera ha penetrado en mi cerebro con una luz, y adiós tinieblas, adiós telarañas que en él entretejían mil obscuridades polvorientas.

-Vaya, vaya, que estamos inspirados. Ea, no conviene excitarse, amiguito. Me temo que no va a dormir esta noche si sigue tan dado a la retórica. Déjese de hacer figuras, y consuélese con la idea de su rápida mejoría, y de que ha escapado milagrosamente.

-¡Ay, no! (Dando un gran suspiro.) Alguien me secretea en el fondo del alma que esta mejoría es para cambiar de género de muerte.

-¿Pues no dice que la hermanita es la esperanza, y que cuando le mira...? Descuide usted, que ella pedirá a Dios por su salud, y Dios no le niega nada.

-Creo, como esa es luz, que estoy sentenciado a morir pronto, y que la hermanita no podrá salvarme. Bien lo sabe ella. ¿Cree usted que no lo sabe? ¡Ay, si tuviera crueldad bastante para decir ciertas verdades, vería usted qué pronto nos desengañaba! Adviértole, amigo D. Ángel, que no temo la muerte, que casi la deseo; pero me moriría más gozoso, me moriría en la plenitud de la dicha, si la hermana Lorenza y yo expiráramos juntos.

-¡Caramba!

-Porque juntos nos iríamos a la morada celestial, y eternamente juntos viviríamos, gozando de Dios.



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