Ángel Guerra (Galdós)/097

Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo I – El hombre nuevo

de Benito Pérez Galdós


«¡Pobre niño! -se decía Ángel, que sólo le contestaba con monosílabos, incitándole de continuo al descanso. Anchuras, que acababa de cenar en la cocina, entró en la sala, de puntillas, mientras la señora Gencia, desbaratándose de sueño, bajaba casi a gatas para acostarse. La primera mitad de la noche fue mala para el pobre enfermo, que parecía deshacerse con la tos, y extinguirse en cada acceso de disnea. Sobre las once, se tranquilizó. Anchuras, que ya había descabezado más de un sueñecico, enroscándose en una silla, cogió la puerta y descendió a los aposentos del patio. Quiso Leré que Ángel se marchara; pero éste no la obedeció, temiendo que el capellán se agravase. A las doce, D. Tomé dormía, y ambos enfermeros platicaban en la mesilla de la sala, separados por una luz y varias medicinas.

Hablaron reposadamente, sin recelo alguno, con infantil abandono, Ángel dándole cuenta de su preparación para la nueva vida, Leré animándole a seguir sin vacilaciones ni desmayos. Luego se trató del Socorro, y sostuvo la hermana que la Congregación, tal como estaba constituida, apenas podía remediar parte mínima de los males que afligen a la humanidad.

«La mía, la nuestra -dijo Guerra con ardor-, tendrá una esfera mucho más amplia. Ya el arquitecto me está trazando los planos del santo retiro que levantaré en Guadalupe. Aguarda... ya sé lo que vas a decirme. El edificio no puede existir sin cimentación, y por ésta entiendes no sólo el fundamento y afirmado de piedra, sino las bases morales del instituto. A eso vamos.

-Créame, D. Ángel, el cuaderno que me llevó hace tres días no contiene más que generalidades, muy bonitas, sí, pero que no me dan luz sobre cosas tan importantes como la regla o canon que debemos seguir. Ha escrito usted cosas muy buenas acerca de nuestras relaciones con los enfermos y menesterosos; pero lo de nuestras relaciones con Dios se le quedó en el tintero. Ya sé que ello saldrá, y lo estoy esperando.

-Esa parte tan principal es de tu incumbencia.

-¡Ay, no!... Sería soberbia en mí ponerme a dictar reglas... No faltaba más... Conste que yo no soy quien funda, sino usted. La gloria, si gloria resulta, mía no será. Yo no tengo que hacer más que aceptar el puesto que me señalen, y desempeñar en él las funciones que en él me correspondan. ¿Que me echan al último lugar? Pues en él me estoy. ¿Que me ponen, como usted desea, al frente de la sección de mujeres? Pues allá me voy, y veremos si sé gobernar, pues esta es la hora en que ignoramos si saldré enteramente inepta para todo lo que no es obediencia.

-¡Inepta tú! No te achiques. Sirves para meterte en el bolsillo, no digo ya la sección de mujeres, sino la de hombres, y para regir la cristiandad entera. La persona que ha tenido poder bastante para hacerme a mí clérigo, será capaz de mover de un soplo las montañas.

-No soy yo quien ha obrado ese prodigio, D. Ángel (Gozosa, con gracejo, doblando y desdoblando un papelito.) No me cuelgue usted milagros. El Señor es quien lo ha hecho, tocándole a usted en el corazón.

-El Señor lo confirmó; tú lo hiciste. Sobre cosa tan grave, no se puede llegar a una afirmación categórica sin ahondar mucho en la conciencia. Lo que hemos escarbado y revuelto en ella no te lo quiero decir. Por fin, con ayuda de Casado, hombre muy práctico y muy buen minero de estas capas profundas del alma, he logrado encontrar la verdad, y vas a saberla, aunque te escandalice un poco. Pues...

-¿Pero qué? ¿se va a confesar conmigo? (Sonriendo, sin quitar los ojos del papelito que doblaba.)

-¿Y por qué no? ¿Por qué no repetirte lo que hemos hablado D. Juan y yo, en secreto íntimo, tratándonos de sacerdote a sacerdote, o como amigos del alma que nada deben ocultarse? Cuanto pasa en mí debes saberlo tú, que eres mi maestra, mi doctora...

-No... (Asustadilla, sin mirarle.) Guarde sus confesiones para D. Juan, y déjeme a mí.

-Don Juan es hombre observador, muy sagaz, muy zahorí, y a poco de empezar nuestras conferencias... no hará de ello más de quince días... me dice: «Amigo D. Ángel, la vocación de usted es una vocación contrahecha. La loca de la casa le engaña. Su inclinación a la vida mística no tiene más fundamento que el hallarse revestida de misticismo la persona de quien anda enamorado...» y lo soltó así, en crudo. «Trátase de una pasioncilla mundana como otra cualquiera, de las que para bien o para mal perturban a los hijitos de Adán». Yo le contesté que mi pasión mística había tenido quizás el origen que él decía; pero que ya, transvasada enteramente, era puro amor de las cosas divinas, y por lo que a ti respecta, adoración santa de un ser superior, digno de estar en los altares.

-Y D. Juan ¿no se reía de tantísimo disparate? (Mirándole con ligera expresión burlona.)

-Pues se mofaba de mí, llamándome niño inocente. Instábame a examinar bien mi conciencia, y así lo hice. En ella permanecía estampada la locura que me inspiraste, Leré de mis pecados, locura que aún miro dentro de mí, como cosa relegada a segundo término. De ti dependió que aquella fiebre se convirtiese en esta otra, ya limpia de toda liviandad, en esta ansia de nueva y mejor vida. Hay que decirlo todo muy claro para que se entienda bien. Tú, quitándome toda esperanza por el lado humano; tú, obstinada en no quererme más que en Dios, cambiaste la dirección y el carácter de mis afectos. Siempre te quiero; me dejaría matar por ti, pero el cariño que ahora te tengo es fraternal, al modo angélico. ¿Si vieras qué trabajo me costó hacerle comprender esto a Casado? Se obstinaba en que eso del amor angélico no es más que fantasmagoría... Pero tanto le argüí, y de tal modo afinó la dialéctica, que al fin no tuvo más remedio que admitir como buena nuestra mística unión.

-Eso de mística unión -dijo Leré, mordiendo el papelito tantas veces doblado-, no me hace ninguna gracia, amigo D. Ángel. Déjese usted de uniones.

-Llámala amistad.

-No prodigar vocablos que den a entender algo parecido a esos delirios tontos, que dice usted fueron origen de... (Inquieta.) A mí no me hable usted de esas cosas. Cierto que el mal pasó, pero una vez curada la llaga, no conviene manosearla, no sea que reverdezca. Todo eso que usted me cuenta de enamorarse, de querer con fuego distinto del que Dios pone en nuestro corazón para adorarle, todo eso, Sr. D. Ángel, es para mí... como si me hablara usted en chino. Ya se lo dije otra vez, si no recuerdo mal. Y lo que de ello resulta es que no reconozco ningún mérito en mí por ser como soy. No hay lucha, porque no hay estímulos de pecar. He venido al mundo con esa bendición, y Satanás maldito, que lo sabe, ni siquiera se me acerca. De modo que no me vuelva a contar si tuvo o no tuvo locura por mí, pues soy yo muy cuerda, don Ángel, y aunque no estuviera imposibilitada de corresponderle por la religión que profeso y los votos que hice, jamás me encontrará en ese terreno, del cual no digo nada, ni sé si es bueno o malo. Póngase siempre en el terreno de la religión y nos entenderemos.

-En él estoy. No hago más que referir historia, y mostrarte la evolución de mi espíritu. Me has acrisolado, hija mía, y la prueba de ello es que puedo hablar contigo de cosas tan delicadas sin peligro ninguno, sin recelo de que vuelva yo a los diabólicos orígenes de esta veneración que siento por ti. No creas que esto es nuevo. Si se hubiera escrito todo lo que han sentido muchos que fueron santos, leeríamos páginas semejantes a esta que hoy saco a relucir ante ti. Que te quise con amor distinto del que ahora siento. Que me hubiera casado contigo. ¿Pues qué duda tiene? ¿Por qué no he de decirlo si es verdad? No, no puedo abominar de haberte querido en otra forma. Ya, ya sé que no me habrías correspondido nunca. No hay que repetirlo tanto. No podemos variar la naturaleza de las cosas, y el ser tú como eres es la causa verdadera de que yo haya venido a ser como soy. Y si ahora...

A esto llegaba cuando D. Tomé, despertando, dijo en alta voz y tono de canto llano: Salvum me fac Deus: quoniam intraverunt aquae usque ad animan meam. Infixus sum in limo profundi: et non est substantia.



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