Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo II – Casado confesor y consejero

de Benito Pérez Galdós


El grandísimo socarrón de Casado se hacía de nuevas, viendo venir a su amigo y conociendo el intríngulis de su grave consulta.

«¿A qué es engañarnos? -dijo el guapo sagreño-. Lo que yo sé, sábeslo tú, lo supiste antes que nadie, porque contigo tuvo Dulce confianzas, cuando se desbarató de los nervios irracionales, y estuvo si casca o no casca.

-¿Pero qué pretendes tú? ¿Que yo te revele secretos de confesión?

-No es eso, ¡potra! Sin confesarla, sabías tú que Dulce ha tenido sus más y sus menos. Aquel Madrid es de muy malas circunstancias, y las muchachas más honestas se pierden en un tris, aunque no quieran. El cuento es que desde que se empezó a correr que la susodicha me gustaba, no han faltado acusones y chismosos que vengan a traerme mil catálogos de ella. Que si fue, que si hizo, y dale que es tarde. Yo aparto las mentiras inventadas por la envidia; pero por más que quito jierro, siempre queda algo. Lo que no tiene duda es que Dulce estuvo casada, vamos al decir, por la iglesia civil, con ese amigo tuyo que dicen fue masón y republicano federal de los del petróleo, y que ogaño se ha convertido y quiere entrar de fraile descalzo. ¿Es verdad, sí o no, que estuvo casada con él?

-Hombre, casada precisamente no.

-No seas materialista, hombre. Es un decir... vamos. El cuento es que a mí me lo dijeron, y, pásmate, lo creí. Me dio el corazón que era verdad, porque estas cosas parece que se adivinan, putativamente. Hace días que la propia Dulce, portándose como una señora, me dijo al verme sumamente adelantado en mi querer: «Casiano, tú no mereces que se te engañe, ni es leal en mí presuponerme lo que no soy». La pobrecita quería hablarme claro y contarme sus contras; pero la vergüenza no la dejaba. Yo digo que donde hay vergüenza natural no ahonda la maldad... Pues verás: esta mañana cogí por mi cuenta a la tía Catalina; y solos ella y yo, le dije: «¿Qué hay de esto, tía Catalina?»

-Y la pobre señora se echó a llorar, y cantó de plano. Como si lo viera.

-Lo adivinas. Se arrodilló delante de mí, y al modo que parlan en el teatro, me dijo: «Noble Casiano, perdóname. Ya no puedo más, y rompo el silencio. Mi conciencia se oprime ocultándote la verdad. Cierto es que a la niña no se la podría enterrar con palma, como no fuera la del martirio, porque ese pillo la defraudó, diole palabra de consiguiente matrimonio, la perdió, como quien dice, valiéndose de nuestras circunstancias miserables. Pero yo te aseguro, que, aparte lo material, la niña es un ángel, y te quiere de veras. Tú dispones de su suerte». Esto dijo, y siguió llorando y echando babas más de media hora. Luego entró Dulce, que venía de la Magdalena, y adivinando con su buen entender lo que habíamos hablado, se echó a llorar también, y a mí, la verdad, se me puso un nudo en la garganta.

-No está mal la escenita. Vamos, las dos te han conquistado con sus babas.

-No, ¡potra! Yo no me determino hasta que tú me des un buen consejo con toda ilustración. Dime con franqueza: ¿crees que ya no hay nada entre mi prima y el que va a ser clérigo?

¡Oh! nada, absolutamente nada. Te lo garantizo. Cosa concluida desde hace tiempo, y según creo, sin soldadura posible.

-¡Ay, potra, qué peso me quitas de encima!

-¿Pero te basta eso? ¿Te satisfaces con el presente, y echas un velo sobre...?

-Déjame a mí de velos. Lo que hay es que siempre es un consuelo saber que ogaño no hay mácula. Lo pasado, siempre es pasados y nadie lo puede resucitar más que con el pincha y raja de las habladurías. Yo te digo con verdad una cosa: si tu amigo se hace cura, es lo mismo que si se muriera para la efectividad del querer. De modo que bien puedo hacerme la cuenta de que Dulce es viuda.

-Chico, ¿sabes que manejas bien el sofisma?

-¡Potra, no!... Pero no seamos materiales. (Impaciente.) Todo se reduce a que no hubo bendiciones. Suponte ahora tú que yo no hubiera estado casado con mi difunta, y que mi difunta, en vez de fallecer de calenturas, se hubiera metido monja. ¿Pues dejaría yo de ser en tal caso tan viudo como ahora lo soy?

-Casiano, (Dándole un abrazo.) eres un escolástico de primera y un ergotista como hay pocos. Casi casi me has convencido. Y todo eso es para pedirme un consejo. Pues voy a dártelo. No te cases.

-Pero, ven acá. (Con abatimiento.) ¿Crees tú por ventura que Dulce no es de franca ley, y que volverá a las andadas?

-No. Te digo en conciencia que la tengo por corregida radicalmente, y que me parece mujer de buen natural, capaz de ser honradísima si la ponen en camino de serlo.

-Entonces... Ven acá: hay virtud o no hay virtud. Si la hay, ¿crees tú que la virtud se debe castigar? ¿No lo crees? Pues si cuando Dulce se decide a ser inocente, se la desprecia, ¿te parece a ti que eso es justicia?

-Casiano, dame otro abrazo. Eres un abogado de tomo y lomo, y para picapleitos no tendrías precio. ¡Qué bien trabajas la sentencia! Voy a dártela. Cásate, hombre, cásate.

-No; es un supongamos. Yo no digo que me case, ni eso se puede resolver así, del tirón.

-Hablemos claro, Casiano: en esto el primer consejero es tu corazón. Oígalo tu conciencia, y obre según lo que él te diga.

-Pues mi corazón y los sentidos racionales me dicen una cosa, y el miramiento, la idea de si hablarán o no hablarán en el pueblo me dice otra.

-Bueno; figúrate tú que en el pueblo no dicen nada, porque no se enteran. Supón que ocurre ese milagro, pues milagro sería. No queda más juicio que el tuyo propio, el de tu conciencia.

-Con la conciencia me entiendo yo: le echo cuatro satisfacciones, y en paz.

-Tu conciencia y tu corazón lo han de resolver. En cosas tan delicadas no se pide consejo a nadie, porque figúrate que yo te quito de la cabeza ese cariño, y tú caes en profunda melancolía, te desmedras, te pones a mirar a las estrellitas, y al fin te mueres de amor, como dicen que se han muerto otros, que yo no lo he visto; figúrate esto, y ya comprenderás que no quisiera yo cargar con tal responsabilidad. ¿A ti te gusta Dulce?

-Como gustarme, ¡potra!, (Tumbado.) creo que no cabe más gusto, ni más ilusión...

-Como bonita, lo es. (Con acento de conocedor.) Y después que volvió sus ojos a Dios, se hizo mucho más simpática, pero mucho más. En las mujeres cae muy bien la devoción y el creer de firme. Con eso tienen la mitad del camino andado para ser honestas. Pero... todo se ha de decir, Casiano; todo se ha de pesar, y ya que tú no ves más que perfecciones en tu novia, yo voy a señalarte los defectos. ¿No te parece a ti que es algo flaca?

-¡Flaca!

-De carnes quiero decir; no interpretes mal...

-Chico, sobre este particular te diré una cosa que no quiero se me pudra en el cuerpo. A ti no te oculto nada de lo que me anda por los interiores. Pues sabrás que una de las cosas que más me enamoran en ella es su delgadez.

-¡Ah! lo flaco, hay que reconocerlo, no perjudica a lo elegante; al contrario. Talle más esbelto no lo encontrarás. Como que puedes decir que te casas con un junco. Pero sepamos qué demonio de chiste le encuentras a flaqueza tan extremada.

-Juan, tú te acordarás de mi difunta Librada. (Rascándose la cabeza.) La pobrecita, parte por su figuración de naturaleza, parte por aquella enfermedad que no sé cómo se llama, se puso tan gorda, pero tan gorda, que era como una pipa. Cada pierna era así, y ya no tenía en ellas movimiento. La delantera había que llevarla por delante en un carro cuando salía de casa. ¡Y qué tripona más desaforada, y qué...! En fin, que cuando me quedé viudo, gracias a Dios, digo, gracias no, que la sentí; pues cuando Dios se la llevó, dije: «ya no quiero más mujeres gordas, aunque por cada libra de sebo me traigan un millón».

Casado rompió a reír con tal estrépito, que atronaba la casa.

«Pues sí, chico, déjame a mí de mujeres de libras, y de esas carnazas que le ahogan a uno. La mujer, que sea esbeltita y de buena estatura. Pues digo, cuando en Cabañas vean aquel tallecito tan elegante, aquel aire de señorío, aquella manera de vestir y llevar la ropa.

-Basta, hombre, límpiate esa baba, que se te está cayendo. No seas tan meloso, ni quieras ahora darnos dentera a todos con las gracias enjutas de tu mujer.

-¡Mi mujer! (Con inquieta duda.) Muy pronto lo has dicho. No, todavía no han madurado las uvas.

-Anda, que bien maduro estás.

-No, ¡potra! hay que mascarlo mucho. ¿Sabes cómo me decidiría de un golpe? (Con arranque.) Pues si tú me lo mandas...

-¿Yo? Quita, hombre, no seas bruto.

-Tú, que sabes tanto del mundo y de lo que no es mundo; tú, que entiendes de circunstanciales de mujeres...

-¿Yo?

-Por las rejas santificadas del confesonario, hombre. No creas que digo otra cosa.

-Sí; pero eso no vale, eso no instruye. Yo no la he corrido nunca, ni cuando era estudiante. Como tengo la dicha de ser feo adrede, todas me hacían fú, y quedeme a obscuras. Pero aún quién sabe... Puede que salte alguna que... Ya no me asombro de nada, y pues hay quien se prenda de la flaqueza, (Con gracejo zumbón.) podría haber quien de la fealdad se enamorase. Pero mientras me cae esa breva, yo no soy ducho en mujerío, como no sea en algo que se relaciona con las tretas que suelen gastar...

-¿Te parece poco?

-Pero es un saber que no basta para que yo te ilustre, ni menos para que te mande casarte, como pretendes. No te precipites. Piénsalo algún tiempo más; procura serenar tu espíritu antes de tomar una resolución. Nos vamos a Cabañas dentro de unos días, y allí estaremos un mes, reflexionando...

-¡Un mes sin verla! Eso sí que no lo con seguirás de mí.

-Pues ¡hala! (Levantándose.) Ahórcate mañana mismo.

-¿De veras?

-Haz tu santo gusto, y no pidas consejo. Basta, basta ya de consulta. Déjame en paz, Casiano; tengo que hacer.

Despidiole con cierta sequedad, y solito en su gabinete, midiéndolo con las piernas de largo a largo, se dejó caer en meditaciones profundas. «Todos vienen a pedirme consejo; el uno me trae gravísimos conflictos de la conciencia; el otro casos delicados de convencionalismo social. ¿Y a mí qué? Nada, nada, Juanito mío, vete pronto a tu castañar, y vive para ti, dejando a los demás que se arreglen como quieran. El amigo Ángel quiere entrar en la vida eclesiástica sin desprenderse de ciertas efervescencias imaginativas muy peligrosas... A mí, que entre. Vaya bendito de Dios, y cante misa. El otro, este pedazo de alcornoque bargueño, ahogando escrúpulos, apechuga con la prójima de Babela que es simpática, sí señor, por su propia historia lamentable y su cara expresiva. Enhorabuena vayas, hombre; cásate. Estas resoluciones heroicas que desafinan con tanta gracia el llamado concierto social, tienen cierto mérito, sí señor. En fin, que todos me piden el consejo que desean, y yo, que les veo venir, a todos digo: «adelante con vuestros faroles». No, no me meteré yo a torcer el destino de nadie. Que cada cual siga su inclinación, pues las inclinaciones suelen ser rayas o vías trazadas por un dedo muy alto, y nadie, por mucho que sepa, sabe más que el destino... Conque, a vivir se ha dicho. Corra la fuente abundantísima de los hechos humanos, y oigamos su ruidillo gracioso sin meternos en variar el curso que las aguas llevan. Apárteme yo a un lado, yo, perteneciente al reino vegetal... yo, que por mi estado y por otras causas tengo que mirar las pasiones humanas como se miran los retozos de los animalitos de Dios en medio del campo. Guerra y Casiano, brincad todo lo que gustéis. Y yo pregunto ahora: (Dando un gran suspiro.) ¿Llegará a ser Ángel una gran figura de la Iglesia católica? Puede que sí. ¿Será feliz Casiano con su belleza flaca, toda sentimiento, fragilidad interesante y modosa? Puede que sí lo sea. Vivamos y veremos. Y tú, pobre cura malcarado y silvestre, nada tienes que hacer en medio de estas alegrías triunfales. ¿Cuál es tu amor, tu único consuelo? La tierra. Pues a la dulce tierra, que te espera con los brazos abiertos. Ya no puedo más. Me ahoga esta vida. Un poco de paciencia, hijo. Esta tarde, al vientre de la ballena. Mañana, al campo libre». (Pónese la teja y sale.)


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