Ángel Guerra/117
XIII
editarConviene indicar que Zacarías se humanizó. Después de tres días de ausencia de la casa conyugal, apareció una mañana con semblante sombrío, extenuado y soñoliento, cual si hubiera sufrido largas vigilias o si acabara de realizar enormes esfuerzos corporales. No se hallaba Guerra en la casa cuando entró, y sí Mancebo, que tuvo más miedo que vergüenza y no sabía qué decirle. El desdichado armero pareció interesarse por su mujer, mostrándose solícito con ella ¡a buena hora! y pesaroso del abandono en que la había tenido. Con Ángel estuvo receloso y como avergonzado, balbuciendo excusas, alabando fríamente lo que en su ausencia se hizo, y prometiendo enmendarse y cuidar de su familia como era su obligación. Bien se le conocía que le encantaba no tener que recurrir a su flaco bolsillo para las distintas necesidades que surgían. Creyérase que brujas o duendes trasteaban en la casa. Llegar y encontrarse la comida pronta, y ver que nada faltaba, nada, y que los suministros de plaza y botica entraban como por mano de los ángeles... vamos, parecía cosa de milagro. ¡Lástima que tal estado de bienandanza no fuese definitivo! Porque despedido de la Fábrica por faltón y pendenciero, ¿cómo resolvería el problema vital cuando su mujer se pusiera buena o se muriese, que una otra solución habían de ser el desdichado término de aquella Jauja?
Siempre metido en sí, glacial y adusto, echaba largos párrafos con Ángel, en que éste se lo decía todo, y el otro apoyaba o contradecía ligeramente con frases cortas. Pero una noche, hallándose los dos en la sala, después de cenar juntos, mostrose el forjador de aceros más comunicativo, y puso en sus palabras un interés y calor enteramente nuevos en él para los que de poco tiempo le trataban.
«Señor, puesto que usted, por el flujo de la santidad, no quiere que nadie ande desconsolado, ni perseguido, ni hambriento, ni desnudo, ¿por qué no socorre a un hombre que es sin duda el más desgraciado de todo Toledo, con tantísima calamidad encima que no puede valerse? Amigo de usted fue, y aunque tenga sobre su conciencia dos o tres... o veinte casos gordos, no es malo de su natural de por sí, y si le amparan, haga cuenta de que hace una buena obra, porque ya ni el Diablo quiere cuentas con él.
Con prontitud y alegría se declaró Ángel dispuesto a socorrerle, aunque fuera el más empedernido de los pecadores y el más avieso de los criminales. Bastaba con que Zacarías le dijese el nombre del tal, desechado por el Demonio mismo, y su residencia. Pero no quiso, el otro soltar la prenda del nombre, hasta que el favorecedor no diese garantía de la formalidad de su propósito, dirigiéndose en persona a la morada de aquel sujeto, sin dar conocimiento a nadie de semejante paso, y dejándose guiar de Zacarías.
«Si es verdad que el señor quiere saber el nombre para favorecerle y no para delatarle, véngase conmigo, y cuando le vea sabrá quién es. Pero hemos de ir solos usted y un servidor... ¿Qué?... ¿tiene miedo?
-No conozco el miedo, y menos ahora que antes. El paso es arriesgado. No sería gran disparate sospechar que me llevan a un sitio solitario o a una guarida de ladrones y asesinos para robarme.
-No hay forma de que yo le pruebe que se equivoca. No puedo darle más fianza que mi palabra, y ésta no corre en la plaza como buena moneda, lo sé... Pero usted me cree o no me cree, y si no quiere que vayamos, ¡Dios! no iremos.
-Pues sí que voy -replicó ángel con gallarda resolución-. No llevo armas. Voy con la idea de hacer el bien y de socorrer a un desgraciado. Quizás en otro tiempo no habría llegado mi temeridad hasta tal extremo. Hoy sí, porque soy todo voluntad, heme impuesto una regla muy rigurosa, y a ella no faltaré ni delante de cien muertes. El miedo, ¿qué digo miedo? la prudencia no fue nunca santo de mi devoción. Riesgos terribles he corrido; he jugado mi vida más de una vez. Hoy que la vida no significa nada para mí, y sólo miro al alma que ningún ladrón me puede robar, en la cual ningún asesino, por armado que venga, me puede hacer ni un ligero rasguño; pues hoy, digo, en un paso como éste dado con Dios y por Dios, figúrese el buen Zacarías qué miedo tendré. Ninguno, hombre, ninguno. Esa cara fosca y esos pelos tiesos me dan tanto cuidado como si al encuentro me saliera una gallina. Conque, vamos ahora mismo.
Echose el armero un chaquetón sobre las espaldas, y sin pronunciar palabra salió, seguido de Guerra. Obscurísima era la noche, y no había por allí ni asomos de alumbrado público. Anduvieron un buen trecho por las Carreras de San Sebastián en dirección contraria a la abandonada parroquia de este nombre, y al entrar en una de las veredas trazadas en los taludes o vertederos, y que más parecen para cabras que para cristianos, Zacarías tuvo que dar la mano a su compañero, pues todo el valor temerario de éste no le libraría de pisar en falso y rodar por aquellas movedizas pendientes hasta el río, cuyo clamor pavoroso en tan endiablado lugar hubiera llenado de pavura el más intrépido corazón.
«Vaya, Sr. D. Ángel -dijo el huraño Zacarías parándose después que anduvieron un buen trecho-, sea usted franco, y confiéseme que tiene miedo. Porque ¿cómo no, si aquí, aunque el señor dé voces no habrá quien le favorezca, como no baje del Cielo algún angelote, de esos que pintan... y crea usted que no había de bajar... ¡pa chasco!
-Cierto que la ocasión y el sitio para atacarme -dijo Guerra con aparente serenidad-, son que ni encargados al mismo Infierno; pero usted no me atacará. Créalo o no lo crea, yo le aseguro que voy firmemente persuadido de que no me trae aquí para ninguna cosa mala. Así me lo hace ver mi fe.
-¿Pero de veras que no me tiene miedo? (Sorprendido y como contrariado.) Si parece mentira, ¡Dios!
-Vamos, que no temo, que estoy tan tranquilo como en mi casa.
-Y ya que no teme que yo le espanzurre aquí, ¿no se le pasa por el pensamiento la idea de que le puedo robar? Porque si yo saliera ahora diciendo: «Ea, D. Ángel, entrégueme todo lo que lleva, reloj inclusive», ¿qué remedio tenía más que aflojar?
-¡Dale! Tampoco eso se me ocurre. ¡Empeñado el hombre en que he de tomarle por un pillo! Pues no me da la gana.
-¡Ah, D. Ángel! A mí no me convence usted de que está tranquilo, ni de que me cree persona formal. Mi fama no me abona; pero yo le juro que... Como si lo viera, sé lo que ahora está pensando usted, sí; va pensando que si le ataco, se defenderá con su fuerza muscular que es grande, superior a la mía.
-En efecto tengo buenos puños, y no es tan fácil derribarme. El que me atacara sin armas ya tendría para divertirse un rato, si yo me proponía defenderme. Pero es el caso que como cristiano, profeso el principio de que no debemos herir al prójimo ni aun en defensa propia. Así lo ordenó Jesucristo, y así lo hizo más patente con su conducta. Y si no, fíjese usted, ¿no le habría sido fácil, con sólo quererlo, poner patas arriba a Judas y a toda la canalla que fue con él a prenderle? Pues no lo hizo. De este modo nos enseñó a no defendernos del enemigo, a sucumbir, única manera de consagrar el derecho y la justicia. Corra la sangre del cordero y caiga sobre su matador. Así se destruye el mal: no hay otro modo.
Siguieron hacia abajo, silenciosos. El río se oía cada vez más cercano, como si estuviera a dos o tres varas del suelo que pisaban. Zacarías se detuvo y señaló una cruz que alzaba muy poco del suelo: «Aquí mataron hace dos años a un primo mío, mozo de estas Tenerías. Le cosieron a puñaladas y después le tiraron al río. No crea; es lo más fácil del mundo. El Tajo está aquí; se le puede pasar la mano por el lomo. ¿No le siente el resuello?
-Ya lo siento. Parece que nos quiere tragar. ¡Y qué ruido mete! Por lo que veo, amigo Zacarías, vamos a esos talleres de curtidos que se cerraron cuando el cólera.
-Sí, porque se murió aquí hasta el gato. ¿Qué tal, le gusta el paseo? Vamos; ya poco nos falta. ¿Ya se le va pasando el canguelo? No, D. Ángel, no le hago daño; pero confiéseme que me ha tenido miedo.
-Que no lo confieso, aunque usted se arrepienta de sus buenas intenciones.
-¡Ajo! ¡Dios! que sí, que me temió. (Con acento de ira.) ¿Pues qué? ¿Soy yo algún mariquita? Yo quiero que después de tenerme miedo me agradezca el no haberle hecho nada. ¿Todo ha de ser agradecer yo?
-Hombre, pues si usted se empeña, agradeceremos. Vamos, no se apure por eso. Estoy agradecidísimo...
-Y reconozca que si él es caballero yo también lo soy.
-Se reconoce.
-Y que cuando tocan a ser cristiano, cada uno es cada uno.
-Lo declaro también.
-Pues conste que somos iguales.
Diciendo esto, dio un aldabonazo en una puerta que Ángel no veía, y en el mismo instante oyeron ladrar un perro. Alguien, con exquisita precaución, inquirió desde dentro quién llamaba, y Zacarías contesto secamente: «abrir». Al franquear la puerta, dejose ver, a la escasa claridad que del interior venía, un hombre macilento, a quien Guerra de pronto no conoció. Más que por la fisonomía, por el metal de voz al dar las buenas noches, supo quién era... el mismísimo primogénito de Babel, desfigurado por la inanición, el cansancio y la longitud de su barba no tocada de la tijera en mucho tiempo. Parecía figura gótica de las más expresivas y espirituales, que acababa de descender del tímpano de una puerta del siglo XIII.