Ángel Guerra/106
II
editarSalieron a recrear la vista en la hermosura del campo florido, ya con toda la lozanía y frescura de Abril, y Ángel dio explicaciones a su amigo sobre las novedades que allí encontraba. Habiéndole propuesto en buenas condiciones la compra del cigarral colindante, no vaciló en adquirirlo para ensanchar sus dominios. Más que por su extensión, superior a la de Guadalupe, gustole Turleque por su espaciosa casa, la cual, modificada en su distribución interior, podría servir de albergue cómodo para quince o veinte personas. En ella pensaba el fundador instalar, por vía de ensayo, a unos cuantos infelices que, arrimados ya al calorcillo de su caridad, formaban parte de su familia doméstica y en cierto modo religiosa. Los albañiles que Casado vio al entrar trabajaban en la reparación del edificio de Turleque, recorriendo el tejado, armando tabiques y abriendo puertas y ventanas. En otra casa de la misma finca vivían los cigarraleros de ella, marido y mujer, ambos de ancianidad bíblica, que Ángel no quiso despedir, aunque no los necesitaba.
Y que no faltarían habitantes para el retiro provisional de Turleque y Guadalupe, lo probaba la prisa que algunos desheredados de la fortuna se daban para pedir albergue en él. Allí vio D. Juan a la ciega madrugadora, primera ocupante de la Puerta Llana, una hora antes de que se abriera la Catedral. Vio también a dos de los llamados apóstoles, uno de ellos cegato, cascarrabias y paticojo, el otro bastante tieso todavía; como que estaba ayudando a los peones que destruían la tapia divisoria de las dos fincas, y cargaba espuertas de tierra, despacito, eso sí, para no sofocarse. Hablaron con la ciega, que se dijo contenta en aquella vida; sólo echaba de menos la misita de alba que era su espiritual desayuno. «No apurarse, hermana -le dijo el amo-, que ya tendremos catedral». La ciega dio las gracias sin poner ninguna expresión en su cara inmóvil, muerta, privada de todo signo de lenguaje fisionómico. Era joven y había perdido la vista a los doce años, de viruelas, que le dejaron el rostro como un rallo.
«Dios se lo pagará a usted, amigo D. Ángel -le dijo el clérigo cuando a la casa volvían-, y le dará prosperidad en su empresa, y quizás victoria completa contra los enemigos que han de salirle».
-Allá veremos. Yo voy a mi fin, sin acordarme de que puede haber obstáculos... Pero todo esto, amigo D. Juan, honra y prez de la Sagra, no impide que almorcemos, porque usted tendrá apetito, téngolo yo también, y no faltará en la despensa algún forraje que echar a la bestia.
-Hombre, me parece muy bien. El espíritu es un caballero que merece toda mi estimación; pero el cuerpo no es ningún hijo de tal, y debemos tratarle como de casa por los servicios que nos presta con sus piernas, llevándonos de aquí para allá; con sus brazos, alcanzándonos las cosas que están lejos; con su estómago, que es el laboratorio y almacén de fuerzas vitales, y por fin con esta olla, donde el pensamiento tiene su oficina. Démosle lo que pide... y pronto, señor castellano de Guadalupe y Turleque, pues he de volverme pronto a Toledo para tomar el coche de Cabañas, que sale a la una.
Almorzaron solos, porque D. Pito, no contando con que se anticipara la hora, se entretuvo toda la mañana en su cacería grillesca. No eran las doce cuando el cura feo salió de Guadalupe, y es fama que iba diciendo para su balandrán: «Muy bonito, Juan, muy bonito. Pero no te metas en esto. Allá él».
Antes de llegar al puente, vio una figura negra y deslucida que hacia arriba presurosa caminaba, y cuando la tuvo cerca reconoció a D. Eleuterio García Virones con toda su humanidad descuidada y pringosa, sus hábitos en que la mugre de rúbrica se amasaba, con el polvo del camino, su desteñida teja echada hacia atrás.
«¿Viene de allá, Casado? -le dijo en cuanto estuvieron a distancia de poder hablarse.
-Pues allá me voy yo, ¡carambo! harto ya de la vida. No puedo más, no resisto más. Usted, el hombre de las chiripas, que ha nacido de pie, no comprenderá mi desesperación.
-¿Pero qué le pasa, pedazo de...?
-Pues nada. Si le parece poco... Que nos prometieron, como usted sabe, el curato de Pelahustán, y acabo de saber que se lo han dado a otro. Así, como usted lo oye. ¡Valiente feo le han hecho a D. Ángel! Había usted de oír las razones que da el Secretario, grandísimo mamalón... Ahora sale con que me darán el de Arisgotas cuando vaque, pues parece que anda mal de la vejiga el titular. De modo que tengo que estar pendiente de si al párroco de Arisgotas le cuesta trabajo o no le cuesta trabajo hacer aguas menores. Estoy que bramo.
-Tenga paciencia, D. Eleuterio, y deje el bramar para los toros. Un sacerdote debe conformarse con la adversidad.
-La injusticia, la indecencia de no darme la plaza, habiéndosela prometido a D. Ángel, me sacan de quicio. Voy corriendo allá, por que ya no puedo más con la adversidad, que a usted le parece tan bonita... ¡Carambo, carambómini! como no le ha visto la cara de cerca!... Pues D. Ángel me dijo: «Carísimo D. Eleuterio, si le birlan el curato y se ve en gran necesidad, váyase a Guadalupe, donde tendrá hospedaje y manutención todo el tiempo que quiera».
-Pues ande ligero, que está la mesa puesta.
-Voy, sí que voy. No más pobreza vergonzante, no más humillaciones en silencio. Vale más vestir el chaquetón de un hospicio. Que me quiten los hábitos. Para lo que me han servido, ¡carambo! Que me pongan un camisón y una soga a la cintura. Mejor, más comodidad. Que me suelten en el monte. Me basta con un pedazo de pan y cualquier bazofia caliente. ¡Qué delicia, qué descanso, Dios de Israel! ¡No pensar en que hay que mandar a la compra todos los días; no ocuparse de si salen sermones o entran funerales, ni de si sube la carne o bajan las misas, y olvidarse de que una peseta, por mucho que usted la sobe, no da de sí más que veinte perras grandes!
-Pues D. Ángel le recibiría con repique de campanas, si las tuviera. ¿No sabe? Quiere poner capilla en Guadalupe. Me figuro que caerá usted allí como agua de Mayo.
-¡Ay, Juan, qué consuelo! A este hombre le debían hacer arzobispo. Si me acoge, crea usted que no vuelvo a pasar el puente de San Martín. ¿Sabe lo que hice esta mañana, cuando determiné venirme aquí? Pues le dije al ama que me sirve: «Señá Rosa, coja toda su ropa y la mía; métala en un saco y sígame». Ahí detrás viene. Ya la encontrará usted con todos nuestros ajuares a la cabeza. Omnia mea mecum porto. Pues qué, ¿iba a dejar a la pobre señora en medio de la calle, una mujer apreciabilísima, viuda de un peón caminero? Creo que D. Ángel me la admitirá, si me admite a mí. También me traigo... con ella viene detrás... el sobrinito que tengo conmigo, huérfano de padre y madre... ¿Le parecerá a D. Ángel mucha familia?
-Hombre, no sé...
-¡Ay, el Señor sea conmigo! Siento no haberme anticipado, para cogerle a usted allí y tener un apoyo en el caso de ser mal acogido.
-No lo necesita usted. Vaya, corra y expóngale su situación con sencillez ingenua y sin aspavientos... Y no le detengo más, que es tarde. Temo perder el coche...
Siguió camino abajo D. Juan, y camino arriba el angustiado Virones, que llegó a Guadalupe como un pavo, no tanto por el calor del viaje como por la ansiedad que le cortaba el resuello. Recibiole Guerra sin alardes de protección, y cuando balbuciente y cortado le manifestó el clérigo la impedimenta que traía, se echó a reír y le dijo con buena sombra: «¿Y el gato no viene también? Tranquilícese, D. Eleuterio, que para todos habrá un rincón. Me alegro de poder darle hospitalidad con toda su gente. Luego veremos de colocarle, si no es que prefiere seguir aquí. Por de pronto, instálese con su ama y su niño en esta casa del cigarralero de Turleque, en compañía de la señora ciega que usted ve sentada en aquella piedra, junto a las pitas.
Encantado de tan gallardo recibimiento, no sabía el mísero Virones cómo expresar su gratitud, y casi soltaba la moquita para echarse a llorar. «Dígame, señor y dueño mío, qué tengo que hacer aquí, pues en algo he de ocuparme, y los beneficios que recibo, en alguna forma he de pagarlos. En mi niñez, como hijo de canteros, supe hacer pared. ¿Quiere que ayude a los que trabajan en la cerca?
-Si le gusta y le conviene el ejercicio corporal, puede ayudar a los canteros, o bien traer tierra de aquel desmonte. Si prefiere la ocupación contemplativa, emplee mañana y tarde en esparcirse por estas fincas y la Degollada, que no está lejos. Si se cansa de leer en el entretenido libro de la Naturaleza, y prefiere los de letra impresa, ahí tengo algunos, que le franquearé cuando los necesite.
-No, libros no, ¡carambóbilis! Les tengo odio y mala voluntad. Ellos son los que me han perdido. ¡Cicerón infame, Séneca maldito!...
-Pues paséese, o trabaje de peón o albañil. Aquí disfruta de completa libertad, y cuando se aburra y quiera marcharse, solo o con su séquito, se va usted tan fresco, sin más obligación que la de advertírmelo con dos palabritas: «me voy».
-Paréceme sueño -dijo el cuitado sacerdote-. ¿Es esto la edad de oro, la felice Arcadia, o qué carambólibus es? D. Ángel, bendiga el Señor sus santas intenciones. Dígame otra cosa: ¿qué vestido usaré? ¿me van a poner algún hábito?
-Vístase como quiera. Le prevengo que tendremos capilla, y que podrá celebrar...
-¡Celebrar! (Con desabrimiento.) También había tomado odio al oficio... Pero, en fin, lo que usted disponga. D. Ángel, yo le seré muy poco gravoso. Tanto yo como la señora Rosa, que es persona muy cabal y circunspecta, estamos hechos a la sobriedad sin melindres. Por mi estampa y este color sanguíneo, créenme algunos glotón. Pues nada de eso. Apenas como lo necesario para sustentarme, y resisto hambres calagurritanas, si es menester. ¡Lo mismo que la fama de borracho que me han dado mis enemigos! Yo le juro a usted que es calumnia, y que no bebo más que agua.
-Mejor.
-El único vicio que tenía en mis tiempos juveniles era jugar a la barra.
-Aquí puede tirar todo lo que quiera.
-Y entiendo un poco de animales, pues estudié un año de albéitar, y el tío que me crió era el mejor veterinario del partido de Orgaz.
-Me alegro. Eso me conviene. Va a resultar que el amigo Virones es un estuche. ¿Le gustaría ponerse al frente de una escuela de párvulos?
-No me pregunte cuál es mi gusto, sino dígame el suyo para mirarlo como mandato. Albañil o cantero, cura de almas o albéitar, jugador de barra o maestro de escuela, soy su criado humilde.
En esto llegaron el ama, desgarbada, escueta, tímida y sin ninguna gracia, y el sobrino, la más gallarda, la más interesante estampa de chiquillo que se pudiera imaginar, lindo como un ángel, con cierta gravedad melancólica en su rostro murillesco. Fueron bien recibidos, y el propio Virones les notificó la vida libre, cómoda y placentera que todos se iban a dar en aquel campo hermosísimo. Creyeron, como lo había creído el clerizonte, que soñaban. Parecioles aquello el final obligado de todo cuento infantil: «Después de tantos trabajos y fatigas, recibioles el Rey en su corte, les colmó de favores y obsequios, y todos fueron tan felices».