Ángel Guerra/091
IV
editarEn casa propia vivía Casado, la cual era de las mejores de la calle de los Alfileritos, antigua, con el escudo de cinco estrellas, emblema del cardenal Fonseca, a cuya familia perteneció, habiendo pasado después a ser propiedad de la hermandad del Refugio, que no era otra que la Ronda de pan y huevo.
Nada de particular tenía el patio, de columnas de granito en los cuatro lados. Los evónymus, plantados en enormes macetas rojas como tinajas habían adquirido extraordinario desarrollo: eran verdaderos árboles que elevaban hasta el piso alto sus copas de perenne verdor.
Al entrar de visita, Ángel se pasmó de la longitud de la sala en que le recibieron, pieza que podía competir en dimensiones, si no en ornato, con la Sala Capitular de la Catedral. Las puertas vidrieras que en las cabeceras comunicaban por un lado con el gabinete y alcoba de Casado, por otro con el comedor, eran monumentales, de arco ondulado a estilo de cornucopia, y pintadas de azul. Sus vidrios cortos y el plomo inseguro de las uniones hacían al abrir y cerrar, o cuando pasaba alguien, una especie de musiquilla semejante a la de un piano antiguo, de esos que llevan ya cincuenta o sesenta años sin que hieran sus cansadas teclas más que los chiquillos de tres generaciones. Las paredes de esta disforme cuadra se veían apenas, tan bien cubiertas estaban de objetos mil, por los cuales atónita se esparcía la vista, solicitada de tanto colorín y de tanto mamarracho heteróclito. No era nuevo para Guerra aquel ordenado desorden de cosas diversas, y vio en él la mano de una de esas mujeres hábiles y apañadoras que de todo sacan partido para engalanar su vivienda. Porque no existe cosa alguna de trabajillos manuales ni de habilidades monjiles o de colegio de señoritas, que allí careciese de representación. No faltaba ninguna casta de perritos bordados, ni modelo alguno de marcos para estampas y fotografías, pues los había de paja, de papel cañamazo, de flores de cuero, de talco, de conchitas, de hilillos de vidrio, de cañas, de ramitas de ciprés, de obleas, de peluche y de cuentas ensartadas en alambre. La cantidad de retratos era tal, que con ellos se podía formar un pueblo. Ángel se entretuvo un rato mirando las cartulinas descoloridas o flamantes, grupos de familia, señoras gordas, señoritas flacas, cadetes novios, grupos de niños, criaturas muertas, curas, militares, toda una sociedad, toda una generación, en esas posturas que jamás toman las personas en la realidad. La vista se extraviaba entre tanta baratija, pues todos los espacios, encima y debajo de los muebles, hallábanse ocupados por muñecos mil, frágiles y grotescos, figurillas de nacimiento, y entre ellos, arrimados con cierto arte a los objetos de bulto, cromos pegadizos de los que dan de premio en los colegios, o de los que visten las pastillas de chocolate. Por aprovechar todo, la mano allegadora de la diosa que en aquel recinto imperaba, había colocado también allí, adhiriéndolos a la parte inferior de los fanales que tapaban floreros, envolturas de cajetillas habanas, de esas que ostentan la fábrica de cigarros o un vapor pasando por delante del Morro. Hasta las cubiertas de los librillos de papel de fumar tenían allí su puesto.
Pues digo; si se fueran a examinar una por una las cajitas de cartón, no se acabaría en media semana, pues las había de cuantas clases ha imaginado la industria tenderil, de dulces, de pastillas para la tos, de jabones finos, de paquetes de polvos, todas colocadas buscando la simetría en tamaños y colores. Los caracolitos de diversa forma, los tarros de pomada con el retrato de la emperatriz Eugenia, las tazas sueltas de juegos de té, los palilleros sin palillos, las vajillas de muñecas, los pitos de feria, no se podían contar. De lo que Guerra se admiraba más era de que todo aquel sin fin de cachivaches estuviese limpio de polvo, todo perfectamente ordenado y dispuesto, señal de que existía una persona exclusivamente consagrada a cuidarlos. Sobre las láminas, que eran la historia de Moisés, de lo más malo que en el género de estampas se conoce, con marcos de caoba, lucían algunos penachos blancos, de esa espiga que llaman cinerea, y por aquí y allí colgaban cintajos y lazos que fueron moños de guitarras o panderetas. El sofá y los sillones no podían en rigor carecer de los antimacasares de rosetas de crochet, blancos con motita roja en el centro, y había un almohadón que semejaba un puerco-espín con picos de lanilla de todos colores. Ni faltaba tampoco la alfombra casera, de pedacitos, ni el gorrete tapando el tubo de la lámpara de petróleo, jamás encendida, ni la canastilla de flores de trapo colgada del techo y con funda de tul verde. De antigüedades sólo había un fragmento de bajo relieve en madera estofada, que debía de ser de algún retablo, con una cabeza como de sayón, con turbante, cara grotesca enseñando la lengua, y la mitad de otra cara. Cubría el pavimento de la vasta pieza alfombra de fieltro, flamante, bien cuidada. Cuando no había visita, las pesadas maderas de las dos ventanas se entornaban para que no entrase la luz solar a comerse los colorines de la estampada alfombra; y en el centro, frente al sofá, campeaba un brasero de copa, que por lo limpio brillaba como el oro, y nunca tuvo lumbre. Pero se quería obtener con él sin duda un efecto de calefacción moral, porque las visitas sólo con mirarlo se iban consolando del frío de la sala, aun en la estación más rigurosa.
Más interesante que aquel templo de las baratijas era la divinidad, llamémosla así, que en él moraba, Felisita Casado, viuda de Fraile, hermana del cura, la cual apareció en la sala antes de que Ángel tuviese tiempo de examinarla toda. Era de bastante más edad que su hermano, y habría pasado por su madre si en la fealdad se le pareciese. Pero no: tenía Felisita mucho mejor lámina que el clérigo, y en su rostro, más bien envejecido que viejo, algo había que daba fe y testimonio de no haber espantado a la gente. Ni asomos de presunción quedaban en ella, y se presentó con el busto cruzado por una toquilla obscura, falda de hábito del Carmen con cordón, zapatos de orillo y mitones color de tabaco. Su cuerpo se encorvaba ligeramente como si padeciese un dolor de cintura, y su cabeza no se mantenía bien derecha. Recibió a Guerra con agrado, diciéndole que su hermano no podía tardar, que le esperase. Mirábale con cierto recelo, como si temiera que al sentarse le chafara el cojín de picos, o le ensuciara la alfombrita con el fango pegado a las botas. Quizás por no ver profanado su santuario, en el cual, abierto el balcón para la visita, entraba un sol descarado que se iba a comer los colores de la alfombra, invitó a Guerra a pasar al comedor. «Usted es de confianza -le dijo-, y estará mejor y más a gusto aquí».
Antes de que Ángel pasara al comedor, Felisita entornó las maderas, expulsando al sol con un gesto tiránico y de pocos amigos. ¡Bonita se pondría la alfombra, y todo, Señor, todo, con aquella luz que entraba tan atrevidamente a curiosear en la sala! En el comedor ya podía colarse de rondón, porque el piso estaba cubierto de estera de empleita ordinaria, amarilla y roja, formando algo como las barras de Aragón, y aunque las paredes y el aparador igualaban a la sala en lujo de chucherías, éstas no eran tan selectas como las otras. Dos señoras bastante entradas en años, amigas de la viuda, se congregaban junto a un brasero, no simbólico como el de la sala, sino lleno de cisco bien pasado. El comedor tenía cierro de cristales a la calle, con dos jaulas de codornices y una de jilguero o verderón. El gato hermosísimo, gordo, manso, perezoso, de color cenizo y ojos de topacio, se amodorraba sobre el sofá de Vitoria con cojinetes de percalina encarnada.
Atendía Felisita al visitante, sin olvidar a sus dos amigas, y mientras le hablaba para entretenerle, no podía dejar de pensar que los paños de crochet de los sillones de la sala se habían torcido con la visita; que uno de ellos, pegándose a la espalda del Sr. de Guerra, al levantarse éste, se había caído al suelo, y que la alfombrita de pedazos quedó con la punta doblada y con algunas impresiones de barro sobre sus inmaculados colorines. ¡Vaya que tener las cosas tan bien arregladitas, y pasarse la vida cuidándolo todo, para que lo desarregle y lo ensucie el primero que viene de la calle! ¡Qué vida esta, Señor, tan miserable y angustiosa!
Pero nada de estas quemazones internas dejaba traslucir Felisita conversando con Ángel, y en tono gangoso y con los más comunes y manoseados conceptos hablábale del frío extremado de aquel año, de las funciones de la Catedral y de la subida del pan. La buena señora compartía su vida entre dos afanes: consistía el primero en madrugar y ser de las primeras que aguardaban, en la Puerta Llana, a que Mariano el campanero abriese la Catedral, y de allí no salía hasta después de misa mayor, para volver por la tarde a vísperas. El resto del tiempo consumíalo el afán de arreglar su casa y tener bien limpio todo aquel matalotaje, cada cosa en su sitio. Y tan a pechos tomaba estos dos órdenes de ocupaciones, que por cualquier falta o contratiempo que en una u otra ocurriera se ponía mala. Lo mismo le daba el mal de corazón o la dispepsia flatulenta cuando alguien le ensuciaba la sala o le descomponía sus altaritos, que cuando al señor Deán le dolían las muelas y no podía asistir al Coro, o cuando Palomeque, por ser un tumbón muy amigo de su comodidad, dejaba de decir la primera misa del Sagrario. La vida de Felisita era un continuo sufrir. Tres días horribles de flato y acideces y rescoldera de estómago pasó una vez por que al pertiguero D. Lucio de la Rosa se le cayó la peluca en una festividad solemne. La distribución de su tiempo y de su atención entre estas dos esferas de actividad variaba según las ausencias y presencias de su hermano. Hallándose Juan en Toledo, acortaba la señora por el lado eclesiástico, aumentando por el doméstico, y al revés cuando el clérigo se iba a Cabañas. Eran en sus gustos y aficiones tan contrarios, que Felisita detestaba el campo, y por nada de este mundo habría acompañado al clérigo en sus excursiones fuera de la ciudad natal. Las hermosuras de la Naturaleza eran para ella como caracteres de un idioma desconocido. Su verdadero campo era la Catedral, y el ambiente más regalado el que a incienso y cera trascendía. ¿Qué árboles más bonitos que los haces de columnas que sostienen las bóvedas, ni qué cielo más hermoso que éstas? ¿Qué pajarillos más canoros que el flauteado del órgano? ¿Qué mugido de buey igualaba a la voz de Fabián? ¿Ni cómo habían de compararse las faenas de la recolección con una fiesta doble de primera? ¡Cuánto más simpáticos los canónigos, salmistas, pertigueros y monagos que toda la caterva de mozos de labranza, peones, gañanes y pastores, gente ruda, mal hablada, con aquellas manazas que parecen pezuñas y aquellas greñas sin peinar... puf...!
Su continua presencia en la Catedral durante luengos años habíale dado un saber litúrgico que ya quisieran para sí muchos clérigos. Sin haber hojeado nunca la cartilla de la diócesis, se sabía el color de las vestiduras para todos los días del año, y en cuanto al complejo ceremonial de las dominicas de Adviento, y desde Septuagésima a Resurrección, podría dar quince y raya al propio maestro de ceremonias. Conocía la serie de arzobispos desde D. Gil de Albornoz para acá, sin que se le perdiera uno en la cuenta, llamándolos el señor Tal, el señor Cual, y su hermano le consultaba más de una vez, por no tener tan bien ordenados los catálogos de su memoria.
Cuando Juanito estaba en el campo, la viuda de Fraile y su criada, una chiquilla sagreña, vestida de estameña de Madridejos y pañuelo de talle de los llamados del zurriago, figurilla parecida a las de nacimiento, se mantenían con muy poco. Un diario de cinco o seis reales les bastaba. Hallábase entonces Felisita en sus glorias, porque en la cocina no había nada que hacer, no venían visitas a revolver la sala, y todo estaba limpio, ordenado, cerradito. Podía eternizarse en la Catedral sin limitación de tiempo, hasta que bajaba el campanero con las llaves y el perro para cerrar la Puerta Llana.
Menos tiempo del empleado en dar a conocer a Felisita tardó en llegar D. Juan, quiero decir, que se apareció en ocasión que corresponde a la mitad de las referencias que acaban de leerse: al concluir éstas, ya el catecúmeno y el sacerdote se habían ido al cuarto de este, pasando por la sala, y allá estaban metidos en substanciosa conversación, de la cual algo, desde fuera, al través de los frágiles vidrios, se traslucía.