Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo I – El hombre nuevo

de Benito Pérez Galdós


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Era la viuda de Fraile gran madrugadora. Al toque de alba (doce solemnes campanadas que da Mariano poco antes de romper el día, y que se oyen de toda la ciudad), saltaba de su lecho y presurosa se vestía. En ayunas salía de casa, y arrebujada en su mantón color de papel de estraza, con zapatos de patio grueso y mitones obscuros, emprendía la marcha hacia la Catedral, por el jardinillo de los Postes y el Nuncio Viejo, comúnmente sin encontrar un alma. Ya los pájaros piaban saltando de rama en rama en las acacias de la plazuela de San Nicolás. La luz de la aurora, tímida y soñolienta, principiaba a dar vida y color a las partes altas de la ciudad; las sombras de las calles se atenuaban; oíanse cantos de codornices y algún esquilón de convento lejano, cuyo sonido parecía temblar de frío, como la mano de la monja que desde el coro tiraba de la cuerda. En las boca-calles refilaban corrientes de aire glacial, cortantes como espadas de la tierra. Aún no se oían los pregones del lechero y carbonero, ni el trote vivo de los caballos en que se reparte el pan a domicilio.

Llegaba Felisita a la Puerta Llana antes que las otras abonadas, a excepción de una de ellas, ciega, que debía de ir a media noche, pues la más madrugadora siempre la encontraba allí, hecha un ovillo junto a la vera. No tardaba en comparecer doña Mauricia, la tía de los dos capellancitos mozárabes, Úrsula Morote y otras beatas más o menos viudas, con quienes la de Fraile conversaba un ratito, echando pestes contra Mariano por su tardanza en abrir. Llegaba también un viejo con trazas de obrero inválido, capa raída de raja parda color de regaliz, calzón azul manchado de yeso, y montera o boina de lo más traído. Éste y otro de igual empaque eran candidatos a apóstoles, es decir, que habían puesto en juego sus influencias para figurar en el lavatorio del próximo Jueves Santo. Felisita les apoyaba con toda su privanza sacristanesca y capitular; pero se temía que vencieran otros pretendientes con mejores aldabas. Luego aparecía el monaguillo que ayudaba la misa del Santo, y al poco rato otros que para entrar en calor se ponían a jugar a la pelota contra el muro de la Catedral. Abríase la confitería de enfrente, y un señor arreglaba en el escaparate las bandejas de yemas y bizcochos.

La conversación de los fieles cristianos versaba sobre cosas pertinentes al objeto que allí les llevaba. «Hoy no nos dice la misa D. Julián, porque está de semana...» «Pues la del Cristo tendido la dice hoy el Sr. Luque, por que el Sr. Cascajares sigue fastidiado con sus dolores de estómago, y el médico le ha prohibido coger los fríos de la mañana...» «Don Francisco la dice hoy, pero no en San Ildefonso, sino en el altar de la Señora... » «¡Pero cómo se le pegan las sábanas a este Mariano! No tardarán las seis». El reloj confirmó esta opinión cantando por todo lo alto las seis, a punto que asomaba por el extremo occidental de la calle, como viniendo de San Justo, el canónigo Sr. Luque, tapándose boca y nariz con el manteo, y antes de llegarse a la Catedral se metió un momento en la confitería. No tardó en recalar por el Pozo Amargo don Francisco Mancebo, también embozado hasta los ojos, mejor dicho, hasta las vidrieras, que aquel día estaban de servicio. Oyose por fin el áspero chirrido de la llave con que María no abría, y fue saludado con un murmullo de satisfacción, como el que suena en los teatros cuando dan gas. La pesada puerta, se abrió despacio, y apareció el campanero, de capa, con un gorro negro calado hasta el pescuezo, y el manojo de llaves en la mano. Mientras abría la verja, las personas que esperaban le recriminaron por su tardanza, y él les gruñía, menos amable que su perro Leal, negro y de hermosa estampa, el cual salió brincando, dejándose acariciar de las beatas y olfateando a todos, dueñas y monaguillos. Precipitose dentro el grupo impaciente, y Mariano, seguido del perro, corrió hacia el otro lado de la iglesia para abrir las puertas de la Feria y las dos del Claustro.

Los feligreses madrugadores se esparcieron por las naves solitarias, frías, obscuras aún, anegadas en una penumbra suave que atenuaba los ángulos, profundizaba las concavidades y estiraba los haces de columnas. La luz matutina se introducía por lo más alto, y las ventanas orientales del crucero eran las primeras que se teñían de vivos colores, proyectando tonos naranjados sobre los segmentos de las bóvedas. La sombra se iba contrayendo hacia abajo, cortada duramente por las claridades azules que penetraban, al abrir y cerrar las hojas de los canceles. Las lamparitas de la Capilla Mayor y del Sagrario, lucían como lejanísimas estrellas, moteadas sobre las masas confusas de arquitectura, que a cada instante se iban desnudando irás de la sombra que las envolvía. Pocos minutos después de abierta la iglesia, salía la primera misa, que en tiempo frío se celebra en Reyes Nuevos, como el lugar más abrigado de la Catedral. Felisita y sus protegidos los presuntos apóstoles, algunas veces Teresa Pantoja, la oían, y ésta y la viuda de Fraile solían comulgar después de ella.

No pocas veces fue también D. Ángel, y una de las mañanas más frías de Marzo, cuando Felisita embocó a la Puerta Llana media hora antes de abrir, le encontró allí hablando con la ciega, que era la primera que llegaba. Saludáronse, y charlaron de cosas pertinentes al ramo de misas matutinas. Al entrar, propúsose ella no perderle de vista; pero por más que ojeó, no le fue fácil seguirle dentro de la vastísima cavidad del templo. En Reyes Nuevos no estaba, y mientras oía su misa, la Casado se devanaba los sesos calculando si D. Ángel oiría la del padre Mancebo en la capilla de San Ildefonso, o la de D. Julián en el Sagrario. Esto la desazonaba, porque ¿no era más natural que oyese las misas que a ella se lo antojara designarle? «Nada, Señor, que estos hombres convertidos no saben lo que se pescan». Grandes zozobras turbaban su espíritu, produciéndole, como fenómeno reflejo, dispepsia flatulenta y una molestísima opresión del epigastro. Las causas de su mal eran muy complejas: que D. Ángel no hacía las cosas a gusto de ella; que a la sobrina del canónigo Tesorero se le habían enconado los sabañones, y que se susurraba que aquel año no daría el Gobierno los ocho mil reales para el Monumento. Así se lo dijo un vara de plata, añadiendo otras noticias lastimosas, a saber: que las monjas de San Juan de la Penitencia, al arreglar las planetas moradas que debían usarse el Domingo de Ramos, las habían dejado cortas, y los señores canónigos y beneficiados no querían ponérselas ni a tiros.

¡Cuánto chismorreó la viuda de Fraile aquellos días, los de la primera y segunda semana de Cuaresma, ya en la tertulia de Mariano el campanero, ya en los corrillos que se formaban a la salida de la santa iglesia, en los cuales solía meter baza Teresa Pantoja, y algunas veces también D. Francisco Mancebo! Baste decir que allí se comentaron sucesos diferentes relacionados con lo que aquí se va contando; algo se dijo de la profesión de Leré, verificada sin ningún aparato en el Socorro, con asistencia tan sólo de Guerra, los de Mancebo y los de Suárez, comenzando la nueva hermanita, desde el siguiente día, a prestar el servicio de enfermera en las casas que lo solicitaban. Algo se habló también de la prosperidad del Socorro con el dinero de tantísima limosna, mientras perecían las pobres monjas de los monasterios de clausura. (Grandísima pena de Felisita, con bolo histérico, pirosis y titilación del párpado derecho), y de paso se dijo que el Sr. de Guerra tenía encantados a sus maestros por la inteligencia y aplicación que desplegaba. Mas era un hombre que no se sometía enteramente, y algo traía entre ceja y ceja. Mancebo no supo disimular bien la dentera que le causaba el verle en manos de D. Juan Casado.

A los graves motivos de pena que hacían infeliz a la viuda, debía unirse pronto otro de los más terribles. Fue a su casa, y ¡oh sorpresa dolorosa! su hermano y D. Ángel habían tomado la sala por suya, y se paseaban en ella de largo a largo como si fuera el Miradero o la alameda de Merchán. ¡Pero qué insolencia y qué desparpajo y qué falta de respeto al sagrado de una sala tan bien puesta! Acechando desde la puerta vidriera del comedor, vio que no sólo había osado el intruso abrir de par en par las maderas, sino que con los pisotones que daba había convertido la alfombrita en un guiñapo; los paños de crochet yacían arrugados en el suelo, revueltos con papeles rotos. Felisita ¡ay! observó aquellos estragos con amargura hondísima, considerando las pruebas horribles a que somete nuestro Padre Omnipotente a las criaturas. ¡Que vivamos para ver tales cosas! ¡Que de ningún modo que miremos el mundo deja de presentársenos como un valle de amargura, duelo y tristeza!

¿Y qué demonios trataban? ¿No podían platicar en el cuarto de Juan? ¿Acaso el asunto exigía las amplitudes de la sala, para manotear como molinos de viento? ¿No se podía discutir todo lo divino y lo humano sin arrojar colillas sobre una alfombra riquísima, de a veinte y dos reales la vara, y que se conservaba como el día que salió de la tienda, con sus llores tan preciosas y frescas como las flores de verdad? Vaya, vaya, todo aquel exterminio, y las voces que uno y otro daban, a manera de estudiantones en casa de huéspedes de a seis reales, eran porque D. Ángel sostenía... que... Pero la cólera no permitió a la viuda enterarse. Hubiera entrado con un zorro y les habría echado de allí a zurriagazos para que se fueran con sus teologías a otra parte, y despotricaran todo lo que quisieran en mitad de un corral.



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