Ángel Guerra/116
XII
editarSeñalan las crónicas al llegar a este punto dos hechos de suma importancia. Primero: que comió el señor de Guadalupe y Turleque con buen apetito. Segundo: que Jusepa le dio bastante mal de almorzar, guardando los bocados mejores para quien ella sabría. Iba llenando con ellos un cesto, en el rincón de su alacena, hasta que llegaba la hora de tomar soleta hacia la Degollada. La circunstancia de andar por allí bastantes jornaleros sacando piedra, amén de los que trabajaban en la explanación, favorecía de una parte las escapatorias de la villana, y de otra ponía en grandísimo peligro al majo madrileño, pues no era fácil que con el continuo pasar de gente pudiese guardar el acónito, como decía Jusepa. Pero de tal modo se habían despertado las facultades de ésta, juntamente con su energía afectiva, que discurrió los arbitrios más ingeniosos para rodear al D. Álvaro de las mayores seguridades posibles. Consiguió disfrazarle hábilmente con algunas prendas de su marido y otras que trajo de Toledo, y el galán pudo espaciarse un poco de noche, y aún de mañana, evitando el pasar por Guadalupe. En una de éstas, el perseguido caballero se fue a la ciudad, y contra lo que Jusepa esperaba no volvió ni aquel día, ni al siguiente, ni al otro. Desesperación y amargura de la loba, que a todas las ánimas habidas y por haber invocaba, y creyó firmemente que debía ir a hacerles compañía en el Purgatorio.
Por fin, en la noche del quinto día, volvió a presentarse el majo en su escondite, y cuando ella le vio, a punto estuvo de perder el sentido. Allá se traía el tal mil historias que atropelladamente contó a su amante para justificar tan larga ausencia: Que en Toledo se había encontrado a unos parientes que le brindaron protección; pero no fiándose de ellos, pues deseaban su muerte para heredarle, renunció al albergue que le ofrecían. Que el amigo que debió venir de Madrid con el dinero no había parecido aún, por lo cual era forzoso esperarle unos días más. Su plan era, en cuanto llegase el amigo con los santos cuartos, salir pitando para Portugal a uña de caballo. Y juraba por sus ilustres antecesores que no daría un solo paso en el camino de su salvación, si ella, su angelote redentor, mil veces bendito, no le seguía. Hecha un puro arrope manchego y babeándose toda de satisfacción, Jusepa contestaba, como persona de conciencia, que de buen grado le seguiría si no fuera por el aquel de ser mujer casada. ¡Qué diría su familia; qué la comarca cigarralesca; qué Toledo, donde tanta gente la conocía; qué, en suma, todito el orbe católico!
Acalló tales escrúpulos el galán con fingidos arrebatos amorosos y con razones que acabaron de hacer perder el juicio a la ya dislocada Jusepa. En cuantito que él se pusiera en salvo, estableciéndose en las Alemanias, en los Estados Unidos de Nápoles, o quizás a la parte Norte de las islas del continente de los Países Bajos, recobraría la recopilación de su personalidad, sin miedo ninguno a la justicia; y ¿a que no saben ustedes lo primero que haría? Pues escribir una carta al reverendo Papa para que, a vuelta de correo, le despachase el divorcio de su adorada. Eso es, y hágote soltera. En seguida le daría su mano, y si la familia de él no lo miraba con buenos ojos por ser su ángel un poco a la pata la llana, él se pasaría la familia por las narices. Además, al tiempo de casarse reclamaría el título de Barón que un tío suyo le usurpaba contra todo fuero, y hágote Baronesa. Parece que estas bolas de tan grosera calidad no habían de ser creídas por ninguna persona de mediano entendimiento, ni aún en las zonas más apartadas de la realidad social. Pues el tragadero de la loba hallábase dispuesto a pasar ruedas de molino aún mucho mayores, si el peine aquel hubiera querido administrárselas. Más atrevida en cada etapa de su aventura, llegó a concebir la temeraria idea de albergar al zorro majo en la propia casa de Guadalupe. Para esto era menester aguardar circunstancias favorables: que su tío Cornejo se quedase algunas noches en la choza de las canteras, y que el amo se fuera por algunos días a dormir a su casa de la calle del Locum, aunque en rigor la presencia del amo no estorbaba absolutamente, pues el buen hombre hallábase tan ido de la cabeza con aquellas gaitas de la religión, que era facilísimo burlarle y hacerle ver lo blanco negro.
Jusepa se equivocaba, pues si el señor de Guadalupe se corría un poco más allá de la realidad en la percepción de ciertos fenómenos relacionados con la vida espiritual, en todo lo referente al orden de su casa y a los trabajos constructivos, solía mostrar un tino y penetración admirables. La prueba de esto la tuvo la propia Jusepa una tarde en que su amo, viendo lo mal que le servía, díjole con bondad: «Jusepa, a ti te pasa algo. Tú no eres la mujer de antes. Haces mal en tener secretos conmigo. Tú no riges bien de la cabeza, señal de que andas mal del corazón. Tú te compones, te acicalas, te distraes, y zancajeas por ahí más de lo que acostumbrabas».
Púsose todo lo encarnada que podía, pues su piel de vejiga mantecosa era más sensible al lustre del sudor que a los arreboles de la vergüenza, y balbució algunas excusas y explicaciones. Tentada estuvo después de arrancarse a una confesión total con D. Ángel, pero no se determinó a ello, por temor de disgustar al otro. ¡Lástima no contar con el amo, que era tan bueno, tan generoso, y seguramente estimaría en mucho las buenas partes del D. Álvaro, y le ampararía como caballero cristiano, poniéndole a salvo de los del tricornio!
Por sabido se calla que Guerra volvió puntualmente a la guardia en casa de Zacarías. Una mañana le sorprendió Mancebo, corriendo a encontrarle con expresiones y gestos de alegría. «Señor, señor, milagro tenemos».
-Qué... qué ocurre? (Con viveza.)
-Milagro precisamente no; pero... He querido decir maná... Vamos, que ha empezado a caernos hoy por la mañana, y como siga, pronto será benéfica lluvia.
-¿No lo decía yo, D. Francisco? Para que aprenda a tener fe.
-Pues hoy me fui a la botica de Zapatero con ánimo de pagarle todas las medicinas que se han traído desde que empezamos a trabajar aquí, y... ¿qué creerá usted? Sale el propio D. Pedro Zapatero y me dice que no es nada. Pues señor, bueno... A este paso... Dice que siendo para obras de caridad y para cosa dispuesta por usted no cobra; que el también tiene su aquel de hombre pío, y que patatín y que patatán.
-A ese Zapatero le hice yo un favor en Madrid años ha. Tenía un hijo enfermo, que estudiaba farmacia, y yo... Pero me callo, que las buenas obras piden olvido.
-Pues hay más, mi querido patrón, señor D. Ángel. Hoy está de Dios que sea día de maná. Me paso por casa de los Illanes y... oiga usted este golpe. Después de hablarme con entusiasmo de usted, Gaspar me dice que pone a nuestra disposición unos sacos de judías... Yo me figuro que estarán algo picadas... pero de todos modos se agradece, ¿no es verdad que se agradece?
-Ya lo creo. Picadas o no, dígale que se estima muchísimo su donativo. Reciba usted todo lo que le ofrezcan, aunque sea un trapo viejo, un alfiler o un grano de arroz.
-Bien, bien, superlativo. Y ahora, para saber si están picadas o no están picadas las tales judías, (con oficiosidad, haciendo gancho con el dedo índice en torno de la nariz.) se me ha ocurrido una idea sumamente ingeniosa. Que me mande uno de los sacos a casa, y allí probaremos el género, y según como resulte, así se destinará a estas bocas o a aquellas bocas.
-Perfectamente. Pruébelas usted, y si le convienen, puede continuar la cata hasta que se acaben.
-No tanto, si bien tenemos un monstruo en casa que daría cuenta de ellas, aunque estuvieran más picadas que el alma de Judas... Magnífico. Yo creo, salvo el parecer de usted, que no sería malo que hablaran de esto los papeles públicos, pues así correría la voz del bien que estamos haciendo, y se animarían muchos a darnos maná. Pepito Illán, que plumea bien, pondría la noticia.
-No, no, no... Déjese de papeles y de bombos ridículos. Lo repruebo rotundamente. Esto no es una empresa. La miseria y el dolor no necesitan avisos para cundir hasta nosotros. La piedad tampoco necesita las alas del reclamo para venir volando en nuestra ayuda.
Diose por convencido Mancebo, y en aquel punto entró el médico, que cada día se maravillaba más de lo bien que iban cicatrizando las terribles heridas de la enferma. Atribuíalo a su buena encarnadura, y a la eficacia y puntualidad con que se la cuidaba. Aseguró que en los hospitales rara vez se obtienen tan excelentes y prontos resultados, y que en toda su carrera clínica no había visto un caso semejante.
«Empezamos con pie derecho -dijo Guerra meditabundo-. Dios bendice nuestros primeros pasos. Adelante pues.
La vecina que se prestó a cuidar a María Antonia sin retribución alguna era una mujer dispuesta y agradable como pocas, alma expansiva, corazón puro, joya obscurecida y olvidada, como otras mil, enmedio de la tosquedad de las muchedumbres populares. Sentíase Guerra humillado por aquella mujer que practicaba la caridad sin ninguna petulancia, que se sacrificaba por sus semejantes sin dar importancia al sacrificio, que era buena sin decirlo y hasta sin saberlo, y como el botánico que encuentra una bonita y rara flor entre las breñas, y la corta para clasificarla, sometiola al siguiente interrogatorio:
-¿Usted quién es? ¿Cuál es su gracia?
-Soy, señor, sin gracia ninguna, Gumersinda Díaz, natural de Tembleque, y mi marido es albañil.
-¿Cuánto gana?
Ahora nada, señor, porque hay parálisis de obras. Pero cuando trabaja, trae nueve reales.
-Que vaya a Guadalupe, si se contenta con un jornal de peón; y cuando empiecen las obras, su medio duro no hay quien se lo quite. ¿Y cuántos hijos tienen?
-Seis... con perdón... (Cortada.) Pero... tengo que decirle una cosa... con desengaño, señor... porque no cuaja en mi natural la mentira. Monifacio y yo no somos mismamente casados. Vivimos así... pues.
-Amancebados es el nombre.
-Queremos casarnos por la Iglesia; pero el sacar los papeles y el tanto más cuanto de la Vicaría nos imposibilita, porque viceversa no tenemos dinero. Unas señoras que hablan para casar a los que viven con familia, le dijeron a una servidora que nos traerían los papeles y toda la incumbencia para las bendiciones; pero no han vuelto a parecer.
-Pues yo pago papeles, incumbencias y bendiciones. ¡Hala! a casarse tocan. Claro está que lo mismo les protejo casados que solteros. Es igual... Pero no está mal ponerse en regla. D. Francisco, ocúpese de arreglar esto. Tome nota... Calle y número de la casa. Pronto... y cuidado con los olvidos.
No se hizo de rogar Mancebo para salir en seguimiento de aquella nueva necesidad, por que más le gustaba esparcirse de calle en calle que estar allí oliendo ungüentos y escuchando quejidos. «A mí -decía-, que no me saquen de mi administración y del negocio callejero, olfateando dónde hay necesidades y procurando que todo se haga con buena economía. Trabajo por caridad, pues a todas estas, ¿qué voy yo ganando? Un triste saco de judías picadas. Y contento, eso sí. Por Dios y por el prójimo se despeña uno y se rompe la cintura... máxime cuando a la postre algo me ha de tocar; que también en mi casa hay apuros y escaseces, ¡zapa! también tengo alla cuadros bien lastimosos. Pues qué, ¿mis once bocas son bocas de ángeles? Y mi monstruo, ¿es por ventura el vellocino de oro? Yo, bien lo sabe Dios que ve mi conciencia y mis manos, no he de tomar ni un real de todo este numerario que manejo. Nada se me ha de pegar... pero tenga presente el D. Ángel este tan levantisco de mollera, que también nosotros somos de Dios, que Roque no lo gana, que los chicos parece que tienen dientes en los pies según se comen el calzado, y en fin... ya que no cobro sueldo ni tanto por ciento, no estaría de más que se pusiera en la lista mi propia casa. Ya sabemos lo que dijo el Apóstol: El que bien administra, adquiere el premio de la gloria. Bien ganado me lo tengo ya. Pero no olvidemos que también dicen las Escrituras: Repártase conforme a lo que cada uno necesite... Justicia, Sr. D. Ángel, equidad... y cuerda para todos».