Ángel Guerra/124
II
editarAl siguiente extrañó Guerra no ver a don Pito por ninguna parte. Dijéronle que había dormido en Turleque, y recelando que engolfado en su feo vicio se hallaba, corriendo un temporal duro, fue allá con ánimo de exhortarle, no a la templanza, cosa imposible, sino a emborracharse decorosamente, pues eran ejemplo muy feo en Turleque aquellas turcas hondas, monumentales, empalmando el día con la noche. D. Eleuterio le dio noticias del infeliz capitán, que vagaba por las espesuras hecho una lástima, a ratos como lelo, a ratos dando brincos, y sin acertar a decir más que una sola frase, esto es, que él era el padre de la Naturaleza.
Por la tarde se fue el señor a Toledo, y al volver, ya de noche, vio a Fausto paseándose por los alrededores de Guadalupe. No se hablaron. En el aposento de arriba, despacho o saleta de estudio comunicada con la alcoba, hallábase Arístides, que no salía, temeroso de que le viesen, y al entrar Guerra le dijo: «Me avergüenza el estar inactivo entre tanta actividad, querido Ángel, y no poder serte útil en algo. ¿No podrías encargarme algún trabajo de gabinete?... pues ya sabes que yo no sirvo para cargar piedras.
-Ya veremos -le contestó Ángel-. Aún no has descansado. Tienes mala cara. Tú no estás bien.
-¿Qué he de estar bien? He pasado el día dormitando en este sofá, a veces tiritando de frío, a veces ardiendo en calor y sudando copiosamente. Creo que me he traído de aquel húmedo muladar de las Tenerías un germen de calentura maligna.
-¿Quieres que llamemos un médico?
-No... Quizás no sea nada. Más bien moral que física es tal vez mi enfermedad, y efecto de la tristeza que me agobia. Tanta humillación, y el no ver delante de mí más que miseria, deshonra y artes diabólicas para poder vivir, me abaten el ánimo y me hacen aborrecer la vida. Porque fíjate bien: ¿para qué estoy yo en el mundo? ¿Para qué vivo? ¿No valdría más para mí y para los demás que me llevara Dios?
-Fuera pensamientos tristes. Jusepa, luz. Entró la moza con un quinqué de petróleo, y entonces pudo Ángel observar las mustias facciones de su enemigo amigo, que postrado en el sofá clavaba en la verde pantalla los ojos soñolientos y enrojecidos. «Veamos ese pulso -díjole Guerra sentándose a su lado-. Pues mira, me parece que tienes fiebre, y un poquito alta.
-No diré que no. Siento ahora mucho calor. Los párpados se me cierran como con puertas de plomo, y no respiro con facilidad.
-Duerme bien esta noche, y mañana... si no estás bien, haré venir a D. Acisclo. No temas; es de toda mi confianza.
-Bien; pero esta noche no consiento en ocupar tu cama. Tamaña generosidad me abruma. No me avergüences más de lo que ya lo estoy. No me pongas ante los ojos de una manera tan patente lo pequeño y miserable que soy junto a ti.
-Esta noche dormirás también en mi cama -replicó el señor de Guadalupe en tono imperioso, que no permitía réplica-. Lo mando yo. Si me respetas, como dices, principia por no disgustarme.
-Pero si dermo perfectamente aquí. Conque me des una manta...
-Que no. Basta. Ahora cenaremos. Que Jusepa nos traiga la cena aquí; (Despejando la mesa de planos, libros y papeles.) y que suba Fausto a cenar con nosotros.
Hízose todo como él mandaba, y puso la villana los manteles; mas el segundo Babel se resistió a subir, porque le daba vergüenza, según Jusepa dijo. Fue preciso que el mismo caballero cristiano bajara y lo trajera casi por una oreja, para vencer su cortedad auténtica o fingida. Menos flexible que su hermano, Fausto no encontraba en su menguado repertorio ninguna fórmula de gratitud. La blusa de albañil le caía muy bien, y no se clareaba en él el disfraz como en el refinado barón de Lancaster, que mientras más se empeñaba en no ser caballero más lo parecía. Cohibido y balbuciente, el cojo no acertó a decir a su favorecedor las frases de ordenanza. Pero su turbación no le quitaba el apetito, y devoraba como si aquella fuese la primera vez que comía después de tres meses. Ángel, que cenaba muy poco, les sirvió a los dos sopa, un riquísimo cabrito en cazuela, y vino en abundancia. Arístides, desganado, no hacía más que picar, bebiendo medianamente.
-Anda, anda -dijo a su hermano-, que ahora no puedes quejarte. Bien te llenan el buche. Ya ves que bueno es este hombre, y qué lección nos da de olvidar los agravios.
-Verdad que sí -replicó el cojo-. Dichosos los ricos, que pueden ser buenos, y hasta santos siempre que les dé la gana! El pobre es esclavo de la maldad, y cuando quiere sacudirse la cadena, no puede.
-¿Qué barbaridades estás rezongando ahí? -le dijo Guerra-. Quisiera yo cogerte por mi cuenta para enseñarte a no mirar la pobreza como una maldición de Dios.
-Pues cógeme, ¡caracoles! ¿qué más quiero yo? Pues si yo tuviera un protector, ¡puñales! sería como los querubines... ¿Pero a mí quién me protege? Un rayo. Cuando uno se pone de uñas con la ley, ya es cosa perdida, y hasta las buenas intenciones se le vuelven crímenes, sin pensarlo tan siquiera.
-¡Bonita teoría! -observó Guerra bromeando-. Ahora, más que exponer tu sistema moral te hace falta descanso. Vete abajo, y que Jusepa te acomode donde solía dormir D. Pito, que según creo se ha instalado en Turleque. Duerme todo lo que puedas, y no temas nada.
Pareció Fausto muy agradecido de que se le despidiera, porque se hallaba violentísimo en presencia de su favorecedor, y no fue menester que se lo mandaran dos veces para tomar el portante, dando secamente las buenas noches. Cogió su grasienta gorra de albañil que había dejado sobre una silla, y se fue. No bien se quedaron solos Arístides y Guerra, éste ordenó al otro que se acostara. Nuevos escrúpulos y resistencias delicadas del barón, que al fin, por no marear con etiquetas y cumplimientos, obedeció, echándose vestido y arropándose con una manta. Al acostarse tiritaba, dando diente con diente; al poco rato la reacción febril le hacía sudar; su frente y manos eran de fuego. «Tengo calentura -dijo a Guerra, que le tomaba el pulso-; pero de ésta no caigo. Mañana estaré bien. El caso es que no siento necesidad de reposo, sino de lo contrario, de actividad, de movimiento. Me levantaría sin cuidado ninguno, y me iría de paseo por esos campos.
-No, no, quietud es lo que te conviene.
-¿Crees tú que esto que me pasa no es para impresionar al más indiferente? ¡Verme acogido por ti con tanta generosidad! ¡Presenciar este prodigio de misericordia humana, que es como si la divina se transplantara a la tierra! Bienaventurado Ángel, ¡ojalá pueda yo darte pronto alguna prueba evidente de gratitud!
-No la necesito. Pero si me la das, mejor para ti.
-No ceso de pensar en tu conducta. (Arropándose y volviendo a tiritar.) Estas casas que has fundado, las que fundarás de nueva planta, según dicen, tengo para mí que han de influir grandemente en la sociedad futura. Yo veo aquí algo que se sale de la pauta normal. El cristianismo tuyo paréceme a mí como un restablecimiento de la pura doctrina evangélica.
-Así es -afirmó Guerra pasmado de aquella interpretación que no esperaba de semejante boca.
-Favorecer al enemigo, perdonar todas las ofensas, tratar al criminal como a un hermano, son lecciones que la pobre humanidad iba olvidando y que tú refrescas en su memoria, ¡y de qué modo! con el más elocuente de los ejemplos.
-Yo cumplo el principio. Lo demás vendrá por sus pasos contados -manifestó fríamente el hidalgo de Guadalupe, queriendo ser modesto sin dejar de enaltecer su idea.
-Dime una cosa. (Hecho un lío en la manta, fijando en su favorecedor una mirada profunda.) ¿Es cierto que perdonas todas las ofensas?
-Cierto es.
-¿Todas, todas absolutamente? Dime otra cosa: ¿quién te inspiró esa idea de enderezar el cristianismo, que anda, bien lo sabe Dios, un poco torcido? ¿La aprendiste tú solo?
-Estás hecho un Padre Ripalda. ¿Quieres examinarme? (Sentándose junto al lecho.) ¿A qué ese flujo de preguntas?
-Es que despiertas mi curiosidad en grado sumo, y creo que acabarás por trastornarme. Tus ideas son seductoras y hacen prosélitos sin intentarlo.
-Mis ideas no son nuevas; interpreto y aplico la doctrina de Cristo, que hasta ahora es letra muerta en multitud de casos. Todo se reduce a muy poco, y explicación cabría, como vulgarmente se dice, en un librillo de papel de fumar. Anular la propia personalidad y no ver más que la del prójimo; no matar, no castigar, no defenderse; no alegar ningún derecho; hacer el bien a los demás y guardar el mal para sí; sucumbir siempre ante la ingratitud y la violencia. ¡Ya ves cuán sencillo! Tal sistema de conducta ha de producir, implantado bruscamente, algunas víctimas; pero la idea irá fructificando, y tras las víctimas vendrán los triunfadores. La perversidad concluirá por rendirse.
-¡Ay, da vértigo escucharte! Le llevas a uno con tu pensamiento a una altura desvanecedora, desde la cual todo se ve chico... ¿Crees tú que la perversidad se rendirá al fin? A fuerza de inmolar víctimas, tal vez. Ya, ya voy comprendiendo. La humildad suprema concluirá por traer el supremo poder.
-Vaya, basta. Temo excitarte. No te calientes la cabeza. A dormir se ha dicho.
-No tengo sueño (Acalorado, saliendo de entre la manta como una momia desvendada.) Dime otra cosa. He oído, y lo repito ante ti con todo miramiento, que esas ideas te las sugirió la hermanita del Socorro... esa a quien le tiemblan las pupilas. Me lo dijo no recuerdo quién. A mi hermana no hay quien le quite de la cabeza que entre ella y tú no ha sido todo misticismo... Habladurías de mujeres.
-No digas disparates. (Excitado.) Me estás ofendiendo, Arístides, ofendiéndome gravemente.
-Y tú me estás perdonando antes de recibirla ofensa. Yo te digo lo que oí; pero no pienso de ti nada malo. (Liándose otra vez en la manta.) Entiendo que esa transformación que ha de venir empezará por lo eclesiástico, y que la estupidez del celibato ha de pasar pronto a la historia. ¿Por qué no afrontas la reforma, rompiendo con la Iglesia, y casándote públicamente, según tu propio rito, con tu inspiradora, con la que es ya tu mística dama?
-Cállate la boca -dijo el fundador separándose de él y volviendo al instante-. No blasfemes, no me injuries...
-¡Bah! no me haces tú creer que te parece injuria lo que acabo de decirte. ¿Es que no me crees digno de confiarme tus pensamientos? Mira, (Incorporándose en el lecho, con temblor de enanos y castañeteo de dientes.) no disimules conmigo: yo también sé adivinar; yo sé que te tendrías por dichoso si pudieras anticiparte a la supresión del celibato, celebrando un lindo matrimonio con tu monja tierna. Basta de comedias conmigo. Lo que te detiene es la dificultad material para hacer efectivo tu deseo. ¡Inocente, pusilánime! ¿De qué te sirve tanta divina ciencia? No tienes más que disponer que vuelva la hermana a casa de Zacarías Navarro, y allí celebras tus bodas...
Ángel dio una vuelta sobre si cual si recibiera un golpe en la región encefálica, y fue a dar sobre la cama de Arístides. Rebotó de ella como una pelota, diciendo: «No seas animal, no pagues, mis beneficios con ideas infames.
-¿Pero qué?... (Echándose otra vez.) ¿Crees tú que ella no lo desea más que tú? Con tanta luz en la cabeza, desconoces la eterna condición femenina. Te adora como a su amigo espiritual, sueña contigo noche y día; pero todas esas efervescencias de la imaginación se traducen en el amor humano, en alianza dulcísima de vidas y sensaciones, por ley ineludible de la Naturaleza. Bien lo sabes tú; pero te lo disimulas a ti mismo, te engañas con artificios de inteligencia... Humanízate... En casa de Zacarías... podrás...
Guerra salió disparado hacia la otra habitación, y apoyó sus manos en la mesa, como si le abrumara un dolor muy vivo. Hallábase en situación moral semejante a la de aquella noche en que sintió sobre su pecho las patas del infernal macho. Terror de muerte llenaba su alma, y de la boca se le salían las mismas expresiones angustiosas de la noche de marras: «Huye, maldito, y no tientes al hijo de tu Dios». Arístides completó su pensamiento con expresiones groseras. Ángel, incapaz de reprimirse, corrió a él, le puso las manos en el pecho, le apretó contra el colchón, y rechinando los dientes le dijo: «Cállate o te...»
Arístides exhaló un mugido. «Déjame, bruto -pudo clamar al fin-. ¿No conoces que es broma?»