Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo VI – Final

de Benito Pérez Galdós


I editar

Confuso y trastornado salió D. Pito de Guadalupe una mañanita, trazando eses con su planta insegura, y encaminose al monte como alma que llevan los demonios. Y no era la desgracia de sus amores el único motivo de aquel singularísimo estado cerebral, sino otras cosas inauditas que le pasaban, fenómenos subjetivos, desórdenes del sistema nervioso y del órgano de la vista. «Razón tienen -pensaba-, los que dicen que el abuso del empinar ataca las potencias intelectuales, y hace un lío de toda esta mecánica que tenemos en la sesera. ¿Qué es lo que me pasa, Señor de los Ejércitos de mar y tierra, Virgen del Carmen saladísima, que desde anoche acá no hago más que ver visiones? ¿Será que me voy a morir? En mis mayores borrascas de ginebra o ron, siempre conservé claro el sentido; jamás vi lo blanco negro, ni me salieron fantasmas».

El caso fue que la noche antes, habiendo entrado en la cocina con una regular estiva de alcohol en su estómago, vio a dos hombres que le parecieron sus sobrinos Arístides y Fausto. El primero no era exactamente el mismo, sino una falsificación imperfecta, pues no tenía barba, y vestía de un modo muy estrambótico: el segundo sí que era pintiparado, con su patita coja y su cara de granuja. Quedose atónito al verles, y se echó en un banco donde solía descabezar las monas antes de acostarse a dormirlas. Entreabriendo los ojos, atisbaba a los dos sujetos, que tuvo por almas del otro mundo evocadas al calor de su propia substancia alcohólica. ¡Cosa más rara! Ellos le miraban también, tumbados sobre esteras en el rincón de enfrente, y se reían los muy... D. Pito sentía, comezón de hablarles para desvanecer su engaño; pero se le había puesto la lengua como un corcho, y no podía moverla. Dormido, decía: «No son, no son; y todo es obra de ese infernal Patillucas, que me tiene tirria... no sé por qué».

A la mañana siguiente, vio a Fausto dormido, junto a su camastro pajero... Tenía la cabeza más despejada, y pudo apreciar mejor los objetos reales. Era él, Fausto... ¿Cómo dudarlo, si viendo le estaba? Para cerciorarse, le tocó, y era materia, cuerpo, ropa, no espectro ni vana ilusión de la retina. ¡Yemas! ¡Cuernos sacros del tío Carando pastelero! No podía ser, no podía ser. ¡Fausto allí! Y Arístides, ¿dónde estaba? ¿Serían ellos realmente? ¡Los Babeles en Guadalupe, y con trazas de fugitivos cimarrones...!

Salió, pues, de estampía tirando de las hebras chamuscadas del bacalao que le dio Jusepa, (Con quien no cambiaba ya ni el saludo para demostrarle toda la dignidad de su enojo.) y refrescada su cabeza por el aire matutino, decía: «No puede ser... Desde anoche me atormentan estas visualidades. Yo tengo algo en los ojos y en el caletre. Esta mecánica no va bien. ¿Cómo es posible que el amo admita...? No, no: todo ello es flaqueza de mi cerebro. Beberemos agua fresca, y metiéndome en el aljibe las cataratas del Niágara, quizás vea las cosas al derecho». Después, pensándolo mejor, se acogió al principio de similia similibus; se fue a Turleque, donde tenía en reserva una botella de coñac, y no paró de hacerle carantoñas hasta el medio día. Por la tarde hallábase tumbado debajo de una encina en la Degollada, viendo en el caleidoscopio de su mente el Banco de Terranova con los flotantes témpanos de hielo, después la majestad espaciosa, del Golfo en calma chicha, y por fin el Canal de la Mancha, con cielo calimoso y marejada, el faro de Wulf Rock demorando por la amura de estribor.

Próxima ya la noche, se levantó con el cuello tan dolorido que no podía moverlo, y anduvo un trecho a gatas. Buscando la vertical estuvo largo rato, hasta que pudo tenerse en pie y medio, y tomó el camino de Guadalupe cantando entre dientes una canción gaditana, de la cual una sílaba se tragaba y otra escupía. Sentado después en una piedra junto a espeso zarzal, se pasó más de media hora meditando en su suerte mísera. La cabeza se le despejó. Ya cogía el garrote para levantarse y partir, cuando oyó la voz de Jusepa por el lado de la Degollada. Instintivamente se deslizó de la peña, escabulléndose al amparo de un matojo que le cubría el cuerpo. La voz sonaba más cerca, alternando con otra voz, de hombre. Deslizose D. Pito suavemente a cuatro patas, aproximándose a la vereda por donde la moza y su acompañante habían de pasar. Apenas respiraba, y su cuerpo y su alma no eran más que curiosidad... Pasaron, charlando. Claramente les vio a la luz crepuscular, y el zorro, que por la parte del acechante caminaba, fue mejor visto que la loba.

El viento esparció las cláusulas de aquella conversación idílica. Algunas sílabas sueltas quedaron vibrando en las orejas del capitán. No había oído más que: no... si f... tal vez... pronunciado por la voz masculina, y unos como gruñidos de Jusepa. Largo rato estuvo el acechante sin poderse mover... lelo, idiota, incapaz de pensar, como si se le remontara a la cabeza todo el aguardiente que había bebido en su vida. Incorporado y con las manos libres, se persignó dos o tres veces, diciendo: «O yo me he muerto y estoy penando en el séptimo Purgatorio, o todo es figuración y linterna mágica de mis propias facultades de ver. O el Diablo se divierte conmigo, zarandeándome como una pelota, o el chaval ese que va con Jusepa es mi hijo Policarpo. Vi sus andares, que no fallan; vi su cara, oí su metal de voz... ¿Pero cómo demonios...? ¿de dónde...? No puede ser. Visiones tenemos, y sigue en mi jícara este turbión de fantasmas que me trastorna. Pito, serénate, no hagas caso de quimeras. Tan Policarpo es ese como yo el Papa... Pero esa yegua montuna, tarascona, ¿qué líos trae por aquí? ¡Tanto despreciar mi simpática personalidad para embarbetarse luego con el primer mequetrefe que asoma!» Al llegar aquí sus pensamientos, entrole tal furor que se puso en pie de un salto, y blandiendo el garrote, echó a correr... «¡Ah! ya caigo; ya entiendo ¡Carando! lo que esto significa. (Parándose meditabundo.) El Diablo... sí, no puede ser otra cosa... ese grandísimo perro, cabrón, sucio, indecente, me ha jugado la gran partida serrana. Aceptó lo que le dije de volverme joven; y ¿qué ha hecho el muy puerco? Pues rejuvenecerme, no en mi propio ser y substancia, sino inventando un ser que es mi hijo, o como si dijéramos, yo mismo en edad tierna. Eso no vale, eso no es lo tratado, ¡canalla! ¡Me caso con tus cuernos infernales! (Pateando, dando puñetazos en el aire y retorciéndose como un condenado.) ¡Pillo, gitano tramposo, maldita sea tu madre y la leche que mamastes! Suelta mi alma, suéltala, o te arranco los ojos, ¡yemas furibundas del tío Carando y de la geodesia de las mismísimas bolas del zancarrón de Mahoma!» Vomitando estos y otros disparates siguió con desordenada marcha, retrocediendo a lo mejor, haciendo molinete con el garrote, y apaleando las encinas. De pronto se paraba, y en tono zumbón seguía sus retahílas: «Pero si a la vista está que el Lucifer ese es bobo y no sabe lo que se pesca. ¡Buen pastel ha hecho! Yo le podría refregar los hocicos diciéndole una cosa que no sabemos más que Dios y yo. Poli no es mi hijo: me lo pasó de contrabando la bribona aquella, y yo hice lo que los de la Aduana cuando les untan. ¡Triste de mí!... Véase lo que trae la debilidad de carácter, y el ser uno bueno y no gustar de camorras en la familia. Dejé pasar al chico... por aquello de que el pobrete no tenía culpa, y ahora... (Pateando otra vez.) ¡vaya un pago que me dan, por culpa de los celestiales infiernos y por la pastelera vejiga del barbudo Satanás marrano, mil veces hijo de todas las serpientes y escorpiones del Paraíso acuático y terrestre...!

Dirigióse a Turleque, diciendo: «Mi hijo es Naturaleza, y nadie más que Naturaleza, aquel cacho de ángel, bueno y leal...» Ya Virones y los demás huéspedes habían cenado, y aunque la cigarralera, más benigna que Jusepa con los rezagados, le ofreció potaje caliente, él no quiso tomarlo, ni tampoco irse a Guadalupe en busca de mejor cena, pues había cogido aborrecimiento a su primitiva morada desde que en ella se le aparecieron los fantasmas babélicos. Quedose allí, entre apóstoles, y Virones, tirando de un pitillo, le dio conversación sin sacar de él substancia alguna. A las insinuaciones de D. Eleuterio contestaba el pobre mareante: «No le dé usted vueltas, padre, no tengo más hijo de verdad que Naturaleza, ese borrego de Dios... Yo le engendré... yo... ¿No lo cree? pues no lo crea. No es Naturaleza hijo del pecado, sino de la virtud. El Señor le bendiga y le aumente sus días...»


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