Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo VI – Final

de Benito Pérez Galdós


VI editar

Fue puesto en libertad D. Pito en la mañana de aquel día, y con toda la presteza que le consentía su pata momia, corrió a la calle del Locum, ávido de ver a su maestro y protector. Temblaba el pobre viejo, y por más esfuerzos que hizo para no llorar, no pudo lograrlo, y lágrimas ardientes corrían por las rugosidades de su cara de corcho. Para en valentonarse y disimular su emoción, empezó a echar de la boca, al ver a Guerra, todas las especies picantes de su repertorio; y le besó repetidas veces la mano, diciendo que se casaba con los once mil millones de vírgenes, con el caballo blanco de Santiago y con todo lo casable. «No te tienes que morir, nostramo -añadió sorbiéndose el moco-, porque aquí estamos los fieles amigos para impedirlo por el santísimo escapulario de la Virgen del Carmen, y por los reverendísimos clavos de todita la recopilación geodésica y mareante del Calvario».

-Bien, Pitillo, eres un valiente y bravo amigo -le dijo Guerra-. Anda y dile a Teresa que te dé una botella de anisete o ron. Te convido. Pobrecito, ¡qué sed habrás pasado en esa infame cárcel!

-No importa. No quiero beber hoy. Que no lo cato, ¡yemas!; lo juro por todas las potencias celestiales, y por el purísimo arco iris peneque de la inmaculada gloria que he de gozar cuando me muera.

A renglón seguido quiso repetir lo que había dicho al juez; pero le llevaron fuera para que no mareara al enfermo con tales retahílas. A Palomeque y a Casado les contó que el juez no había hecho caso de sus declaraciones, creyéndole borracho y demente. La justicia se lo perdía, y por no escucharle no se descubriría jamás a los malhechores, pues como D. Ángel, con increíble generosidad, manifestaba no conocerles, la causa era un montón de tinieblas. Insistió el capitán en que el peor de los criminales, Poli, no era hijo suyo, aunque por tal pasaba, y sin ningún rebozo refería toda la historia del contrabando, y por qué vino a ser putativo autor de semejante pillo. Virones, que llegó después, habló del caso de autos, dando las señas del cojo, a quien vio perfectamente en Guadalupe. Al otro nunca le echó la vista encima; pero por Mateo supo que vestía traje campesino y que no llevaba barba. «Y el tercero, ¿quién es?» agregó D. Eleuterio.

-Sorprendidos de que la noche del crimen no durmiese Tirso en la casa, como de costumbre, le cogimos esta mañana por nuestra cuenta Cornejo y yo, y después de arrearle un buen pie de paliza, cantó. Nos ha dicho que hace lo menos quince días, la desgraciada Jusepa andaba en tratos, al parecer no muy honestos, con un mozo bien plantado, que se escondía en la casilla destechada del monte y se titulaba gentilhombre primero del toreo de Madrid, huido por piques con lidiadores de la grandeza. Tirso descubrió el enredo; pero Jusepa le tapó la boca con golosinas. La noche anterior a la del crimen, el desconocido caballero, que debía de ser un buen peine, anduvo rondando por Guadalupe, y se avistó con otros, probablemente con los huéspedes de D. Ángel. La noche del suceso, cuando Tirso iba de la Degollada a Guadalupe, encontrose al sujeto cortejante de Jusepa, el cual trabó conversación con él, y dándole un puñado de duros, le pidió casi con lágrimas en los ojos un señalado favor. Era que fuese con una carta al caserío de Cañete, próximo a Algodor, y allí la persona a quien el papel iba dirigido le entregaría un caballo, el cual traería pronto a la Degollada y al sitio mismo donde el tipo aquel le hablaba. Prometiole mayor recompensa si cumplía fielmente el encargo. Cayó Tirso en la trampa, o más bien ardid para tenerle alejado de Guadalupe hasta después de medianoche. La carta era un papel en blanco, y ni en Cañete ni en parte alguna existía la persona a quien rotulada iba. Volviose, pues, el pastor para acá sin respuesta, sin caballo y sin ganas de volver a ver al gentilhombre, contentándose con la propina recibida; y en el camino le entró sueño y echose a dormir.

De todo esto se deducía la inocencia de Tirso, sin más delito en aquel caso que el de su barbarie y cerrazón de mollera. Virones iba más allá, sosteniendo la inculpabilidad de Jusepa, pues su muerte desastrosa parecía declarar su desconocimiento de las malas intenciones de los bandidos. Cuando más, cuando más, fue culpable la moza de haber franqueado la puerta al peor de los tres criminales, o de haberle puesto en connivencia con los dos que ya estaban dentro.

Abandonó Casado el grupo en que esta interesante conversación se sostenía, para acudir al lado de Guerra que le llamó. No quería el enfermo retrasar sus últimas disposiciones, y ya Braulio había ido por el notario. Sobrevino D. Suero sin necesidad de que le llamaran, y en el patio platicaba con Palomeque de diferentes asuntos, pues todo no había de ser hablar de tragedias y de si se puede vivir o no con el hígado traspasado. Entre otras cosas, díjole que no volvería al Ayuntamiento si no con vara alta para su proyectado embellecimiento de la ciudad, contando con los mayores contribuyentes, los representantes en Cortes, el Cabildo y el Cardenal. Derribado San Servando, por tierra todas las murallas viejas y el recinto interior de la Puerta de Visagra, con el valor de la piedra se abriría una arteria entre Zocodover y la Catedral, la cual sería rodeada de jardines a la inglesa... No siguió el buen señor, porque Teresa le llamó desde una de las ventanas de la galería alta. «D. José, que haga el favor de subir».

-Dispénseme D. Isidro. Me llama mi pariente.

Y subió ligero. Aún no había llegado el notario; pero no tardó ni dos minutos, encontrándose en la puerta con Mancebo, a quien también mandaron un recadito. Evocando su poderosa voluntad, Guerra dictó sus disposiciones con ánimo entero, sin vacilar un momento, sin olvidar a nadie. El notario tomaba notas para redactar el documento, que sería leído y firmado después ante testigos. Las disposiciones eran un prodigio de memoria y de piedad cristiana. Incorporaron al herido en el lecho con un rimero de almohadas, y presentes el notario, Suárez, Casado, Braulio, Mancebo y Palomeque, dispuso la distribución de su hacienda en forma que había de ser memorable.

Las fincas de Guadalupe y Turleque, y el monte de la Degollada eran para la Congregación del Socorro, que levantaría allí su casa, utilizando en parte o en total los planos del proyecto dominista. Cien mil duros en títulos del 4 por 100 heredarían además las hermanas, destinando la mitad al edificio y el resto para renta.

¡Atiza! -decía para sí D. Francisco, al oír esta cláusula-. No se quejarán las buenas señoras. A poco más se lo maman todo.

Y D. José Suárez, también para su sayo: «Ya empieza el derroche por el lado de la religión. Me lo temía. Entre monjas y frailes nos dejan en cueros vivos».

El testador recomendaba a las hermanas del Socorro que tomaran por su capellán a D. Eleuterio Virones; y si por alguna causa no quisieran hacerlo, rogábales que le empleasen por todo el tiempo de su vida en la finca, como sobrestante, conserje, guarda, hortelano, aparejador, mozo de mulas, o en cualquier oficio semejante.

MANCEBO. - (Para sí.) -¡Anda, anda, no te quejarás, gandul! ¡Qué más quieres! Hecho un patriarcón toda tu vida, y pudiendo decir con el latino: Deus nobis haec otia fecit. ¡Ay de mí! Y al fin y a la postre ¡zapa! para los verdaderos necesitados, no habrá más que unas cuantas misas... Si este mundo está perdido.

ÍTEM. - -Igualmente tendrían amparó en la nueva casa del Socorro, por todo el tiempo de sus días, Lucía, Mateo, Maldiciones, Cornejo, Tirso y los cigarraleros de Turleque; y las hermanas se comprometerían a mantenerles y vestirles, sin perjuicio de lo que el testador dispusiera en favor de ellos.

Llegó el caso de distribuir las cuatro casas que el testador poseía en Madrid.

(Expectación bien disimulada. SUÁREZ hacía figuras con sus dedos en el puño del paraguas; y MANCEBO subía y bajaba las vidrieras a cada instante, limpiándose los ojos.)

La casa de la calle de las Veneras, tasada en cuarenta mil duros era para...

(La pausita que hizo aquí, puso al borde del abismo de la consternación a algunos de los oyentes.)

era para el monstruo... Mancebo no entendió bien, y contrayendo todas sus arrugas, puso una cara de indefinible estupidez.

-Para un monstruo -le dijo al oído con displicencia D. José Suárez, que a su lado estaba-. ¿Y qué monstruo es ese? ¿Es algún dragón del Apocalipsis?

-El monstruo es mi sobrino, hermano de Lorenza -dijo Mancebo, quitándose de un tirón las gafas monumentales, y cayendo en la cuenta, algo tarde, de que había cometido la enormísima desconsideración de echarse a reír. Después hizo trompeta con su mano temblorosa para oír lo que faltaba. D. Ángel nombraba curador ejemplar del monstruo y administrador de la finca a D. Francisco Mancebo, Beneficiado de la Catedral, le relevaba de fianza, y para gastos de administración daba al D. Francisco diez mil duritos en...

La trompeta de Mancebo no pudo recoger el final del concepto, y mi hombre se volvió diciendo: «¿en qué...?

-En acciones del Banco de España -le dijo Suárez afectando gravedad.

La segunda casa, sita en la calle de Tudescos, dispuso el testador que fuese para Jesusito Virones.

DON SUERO. - (Para sí, mordiéndose los pelos tricolores del bigotillo recortado.) Ya tenemos otro monstruo en campaña... Pero aquí todo se vuelve fenómenos y niños zangolotinos.

La casa de la calle de la Magdalena fue para Braulio, y la de la plazuela de Santa Cruz, que era la mejor por lo mucho que rentaba, para Teresa Pantoja.

Don Suero, limpiándose el sudor de la calva, pensó que aún quedaban las fincas de Toledo administradas por él, y sumas de cuantía en Amortizable, según las noticias que Braulio le había dado. Guerra hizo otra pausa para cobrar aliento, y salió después por donde menos pensaban los que maravillados y suspensos le oían. Dejaba una gruesa cantidad en valores públicos para socorro de impedidos, enfermos y menesterosos. Una junta patronal, formada por D. Juan Casado, don Isidro Palomeque y D. José Suárez (y para saber su conformidad les había convocado), se encargaría de administrar aquella suma y de distribuirla conforme a las minuciosas disposiciones que apuntó el testador. Los patronos podían designar sus sucesores en caso de fallecimiento, y si alguno moría sin testar, los dos supervivientes cubrirían, de común acuerdo, la vacante. Entre las obligaciones ineludibles que a dicha junta señalaba, merecen citarse las siguientes: A D. Pito se le daría cada dos días una botella del licor que él mismo designara, y todos los sábados cinco duros en metálico para que se los gastara libre y alegremente como mejor le conviniese, sin que nadie pudiera coartarle en la caprichosa satisfacción de sus deseos. Esto sin perjuicio de atender a su subsistencia en el caso (muy probable ciertamente) de que las hermanitas no quisieran tenerle consigo.

ÍTEM. - -La junta pasaría una pensión de tres pesetas diarias a la hermana de la ciega, operada de ambos pechos, entregándosela en propia mano mensualmente; y si moría, pasaba la pensión a sus hijos. En cuanto a Zacarías Navarro, la junta le pagaría todas las, deudas contraídas hasta la fecha del testamento.

ÍTEM. - -Pensión igual a Gumersinda Díaz, habitante en una casa cuyas señas daría Mancebo. Pensión a Cornejo, y a los cigarraleros de Turleque. Recomendación expresa de atender con iguales socorros vitalicios a Lucía y a los apóstoles, siempre que las socorristas, por cualquier motivo justificado, no pudieran acogerles. Y por fin, pensiones a la asistenta de Teresa, a Basilisa, a Lucas y a toda la servidumbre de la casa de Madrid. Al fallecimiento de estas personas, la junta aplicaría los auxilios a otras, quedando la elección al arbitrio de los patronos. Al despedir a los trabajadores de Turleque y Guadalupe, se entregaría a cada uno el jornal de un mes.

Don Suero tragaba quina y solimán viendo este desfile de pordioseros y gente ordinaria, llevándose cada cual entre las uñas un pedazo del pingüe caudal de los Guerras y Monegros. ¡Ay, si doña Sales levantara la cabeza! Ángel miró a su pariente, y con la penetración que da la no esperanza de vivir, le adivinó los pensamientos. Ya quedaba poco, y no había más remedio que concluir. Las dehesas de Mazarambróz eran para María Fernanda, hija de D. José Suárez, y las casas de la calle de las Tornerías y de la plazuela de Valdecaleros para...

(Aquí una gran pausa, que tuvo en gran ansiedad a D. SUERO.)

para los padres de D. Tomé, residentes en Erustes.

-¡Pero qué memoria, qué memoria de hombre! -decía Mancebo-. No ha olvidado ni al gato.

Concluyó el generoso reparto con recuerdos para Palomeque, D. León Pintado, otros amigos del Seminario y clero Catedral, recuerdo también a D. Acisclo y una bonita suma por sus honorarios. A Casado le dejo las alhajas que habían sido de doña Sales, designando algunas para que a Dulce las entregara: Ordenó que se quemaran todos los retratos de familia que en su casa de Madrid había; que enterrasen a Jusepa en sepultura decorosa, pagada a perpetuidad, pues habiendo sido móvil de su pecado el amor, merecía respeto y lástima piadosa su trágico fin; que no se hiciera gestión alguna para perseguir a sus matadores, a quienes perdonaba, deseándoles paz y arrepentimiento. A misas por su alma destinó por fin un buen pico, designando a Mancebo y a D. Laureano Porras para que distribuyeran la limosna entre sacerdotes necesitados.

Concluida la emisión de su última voluntad, tuvo el enfermo un rato de malestar hondísimo, con angustias, vómitos y rápido agotamiento de fuerzas. Los amigos, a excepción de Casado, retiráronse con dolorido semblante, pero alabando mentalmente la cristiandad del testador... y la misericordia divina.


Capítulo I: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII «» Capítulo II: I - II - III - IV - V
Capítulo III: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV «» Capítulo IV: I - II - III
Capítulo V: I «» Capítulo VI: I - II - III - IV - V - VI - VII

Ángel Guerra (Primera parte) - Ángel Guerra (Segunda parte)