Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo III – Caballería cristiana

de Benito Pérez Galdós


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Salió de la Catedral medio trastornado. Las carracas anunciaban la procesión, y un gran gentío se agolpaba en la calle de la Trinidad esperándola. Fue por allí en busca de Mateo y Lucía para recogerles, y alcanzó a ver sobre la movible muchedumbre las figuras de los pasos, que avanzaban con ese balanceo peculiar de las imágenes llevadas al hombro, sacudiéndose a derecha e izquierda en su rigidez estatuaria. Pareciole todo irrisorio y populachero, triste desilusión del ritual de por la mañana, tan hermosamente ideológico. Alejose buscando su camino, y allá por la Judería encontró a la ciega y al apóstol que le habían tomado la delantera. Siguioles a cierta distancia; a ratos se les unía y les hablaba; luego quedábase atrás, ansioso de soledad y meditación. Tal era el cansancio de todos, que echaban una sentadita siempre que encontraban dónde. Por fin, con estas paradas, se les vino la noche encima, y más allá del puente observó Ángel el cielo cargadísimo y ceñudo por la parte de Occidente, con cariz de chubasco. La atmósfera pesada y bochornosa amenazaba con algún trastorno meteorológico, que a Guerra le pareció de rúbrica en tal fecha, y que concordaba muy bien, además, con la tempestuosa opresión que él en su espíritu sentía.

Más arriba de la venta del Alma, vieron venir a Jesús con el cervatillo. «Pero, hijo mío -le dijo Guerra adelantándose a encontrarle-, ¿para qué has venido con este tiempo? Nos vamos a mojar. Démonos prisa». Cuando esto decía, levantose un viento que les rodeó de sofocante nube de polvo. No se veían. La racha vino con tal ímpetu, que por poco les tira al suelo. La ciega empezó a dar gritos, desenvolviéndose de sus sayas, que silbando se le subieron a la cabeza. Guerra cogió de la mano a Jesús. El ventarrón trajo más nubes de polvo, que recogía del camino seco y esparcía con furia y bramidos horripilantes. El cabritillo brincaba como atacado de locura, y rompiendo la cuerda, apretó a correr fuera del camino, hacia el fondo del barranco pedregoso. Jesusito chillaba. Ángel le dijo: «Espérate aquí, y bajó en seguimiento del azorado animal, que más bien parecía que volaba, y a cada instante torcía su rumbo, describiendo ángulos y curvas mareantes. Túvole a ratos casi al alcance de sus manos; pero de repente se despeñaba desde lo alto de una roca y a increíble distancia se ponía.

Llegó por fin Guerra a encontrarse en una profundidad cavernosa; miró para arriba, y no vio a Jesús ni a los otros dos. El choto se perdía de vista, para asomar después donde menos se pensaba. En esto empezó a caer una lluvia torrencial, goterones como nueces que hacían al caer ruido semejante al de las carracas en los campanarios. Ángel trató de subir, y no acertaba con el sendero. Un relámpago iluminó con violada claridad aquella hondura, y no tardó en sonar el trueno, tan violento que parecía que la bóveda del cielo se cascaba en dos. Al retumbar en las concavidades peñascosas, redobló la lluvia, azotando la tierra cual si quisiera desmenuzarla. Ángel corrió por un sendero que delante tenía, buscando una oquedad en que guarecerse: el cabritillo vino a metérsele entre las piernas, rindiéndose al peligro, y ambos se escabulleron por el desigual piso, resbalando aquí, saltando allá.

De repente cesó de llover; pero aún sonaban truenos, y la repentina iluminación eléctrica pintaba en aquellas profundidades antros terroríficos, abismos que causaban vértigo, y contornos recortados, como fantásticos bocetos de animales monstruosos. En los intervalos, la obscuridad lo borraba todo, y no se veía más que la quebrada línea de los bordes superiores, dibujándose sobre un cielo pardo. Ángel notó entonces en sí prurito de movilidad y extraordinario vigor físico: su sangre circulaba ardorosa, y un calor de estufa le sofocaba. Veía el bulto blanco del cabritillo que andaba delante de él, meneando el rabo, y le siguió sin ver dónde ponía los pies. Pero el terreno iba siendo cada vez más seguro, así como el barranco más estrecho. Llegaron hasta penetrar en una angostura tortuosa, formada por paredes altísimas y verticales: arriba el cielo como una faja ondulada. Llegaron por fin a terreno más espacioso: la barranquera se abría formando como un tazón o cráter de conglomeraciones caprichosas, alumbrado por claridad semejante a la de las lámparas de alcohol, azulada, incierta, volátil. No sonaban truenos ni fulguraban relámpagos. El aire quieto y mudo parecía muerto. Ángel echó la vista para arriba, y vio a Régulo, el corazón del León, sobre un cielo limpio, profundo y sereno.

El paso irregular del chotillo pronto le llevó a la boca de una gruta en cuyo interior se veía luz. Penetraron en ella el animal y el hombre, hallándose éste en tal manera poseído de la situación, que nada de lo que veía le causaba sorpresa; antes bien, todo lo hallaba natural y conforme consigo mismo. Franqueada la cueva, encontráronse en otro cráter mayor que el primero, y de cantiles más altos y escabrosos, en los cuales había pasos o grietas accesibles, con peldaños tallados en la roca. Por una de estas escaleras vio descender a Leré, vestida de hermana del Socorro, pero toda de blanco, alzando un poco la falda por delante para no tropezar en ella. En la derecha mano traía una luz que le teñía el rostro de resplandor rojizo. Tan natural consideró Guerra aquel encuentro, que se adelantó hacia la mística joven como si la esperase.

Leré soltó la falda y se llevó un dedo a la boca, imponiéndole silencio. Metiose por una cavidad, que a su paso se iba iluminando del mismo resplandor sanguinolento que su lámpara despedía, y tras ella siguieron el cabritillo y Guerra. Pero éste no pudo contenerse, y abalanzándose hacia la doctora, le echó ambas manos al cuello. La doctora se desligó suavemente de aquel abrazo y siguió. Ángel, furioso, dio un salto para cogerla, de nuevo; pero lo mismo era tocarla que la gallarda imagen se deshacía entre sus brazos como si fuera humo. El infeliz, exhalando un mugido sordo, cayó en tierra, y en el mismo instante se le echó encima el cabritillo, poniéndole las dos patas delanteras sobre el pecho... ¡Horrible transformación del animal, que de inocente y gracioso chivato convirtiose en el más feo y sañudo cabrón que es dado imaginar, con cuernos disformes y retorcidos, y unas barbas asquerosas! Ángel no podía respirar. El feroz macho le oprimía el tórax y le echaba su resuello inmundo y pestilente. Invocando todas las fuerzas de su espíritu, pudo al fin el hombre sacar su voz del pecho aplastado, y clamó con angustia: «Huye, perro infame. No tentarás al hijo de tu Dios».

El esfuerzo de esta exclamación hízole perder por un instante el conocimiento. Al recobrarlo, vio a Leré ante sí, con el pecho descubierto, y éste era como manantial del cual afluía un arroyo de sangre. Sin mirar a su amigo, arrancose un pedazo de carne blanca y gruesa, y lo arrojó al animal, que hocicaba junto al desdichado Guerra. Éste pudo advertir que el cabrón devoraba lo que le arrojó la santa. La cual había vuelto a cubrirse el seno, y fijaba en el amigo sin ventura sus ojos de enfermera piadosa, como si contemplara un cruel padecimiento imposible de remediar. Les resoplidos de la fiera infundían al pobre pecador un terror angustioso. Quiso levantarse: con ojos suplicantes pidió auxilio a su maestra, que no hacía más que suspirar, sentada, apoyando el codo en su rodilla y la cabeza en la palma de la mano. Ángel se puso a rezar. El cabrón le hocicaba, le mordía, gruñendo desaforadamente. Suplicio mayor, ni en los mismos infiernos lo habría de seguro. «¿Qué haces, Leré de mi vida, que no me socorres? -logró al fin exclamar el cuitado-. Si te ofendí, ¿no eres tú la misma piedad? ¿No eres mensajera del que perdona? ¿No eres tú el ángel de la compasión y el consuelo de los que sufren? Ampárame. Ten lástima de mí, y no me dejes devorar. ¿Tan cruel castigo merecen un mal pensamiento y una acción instintiva?».

Leré miraba al suelo, del cual cogía chinitas para arrojarlas lejos de sí. Después levantose, y lentamente se alejaba sin hacer caso de los tormentos ni de las desesperadas voces de su amigo. El cual se vio entonces acometido de animales repugnantes y tremebundos, culebras con cabezas de cerdos voraces, dragones con alas polvorientas y ojos de esmeralda, perros con barbas y escamas de cocodrilo, lo más inmundo, lo más hórrido que caber puede en la delirante fantasía de un condenado. Todos aquellos bichos increíbles le mordían, le desgarraban las carnes, llenándole de babas pestíferas, y uno le sacaba los ojos para ponérselos en el estómago, otro le extraía los intestinos y se los embutía en el cerebro, o de una dentellada le dejaba sin corazón. Aún conservaba el martirizado bastante conciencia de sí para exclamar con el pensamiento: Crux fidelis, dulce lignum, ven en mi ayuda. ¡Dios mío, Virgen santa, Leré bienaventurada, socorredme!

Creyó al fin que volvía de un fuerte paroxismo, y se encontró tendido, imposibilitado de moverse, ciego, con agudísimos dolores en todo el cuerpo. Las infernales alimañas habían desaparecido, ¡gracias a Dios! Soledad y silencio profundísimo le rodeaban... Creyó sentir a lo lejos el balar del choto. Levantose con gran trabajo, y poniendo atención a otro rumor más intenso, pudo discernir que era un cántico de mujeres. Más bien arrastrándose que andando, acercose al sitio de donde a su parecer tales rumores venían, y el órgano de la vista volvió a funcionar. En un alto, varias mujeres de blanco vestidas parecían tomar agua de una fuente: unas con el cántaro al hombro, otras sentadas esperando que el cántaro se llenase. Entonaban con clara voz un himno, que primero le sonó a profana música; pero pronto hubo de advertir que era el himno de la iglesia, Vexilla regis. Lo sabía de memoria, y unió su voz a la de las mujeres. «Leré, Leré -gritó después-, ¿por qué no me miras? ¿Qué fuente es esa de que cogéis agua? Si no es la del perdón, que eternamente mana y jamás se agota, ¿qué fuente puede ser?»

Trató de ir hacia allá; mas las piernas no le obedecieron. En esto observó que el cabritillo reaparecía, como antes, travieso y saltón, meneando la cola. Al volver a mirar para la fuente, ya las blancas mujeres desfilaban una tras otra, y desaparecieron en pocos minutos. Tratando de avanzar, metió los pies en un charco, y el frío le refrescó la memoria de los sucesos precursores de las singulares escenas terroríficas que se han descrito. Entonces empezó a gritar: «Jesús, Jesús, ¿dónde estás?» Nadie le respondió de lo alto de la tenebrosa y áspera sima en cuyo fondo se encontraba. Trató de subir, mas no halló la vereda. «¿Qué hora será?» pensaba, y mirando al Cielo, vio a Régulo donde mismo le había visto antes.


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