Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo III – Caballería cristiana

de Benito Pérez Galdós


A moco y baba lloraba la ciega oyendo estas fervientes razones, y las otras dos mujeres no volvían de su estupefacción. Nada quiso objetar Mancebo, no porque le faltaran argumentos, sacados de su acendrado positivismo, sino porque se encontraba en minoría, y temió deslucirse. «Bueno; todo eso está muy bien -dijo al fin-. No seré yo quien descomponga el altarito. Acepto mi papel, y creo que para que esto marche, Sr. D. Ángel, para que esto vaya como por carriles, lo primero es ir en busca de los fondos. Conviene, pues, que me dé usted un vale, o...

Pareciole bien al otro esta previsión, y pidiendo pluma y tinta, escribió en un librito talonario que siempre llevaba consigo, y arrancada la hoja, se la dio a Mancebo, que presuroso salió a tomar el aire con ella. ¡Cuánto mejor se estaba en la calle que en aquel antro ahogado y mal oliente, oyendo gemidos de dolor, y mirando tanta miseria y desorden! Una de las dos vecinas llevose el niño pequeño a su casa, y la otra se prestó a cuidar de la enferma sin ningún estipendio, por puro espíritu de compañerismo y caridad. Ambas recelaban que Zacarías armase al venir una grandísima tracamundana; mas contra la general creencia, ninguna tragedia ocurrió al presentarse el forjador de aceros, quien si al pronto oyó displicente y ceñudo las explicaciones de Ángel, al poco rato de oírlas mostraba indiferencia de cuanto allí pasaba. Parecía hombre en quien se habían secado las fuentes del sentimiento y de la piedad. Por de pronto, la idea de que todos los gastos corrían de cuenta de aquel señor desconocido, que por las trazas debía de ser o pastor protestante o jefe de alguna congregación filantrópica de las muchas que salen ahora, fue mano de santo para domarle, pues estaba comido de trampas y acosado de usureros voraces. No mostró gran interés por su esposa ni por los niños.

Sobre el caso de haber amenazado de muerte a la hermanita, dijo que sí y que no; que nunca fue su intención matarla; que por aquellos días se ocultaba en la casa un amigo muy querido, guapo chico, acosado por la infame justicia. Hubo temor de una delación. Sospecharon de la monja... Él no quería faltar a las leyes de la hospitalidad, decidido a defender a su amigo de todos los guindillas y soplones del mundo. Vele ahí por qué levantó el gallo a la socorrista, creyendo que... Después se convenció de que no... Quiso pedirle perdón; pero la hermanita se fue el sábado por la tarde al Socorro, y no volvió más. Y el amigo también tomó el portante, buscando lugar más seguro. Refirió estas cosas el armero con indiferencia y sin ningún calor, como quien narra hechos vulgares y corrientes. «Si la Sor quiere volver -dijo al fin-, por mí que vuelva. Seremos amigos».

-Gracias -le contestó Guerra-. No es la mejor garantía la amistad de usted.

Transcurridas unas horas, Zacarías parecía menos hosco, y hasta se podían notar en él síntomas de gratitud. No se opuso a nada de lo que las vecinas iban acordando al tomar la dirección de la casa; facilitaba lo que de él dependiese, y por fin, después de comer con escaso apetito lo que le dieron, salió sin decir oste ni moste, y no se le volvió a ver el pelo en todo el santo día.

Cuando llegó Mancebo con el dinero, ya el forjador de espadas no estaba allí. «Señor D. Ángel -dijo el clérigo-, ya tenemos fondos. De paso he avisado al médico que usted me indicó. Llevaré nota clara de todos los gastos que vayan ocurriendo, y empiezo por disponer la compra de mañana, media libra de carne y un cuarto de gallina. Con la farmacia me entenderé directamente. Esto va bien. Pero dígame: ¿en esta campaña ha de ser todo gastos? ¿Y los santísimos ingresos dónde están?

-¿Los ingresos? Vendrán de arriba.

-¿Cómo de arriba?

-Del celaje. Veo que es usted hombre de poca fe, amigo D. Francisco. Los ingresos caerán de las alturas como el maná. (Incredulidad de Mancebo.) ¿Qué es eso?... ¿lo duda?

-No... así será. Es que como nunca he visto llover maná... Puede ser. Digo que a mí no me cayó nunca. Por lo demás me gustaría verlo caer.

-Sembrar y esperar. Sólo que estas cosechas no las da la tierra.

-Conformes. (Sonriendo.) Dios dirá.

Como hombre muy aficionado a enterarse del medio en que funcionaba, Mancebo revolvió toda la casa; subió al desván, salió a un patinillo trasero, fue de una parte a otra registrando, y el resultado de sus olfateos no debió de ser muy tranquilizador, porque llamando aparte a Guerra, le secreteó en la forma siguiente:

-Amigo D. Ángel, me parece que estamos en un sitio sumamente peligroso. Mi opinión es que nos larguemos de aquí, mandando a esa señora al hospital. Examinada la localidad, hame dado en la nariz un tufillo de...

-¿De qué, hombre de Dios? Aquí tenemos al padre del miedo.

-Diga de la prudencia. Pues sospecho y casi casi afirmo que (Bajando más la voz.) estamos en una guarida de monederos falsos. ¿Qué, se ríe? Usted todo lo toma a risa. He visto por ahí instrumentos sospechosos, y arriba unas escrituras, o más bien papeles estampados con rasgueos y garambainas como los de los billetes de Banco. D. Ángel de mis entretelas, gran cosa es la caridad, pero hay que ver dónde y cómo se ejerce. Claro que no debe haber distinciones, y así lo mandó nuestro Señor Jesucristo que al mismo Judas infame dio su parte en la cena. Pero una cosa es la conciencia y otra la sociedad. Porque figúrese, D. Ángel, que estamos aquí tan descuidaditos, hechos unos santos, y viene la policía y muy santamente nos coge a todos y ¡zapa! nos lleva a la cárcel... con muchísima santidad. ¡Qué susto, qué vergüenza!

-Querido Mancebo. ¿Qué nos importa que aquí fabriquen o hayan fabricado moneda falsa? La nuestra, la que nosotros acuñamos, es de toda ley. Si usted tiene miedo a la policía y a la cárcel, váyase. Yo me quedo.

-¡Ah! pues yo también. (Tragando saliva.) Indico un peligro... pero a pie firme siempre, Sr. D. Ángel. -Y para sí decía-: Menudo susto nos van a dar. Yo me lavo las manos. No estoy aquí más que para la contabilidad. Véanse mis papeles. Digo lo que decía don José Suárez al darme el dinero: «Veo los gastos; pero los ingresos ¿dónde demonios están?» Mucha plata tiene este D. Ángel; pero la moneda suelta corre que es un primor. Cierto que tarde o temprano empezará el goteo de las limosnas. Entonces, ¡qué gusto ser cajero de esta institución! Mi humilde opinión es que deberíamos echar una derrama, y llamar a las puertas de toda persona caritativa, diciendo: «Contribuid al socorro de la humanidad». Pero quien manda manda... Veo el óbolo que sale y no veo el óbolo que entra. Y la caridad en grande escala necesita, como el comercio, su Debe y su Haber».

En estas reflexiones estuvo hasta la hora en que Guerra le dijo que podía retirarse, lo que hizo de bonísima gana. Llegada la noche, las vecinas prepararon una frugal cena para D. Ángel y Zacarías; pero éste no se dejó ver por allí, y la ciega y el señor de Turleque cenaron en buen amor y compaña. Quedó abierta la puerta por si el armero a deshora entraba, y se dispusieron a pasar la noche. La vecina enfermera montó la guardia en la alcoba. Lucía se acomodó en un rincón de la sala, apoyando la cabeza en una silla baja; y en un sillón de hule, derrengado y con todo el pelote a la vista, descabezó Ángel su primer sueño. Desvelado estuvo más de tres horas, contándolas por el reloj de la cárcel vecina, y ya principiaba a aletargarse cuando la ciega, tocándole las rodillas, le dijo con apremiante voz: «Señor, señor, despierte... ¿No sabe lo que pasa? Que he recobrado la vista... Digo, como recobrarla, absolutamente no; pero el Señor me concedió la facultad un rato para que viera el mayor de los prodigios.

-¿Qué cuentas, pobre mujer?... ¿Estás segura de hallarte despierta? (Poniéndole la mano en la frente.)

-Señor, señor, (Abrazándole las rodillas.) lo que le cuento es tan verdad como que Dios es nuestro padre. Desperté y veía. ¡Ay, yo sé lo que es ver, porque cuando niña vi, y me acuerdo de cómo son las cosas! Desperté con vista, señor, y vi la habitación con todos sus trastos, y ese sillón con la lana de fuera, y usted dormido en él o velando con los ojos cerrados. Vi ahí enfrente el armario de la loza, y la cómoda con aquellas láminas rotas y el perrito de yeso, vi la estera con tantísimos desgarrones, y la puerta de la alcoba abierta. Y la luz que alumbraba la sala ardía en un vaso, como una estrella que está muy lejos, chiquita, nadando sobre un dedo de aceite encima de tres dedos de agua. Le juro, señor, que lo vi, y que le cuento la verídica realidad. ¿Verdad que lo cree? Pues aún me falta decirle lo mejor vi a mi hermana salir de la alcoba, con un niñín en brazos, dándole de mamar.

-Eso sí que no puede ser. Lucía, ten juicio.

-Señor, que la Santísima Virgen me deje también muda si no es verdad que lo vi. María Antonia tenía sus pechos sanos y bonitos... Oigo todavía los chupetazos que daba el chiquillo.

-Lucía, si duermes aún, despierta, vuelve en ti.

-¡Ay, que no lo quiere creer! ¡Dios mío! ¿cómo se lo diré para que me crea? (Retorciéndose los brazos.) Y mi hermana se llegó a mí, y yo hablarle no podía, de tan trastornada como estaba. Por fin rompí y le dije... ¿qué sé yo lo que le dije? Pero aquí me suenan todavía las palabras que me respondió: «Si tuvieras fe no te asombrarías de lo que estás mirando. Sana estoy, y he recobrado lo que perdí. Mírame bien: no creas que son prestados, que míos son, y muy míos. La Sor me los dio esta noche, arrancándoselos de su pechó y poniéndolos acá». Y mi hermana volvió a la alcoba arrullando a la criatura, y diciendo: milagro fui, milagro soy.

-¡Qué inocente eres, Lucía! Para que te convenzas de que soñaste, acércate al lecho de tu hermana, y pregúntale si es cierto que...

-Será que han desbaratado el milagro después de hacerlo. Yo juro que vi y oí lo que le cuento, señor. Cuando mi hermana se metió en la alcoba, ¿sabe? vi salir de ella a la monjita del Socorro y entrar en el cuarto donde duermen los niños. Viendo esto, quedeme otra vez sin la facultad, y me volvieron las tinieblas en que vivo siempre.

-La hermana Lorenza no está aquí, ni en el cuarto de los pequeñuelos. Además, ni el chiquitín de tu hermana es de pecho ni duerme aquí esta noche.

-Señor, no me contradiga, no me lo niegue... Si lo que he visto no es verdad en este momento, lo será. Si el señor no lo ve así es porque no tiene fe.

-Fe tengo; pero no creo que tu hermana recobre lo que perdió, ni menos que se pueda verificar ese traspaso de... No delires, hija.

-Lo he visto, lo he visto. (Acentuando enérgicamente con las manos.) ¡Tuve la facultad! El que viva sin fe, que me lo niegue.

-Entra en el cuarto de los niños, palpa bien por todos lados, y si encuentras allí a la hermana Lorenza, creeré tu historia, y seré el primero en proclamar el milagro.

De puntillas entró la ciega en el cuarto, y Guerra, movido de una curiosidad que no acertaba a explicarse, entró también. La una con el tacto y el otro con sus claros ojos cercioráronse de que allí no había nadie más que la niña mayor, dormida. «¿Lo ves? ¿te convences? -le dijo el amo con pena, conduciéndola de la mano a la salita.

-No me convenzo, señor. Afirmo lo que afirmé, y creo lo que vi.


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