Ángel Guerra (Galdós)/089
II
editarEl marino se fue a dar un paseíto y a tomar el sol, que aquel día, después de una mañana calimosa, picaba bien. Se sentía ágil, vigoroso, con ánimos para tirar mucho tiempo y gozar de la vida, espíritu y cuerpo dispuestos a nuevas empresas. Conviene añadir, para completar la historia del buen navegante, ciertas explicaciones de cosas que le habían pasado aquellos días, a saber: que con la rusticación, la vida al aire libre en país tan sano, las comidas metódicas, la paz del ánimo, se le recalentó la fría sangre, despertando en él dormidos instintos, y retrotrayéndole a la mocedad. La afición al mujerío, que fue la debilidad capital de su vida y ocasión de sus quebrantos, se le reverdeció en términos que se pasaba las horas de otero en otero, soñando con poéticas aventuras y con deleitables encuentros en medio de la soledad no morosa del monte. Pero la realidad no correspondía a sus delirios, porque si alguna hembra se parecía por allí, era comúnmente más fea que el Demonio. Con su imaginación remediaba el capitán estas jugarretas de la caprichosa realidad, y no necesitaba forzarla mucho para figurarse que a la vuelta de un matorral, o en el hueco de una peña, se iba a tropezar con alguna zagala preciosa, ataviada de verdes lampazos.
La zagala ¡ay! en paños menores no salía por parte alguna; pero como a falta de pan buenas son tortas, empezó D. Pito a mirar con ojos poéticos a las zafias labradoras de refajo y moño que pasaban hacia el puente. A todas les echaba piropos alambicados, llegando a proponer a más de cuatro que le quisieran, y como las tales mozas, antes que enamoradas de él, parecieran temerosas y sorprendidas de su facha, el marino dedicaba un ratito de la mañana a componerse y acicalarse, peinándose con agua las greñas, ladeándose el gorro de piel y atusándose con saliva los cerdosos bigotes. Viendo, en fin, que ni por esas daba golpe, concentró todos sus afectos y esperanzas en Jusepa, determinándose a borrar mentalmente la fealdad de la moza, transformándola en hermosura cabal y sin tacha. La Naturaleza había compuesto en ella a uno de sus más esmerados ejemplares de antídoto contra el amor, dándole una patata por nariz, ojos de pulga, boca de serón, color de barro crudo, cabellos ralos, desiguales y no muy blancos dientes. Tenía en cambio cierta tiesura gallarda, pues la Naturaleza rara vez extrema sus agravios, ciertos andares que podrían pasar por airosos, el seno de no escaso bulto, y los brazos bien torneados. Pues estas cualidades bastáronle a D. Pito para construir en su mente una diosa. Rechazado con brío a las primeras insinuaciones, se creció al castigo, y la acosaba y la perseguía sin dejarla vivir. Con los descalabros, fácilmente pasó del capricho a la pasión, y se sintió invadido de idílicas ternuras, de melancolías románticas. Hasta se le ocurrió escribirle cartas apasionadas, y momentos hubo en que se creyó el hombre más infeliz del mundo porque su ingrata no sabía corresponderle más que con un par de coces o tal cual relincho.
«No soy tan feo yo -pensaba, componiendo la cara lo mejor que podía-, ni mi vejez es tanta que inspire repugnancia a una buena moza. Bastantes, y bien guapas, se han vuelto locas por mí. Y aunque no soy bonito, tengo muchísima sal para mujeres.
Representábase a Jusepa como una virtud arisca y a prueba de tentaciones, y esta idea le espoleaba más para vencerla y rendirla. No poseyendo más caudal que su ternura, la derrochaba a manos llenas, y el hombre, en su crisis senil, hasta poeta se volvía. Aquel domingo, mientras disponían el almuerzo, fuese un rato al monte a contarle sus cuitas a los romeros y tomillos, echando del pecho sus giros como puños, y pidiendo a las ninfas o genios silvestres algún talismán con que ablandar aquel pedazo de divinidad en bruto llamado Jusepa. La misma dama de sus pensamientos fue quien le llamó a comer, desde el camino, con voces que en orejas menos predispuestas a lo ideal que las de D. Pito, hubieran sonado como el dulce rebuznar de una pollina. «¡Eh, so Mojiganga! venga... ya tié el pienso en el pesebre».
Fue corriendo a toda máquina; pero alcanzarla no pudo, antes de entrar en casa, con el delicado objeto de darle un pellizco en el brazo, o donde pudiera. Ángel le esperaba sentado ya a la mesa, y los dos almorzaron con buen apetito. De sobremesa, el marino dio rienda suelta a su locuacidad, atizándose copas, y tanto se arreó, que hubo de desbocarse por los siguientes despeñaderos:
«Mira, maestro; yo he pensado que, pues vamos a reunirnos al modo de frailes, no debemos meternos en grandes penitencias. Lo que salva no es privarse del consuelo inocente; lo que salva es hacer bien al prójimo, dar a cada uno lo suyo, y respetar la vida, la honra y hacienda de Juan y Pedro; lo que salva es ser humilde y no injuriar. Pero porque comas pescado, porque bebas vino o aguardiente no te han de quitar la salvación, si te la ganas con buenas obras. Y hay otro punto que debemos tratar antes de meternos mucho en honduras frailescas. ¿Vamos a ser todos hombres, o habrá jembrerío? ¿Vamos a estar separados, varones a una parte, las niñas a otra?
Ángel le respondió que no se ocupase de lo que no le importaba, que ya le dirían dónde le pondrían y cómo había de vivir, sometiéndose o retirándose según le conviniera.
«Porque yo -prosiguió el capitán, inspirado-, tengo mis ideas, y las voy a decir para que no se me pudran dentro. ¿Que son disparates? Bueno. ¿Que son acertadas? Mejor. Pues yo sostengo que eso de prohibir el amor de hombre a mujer y de mujer a hombre me parece que va contra la opinión del Ser Supremo. El querer no es pecado, siempre que no haya perjuicio de tercero, y si pusieron en la tabla aquel articulito fue por razones que tendría el señor de Moisés allá, en aquellos tiempos atrasados. Pero no me digan a mí que por querer se condena nadie.
-Presentada la cuestión así - dijo Guerra-, yo también sostengo lo mismo. Por amor nadie se condena; al contrario...
-Ni se peca, hombre, ni se peca en nada de lo que al amor toca... ¿Que tienes un retozo con mujer libre? Pues no faltas, no faltas, y asunto concluido. Vamos al caso. A mí no me entra religión con esas abstinencias, aunque lo digan siete mil concilios, Carando, francamente, pues cuanto existe en la Naturaleza es de Dios, y no hay quien me quite esto de la cabeza. Yo, ¿por qué lo he de negar? en cuanto veo un buen palmito, ya se me está cayendo la baba. No lo puedo remediar; no paso porque me obliguen a hacer fu al elemento femenino. ¡Yo con cogulla, yo bajando los ojos al pasar junto a una dama, o pongo por caso, de una labradora! No, maestro; eso no va conmigo. Si me ponen hábito y me llevan en procesión, a la primerita mujer que vea le largo un par de besos volados, y cuatro retóricas dulces, de las que yo sé.
-No se te privará de echar requiebros a las labradoras; pero bien comprendes tú, amigo Pito, que una reunión de personas con fines religiosos no puede ser como tú la imaginas en este punto grave del querer. Proscribir en absoluto el amor, nunca... Pero la licencia, el escándalo, ¿cómo se han de permitir?
-Pues si no proscribes el amor, dime cómo lo vas a establecer.
-Si yo no lo establezco, Pito querido.
-Ta, ta, ta... Es que no tienes plan acerca de tan grave particular. Pues mira, ese plan te lo voy a dar yo. Escucha, y no te rías, porque yo soy muy serio. Cierto es que no tengo estudios; pero he viajado, he visto muchísimo mundo; la mejor lectura es el viaje, y no hay libro como el globo terráqueo. Si tratas de reunirte con otros buenos, y con otras buenas, ¿por qué no rompes con estas rutinas de Europa, con estas antiguallas de las religiones de acá? Si nos vas a dar una secta nueva, ¿por qué no adoptas una que sirva para aumentar la especie humana y perfeccionarla; una que, en vez de privarnos de las gracias del bello sexo, que son la mejor hechura del divino Señor, nos las multiplique? Eso de la castidad, ¿a qué conduce? A que se acabe el mundo. ¿Pues no es mejor repoblarlo? ¿No son los niños tan bonitos y tan queridos de Dios? Pues en vez de secarnos y consumirnos en esa castidad que daría fin a las criaturas, ¿por qué no aumentamos el número de nenes?
Ángel le miraba sin saber a donde iría a parar, y la risa retozaba en sus labios.
«Las cosas claras, maestro. La mejor de las sectas es la de los mormones. ¿A qué esas risas? ¿a qué ese asombro? Escúchame. No lo tomes a broma. ¡Ah! es que estáis aquí muy atrasados. Vete al Occidente de la gran República, y verás. (Exaltándose.) Yo puedo hablar, porque lo he visto, sí señor, lo he visto, Carando, y nadie me lo cuenta. ¡Me caso con mi abuela! óyeme; no te rías, atiende a lo que digo. En un viaje que tuve que hacer de Nueva York a San Francisco por el ferrocarril de mar a mar, me puse malo y tuve que quedarme en una estación, de cuyo nombre no me acuerdo, en el estado de Utah. Yo dije:
«Pues no me voy de aquí sin ver a esos polígamos de que tanto se habla», y me planté en el lago Salado, y visité la ciudad mormónica. ¿Qué te crees tú? ¿Qué allí no hay religión? ¡Pues si oyeras aquellos cantos por las calles y vieras la devoción con que están en el templo, oyendo al mormonazo que les predica!... Cada varón tiene en su casa diez o doce chicas... Y que las hay... de patente (Besándose las puntas de los dedos.) ¿Pero de qué te ríes?... ¡Si creerás que allí no hay moralidad! Más que aquí, pero más. Allí ni robos, allí ni asesinatos, allí ni riñas, allí ni cuestiones. Y tan civilizados como en Chicago o en Boston, ¡Carando! y activos y trabajadores como ellos solos. Otra cosa que te maravillará: las mujeres no arman peloteras, aunque a veces se juntan veinticinco en la casa de un mismo señor sacerdote, pues allí todos los hombres dicen misa, quiero decir, que hacen culto y ceremonias de pateta que el Demonio que las entienda. (Sulfurándose.) Pero si estoy hablando en serio. Te diré más: el famoso Brigham Young me convidó a comer. Es un hombre sumamente echado palante, simpático, buena persona, buena; y allí le quieren...! vamos, que se dejarían matar por él. No bajan de doscientas cuarenta y siete las prójimas que ha tenido desde que es jefe o papa de la secta. Cuando yo le vi, sus esposas me parece que eran veintitrés. ¡Y qué bien le guisaban, qué bien le cosían, qué bien le planchaban las camisas! Figúrate tú si será padre el hombre, que en una semana sola le nacieron nueve chiquitines. Con los que ha tenido desde que empezó, se podría formar un pueblo... Te digo que da gusto aquel país. ¡Y qué ciudad tan bonita, tan, limpia y tan floreciente! El amigo Brigham me enseñó todo, y por las noches me llevaba a su casa, donde teníamos concierto, y allí oirías a las niñas cantando salmos, con un sonsonete gangosito como las monjas de acá. Y que me quería el hombre, puedes creerlo, y hubiera dado cualquier cosa por convertirme a su religión condenada. Allí bautizan, dándole a uno un remojón de cuerpo entero en el lago. Pero yo no quise tomar baño, y me largué viento en popa. Brigham me dio unos librotes que dijo son la Biblia de ellos, y el Libro santo y la santísima qué sé yo. Nunca pensé leerlos, y se me perdieron en el naufragio del Colorado. ¡No puedes figurarte cuánto envidiaba yo al sujeto aquel tan listo, y tan...! Vamos, maestro, no te rías, que lo que te cuento es la verdad pura. Para concluir: haz caso de mí, y si fundas algo, arréglanos una sectita como la del lago Salado. No creas que te van a hacer la oposición, no; tendrás prosélitos a miles. Un poquillo de alboroto habrá, pero tú no haces caso, y avante. Para evitar que digan o no digan, ¿sabes lo que haces? Pues reducir la cosa a términos discretos. No consentir que cada varón, monje, sacerdote o lo que sea, se descuelgue con un serrallito de muchas plazas, sino establecer que el género se reparta a tanto por barba, de modo que cada hermano tenga su par de hermanitas... y basta... (Con entusiasmo.) Sí, hombre, decídete, y déjate de simplezas. Pero si lo enamorado no quita lo religioso. Saldremos en procesión, cantando novenas y maitines, y el rosario de la aurora; educaremos muy bien a las criaturas que vayan saliendo; y todos, hombres y mujeres, quedan obligados a trabajar de sol a sol; viviremos en paz, sin envidias, ni celos, ni trapisondas, y practicaremos las obras de misericordia, curando tiñosos, refrescando sedientos y albergando a todos los peregrinos que caigan por aquí. Pocos sitios habrá en el mundo más al caso que este cigarral, y se le pondrá un nombre bonito, que disimule bien, como por ejemplo: la Ciudad Salada, o San Bolondrón bendito... Eso tú.
Oyó Guerra estos despropósitos, primero con tentaciones de risa, después con enojo, por fin con lástima, sentimiento más adecuado que ningún otro al lamentable desorden cerebral del pobre marino. Intención tuvo de echarle un buen sermón contra el mormonismo; pero luego cayó en la cuenta de que sería pedantería inútil disparar razones contra un entendimiento completamente embotado por la chochez y el vicio. Vio a D. Pito como un caso admirable para ejercer las obras de misericordia, un enfermo que necesitaba asistencia, y nada más.