Granada. Poema oriental: 34
V
editarYa por el horizonte blanquecino
Comienza á despuntar la luz primera
Del sexto día en que con hueste brava
El rey Abú-Abdil partió á Luoena;
Y ya, envuelta en un schal de cachemira
Desde la parda torre de la Vela
Tiende su madre los avaros ojos
Por la estensión de la tranquila Vega.
Todo es silencio, el campo todavía
Iluminado por el alba apenas;
Duermen aún las aves en las ramas
Y cerradas están todas las puertas.
Ningún viviente ser en lontananza
Comienza el punto de su sombra negra
Á acrecentar, sobre el sendero blanco
Por donde de Abdilá se aguardan nuevas.
Fría, impasible al parecer la Mora,
Pero de angustia inexplicable presa,
Silenciosa y sombría se mantiene,
Inmóvil, apoyada en una almena.
Dentro del triste corazón materno
Fiera aunque oculta tempestad fermenta,
Y á sus ojos las lágrimas no suben
Porque en el hondo corazón gotean.
Alguna vez su pié, que el suelo hiere
Con ímpetu, delata su impaciencia,
Y algún suspiro, que fugaz ecsala,
La realidad de su aflicción revela.
Nadie parece aún: el sol brillante
De un día de temprana primavera
Estiende ya sus purpurinos rayos
Por el verde tapiz de las laderas.
Las cristalinas gotas del rocío,
Que se columpian en la móvil yerba
Mecidas por el áura matutina.
Del sol á los reflejos reverberan.
Ya abandonando su caliente nido
Bulliciosos los pájaros gorgean,
Y estremeciendo de placer sus plumas,
A Dios bendicen y su luz celebran.
¡Cuan hermosa en los campos de Granada
Se ostenta la feraz naturaleza.
Cuando del seno de las sombras sale
Vírgen, florida, perfumada y fresca!
Aixa desde la torre su hermosura
Callada y melancólica comtempla,
Sin ver en la extensión de la campiña
Más que de Loja la torcida senda.
«¡Alahuakbar! clamó, sola creyéndose,
¡Ya la tardanza de Abdilá me aterra!»
Y á sus palabras contestó un gemido
Hondo, angustioso: de Moraima era.
Tornó los ojos la sultana madre
Hácia la esposa pálida, y al verla
Con la vista y la faz desencajadas.
Siguió de su visual la línea recta.
¡Presentimiento de su amor sin duda!
Un punto negro y móvil va con lenta
Vacilación su forma acrecentando
Sobre el camino que hácia Loja lleva.
Kaël, que á los pretiles no alcanzando,
Por la hendidura ve de una aspillera,
Fué el primero que un árabe jinete
Reconoció en el punto que negréa,
Y á Moraima con muda pantomima
Explicó la verdad, que aun no penetra
La vista de las Moras, menos clara
Por la edad y las lágrimas en ellas.
«Tiene razón Káel, es un ginete,»
Dijo la madre al fin, sobre las cejas
Formando una pantalla con la mano
Para ver más sin que la luz la ofenda.
«Es un guerrero, sí», dijo Moraima
A su enano Kaël que la hace señas:
Es un guerrero de Granada, dijo
Aixa á Moraima, tus colores lleva.»
Es, en efecto, un caballero moro,
Que á escape las campiñas atraviesa
Sobre un caballo del desierto, y rápido
Como una nube á la ciudad se acerca.
Dos ó tres veces se perdió cubierto
Por los árboles altos de las huertas,
Y apareció otras tantas, mas distinto
Cada vez y más prócsimo. Las cercas
Dobló de los jardines esteriores,
Cruzó las intrincadas callejuelas
Del arrabal y entró por Bib-Elvira,
Por el vigia al conocerle abierta.
«Vamos á recibirle» —exclamó Aixa.
«Vamos», dijo Moraima: y, la escalera
Tomando de la torre, las sultanas
Bajaron de la Alhambra hasta la puerta.
Un momento después, bajo del arco
De la justicia, la rendida yegua
Del caballero moro desplomóse
Ante los piés de su ginete muerta.
Era el bizarro Cid-Kaleb, amigo
De Abú-Abdil, quien respirando apenas
Dobló ante las sultanas la rodilla,
Mas sin poder hablar. En su impaciencia
Hirió Aixa el suelo con la planta y dijo:
«Habla: ¿qué es de Bú-Abdil? —Hácia la tierra
Cristiana con la mano señalando,
Respondió Cid-Kaleb: —¡Allá se queda!
—¿Muerto? —Cautivo. —¿Y Aly-Athár? —Sin vida,
Su cuerpo el agua del Genil se lleva.
¡Cayó sobre los Árabes el cielo
Y yacen sin sepulcro en tierra agena!»
Lanzó un grito Moraima, íntimo, agudo,
Honda expresión de su profunda pena,
Y cayó sin aliento entre los brazos
De Aixa, que la abrazó por vez primera.
Lívida, silenciosa, sosteniendo
A la infeliz Moraima con la fuerza
Nerviosa del dolor, quedó Aixa un punto
Los ojos con horror fijos en tierra.
«¡Alahuakbar! ¡Dios grande!» exclamó al cabo:
Y de su rostro por la tez morena
Resbalaron dos lágrimas, dos solas:
¡Mas de lava y de hiel dos gotas eran!