Granada. Poema oriental: 19
IV
editarMedia hora después caía muerta
De fatiga á los piés de su ginete
La yegua del fiel Zil, ante la puerta
De la Alkambra: tras él Muley llegando,
A contener la suya no bastando
Desenfrenada y en carrera abierta,
Con ella por el pórtico se mete.
Sujetaron á un tiempo veinte manos
Al fogoso animal: á tierra echóse
El fatigado Amir, y en medio hallóse
De su guardia de negros africanos.
Como una torva y rencorosa hiena
Que olfatea con ánsia en el desierto,
Buscando el tronco del viajero muerto.
Que enterró el salteador bajo la arena;
Tal el fiero Muley el zurdo paso
Enderezó á la torre de Comares,
Con el designio de manchar acaso
Con un nefando crimen sus hogares.
En su rostro, de cólera amarillo,
La decisión horrenda se leía
En su sangriento corazón forjada,
Y el infernal placer de su alma impía
En sus trémulos labios y en el brillo
Siniestro de su lúgubre mirada.
Los negros su furor adivinando
En su ademán y rostro descompuesto,
Paso le abrieron con temor callando:
Él, en vez de palabras, empleando
Un imperioso irresistible gesto,
Abrir mandó la cámara africana
Que sirve de prisión á la Sultana.
En sepulcral silencio, más terrible
Que la voz más furiosa, entró en la estancia,
De Comares Muley: con impasible,
Desdeñosa y sultánica arrogancia,
Serena faz y fulgurantes ojos,
A Aixa halló que acercarse le veía
En pié y desafiando sus enojos.
Silenciosa como él, como él sombría.
Como audaz cazador que, asegurado
De la muerta leona, hallar espera
Sus cachorros sin riesgo, y confiado
Avanza hasta la oculta madriguera:
Mas en su boca lóbrega, imprudente
Los cachorros dormidos reclamando
Escarba, y con terror ve de repente,
Su ondulante espiral desarrollando.
Salir con un silbido una serpiente:
Tal se encontró Muley bajo la altiva
É imperiosa mirada de la Mora,
A quien débil juzgó como cautiva,
E insolente encontró como señora.
Miráronse un momento frente á frente
Aixa y Muley Hasán: mas no hay quien pueda
La mirada arrostrar resplandeciente
De esta mujer, cuyo ánimo valiente
Tanta virtud como valor hospeda.
Con los brazos cruzados sobre el pecho
Preguntó al Rey impávida: «¿Qué quieres?
—Tu hijo,» esclamó Muley. «¡Qué imbécil eres!»
Repuso con desprecio la Sultana,
Dominando á Muley á su despecho.
«¿Cuándo has supuesto que albergado viva
»En el pecho viril de una Africana
»El villano temor de una cautiva,
»Ni el corazón servil de una Cristiana?
»Tú te olvidas que Dios reina me ha hecho.
»¿Mi hijo á pedirme vienes? ¡insensato!
»Libre partió: mas si seguir su huella
»Deseas, de ocultártela no trato.
»Corre á tu villa de Guadix, y en ella,
»De Dios y de tus pueblos con la ayuda,
»Alzado Rey le encontrarás sin duda.
—¡En Guadix! dijo el Rey, ¡no lo he soñado!»
Y, de pavor mortal sobrecogido,
Ante la Mora en pié quedó aterrado,
Mudo ó inmóvil, cual del rayo herido.
Ella le contempló por un instante
Sin comprender lo que por él pasaba :
Mas suponiendo que algo meditaba
Contra el fugado príncipe, arrogante
Díjole, de él poniéndose delante:
«La bestia más feróz, jamás se encona
»Con sus hijos cual tú. ¿Qué esperar debo
»Del tigre que á sus hijos no perdona?
»Ya á todo yo por Abdilá me atrevo:
»Tigre, te encontrarás con la leona.
»De hoy, pues, no lograrás, feróz tirano,
»Ni tocar al menor de sus cabellos
»Sin que, cual tú feróz, mi régia mano
»Meta un puñal entre tu mano y ellos.»
Dijo, y una insolente carcajada
Soltó, la espalda con desdén volviendo:
No la volvió Muley ni una mirada
Ni la escuchó tal vez, sólo atendiendo
A la duda fatal en que vacila:
Y la sultana, hallándola entreabierta.
Con noble majestad pasó la puerta
Y á su cámara real fuese tranquila.
Viola Muley el pátio de la alberca
Cruzar, volviendo en sí: mas no dio un paso
Contra ella, ni el gesto más escaso
Hizo, aunque la guardia el pátio cerca.
En silencio, los brazos sobre el pecho
Cruzados ó inclinada la cabeza,
A solas con su mal ó su despecho.
Presa permaneció por largo trecho
De ruin superstición ú honda tristeza.
Mas notando el Monarca de repente
Que sus guardias le estaban contemplando,
Miró á su dignidad, hirguió la frente,
Y, cobrando su indómita fiereza,
Al pátio se lanzó, dónde llegando
Tendió la vista en derredor, ansioso
De encontrar una víctima á su saña.
En pié, junto á un pilar del peristilo.
Vió un hombre cuya cara le era estraña,
Pálido, ensangrentado, silencioso,
Y de torvo ademán, pero tranquilo.
Sonrió al divisarle, satisfecho
De hallar en quien la cólera del pecho
Descargar, y con calma aterradora
Fuese Muley á él. De pie derecho,
Contemplándole audaz, con ojo fijo.
El hombre le aguardó, y hasta él llegando
El iracundo rey así le dijo:
«¿Quién eres? —Nadie ya,» repuso el hombre.
De la ira Muley sintió la llama
Subirle al rostro, y de furor temblando:
«¿Tu raza, dijo, tu país, tu nombre?»
Y con acento de tristeza lleno
Al rey el hombre contestó sereno:
«No tiene nombre ya, país no tiene,
»Ni familia ni tribu le reclama
»Por suyo aquel que, su país dejando
»Esclavo, huyendo de su patria viene
»A contar el baldón con que se infama.
»Mi pueblo yace, Amir, muerto ó cautivo,
»Y el solo ves en mí que escapó vivo
»De la tremenda asolación de Alhama.»
Palideció el Monarca de pavura
Á esta nueva fatal: su mensagero
Sonrió con sardónica amargura
Así siguiendo: «Amir, mi alma está pura
»De traición: combatí junto al primero:
»Mas cuando todo se perdió, mi escaso
»Aliento aprovechó con la esperanza
»De poder, á tus pies llegando acaso,
»Pedirte, no favor, sino venganza;
»Pero no para mí: yo no la quiero:
»Sin honra y sin hogar morir prefiero.
»Alhama se perdió por tu abandono
»Y clamó contra tí su pueblo entero:
»Mas yo soy un creyente verdadero
»Y, en tí mirando á Aláh sobre tu trono,
»En nombre de mi raza te perdono.»
Dijo el lëal; y con sublime calma
En su pecho la daga sepultando,
Espiró, buen Muslim, encomendando
Su venganza á su Rey, á Dios su alma.
La guardia de los negros, torba y muda,
Ante el cuerpo del último Alhameño
Lloró tal vez su bárbaro heroísmo:
Sólo insensible y enarcado el ceño
Permaneció Muley con faz sañuda,
Víctima de un segundo parasismo
De su pavor recóndito sin duda.
Reinó un punto el silencio más solemne:
Luego, hablando Muley consigo mismo,
Dijo: «Sí, la verdad está perenne:
»La aparición… Alhama…, todo es cierto!
»Y él libre ya! — ¡Confúndale el abismo!
«Más valiera al nacer haberle muerto!»
Y aquí el Rey, humillando la cabeza,
Prosiguió con hondísima tristeza:
«¿Conque el cielo y la tierra se han unido
»En contra mía por tan varios modos?»
Mas hirguiéndola al punto con fiereza,
Dijo. «Mas no dirán que me he rendido:
»Mientras vive Muley, aún no han vencido,
»Todos, pues, contra mí, yo contra todos.»
Y volviendo la espalda, á pasos lentos
Volvió Muley de su oriental palacio
A entrar en los dorados aposentos
Donde Zil le siguió tras breve espacio.