El príncipe (1854)/Capítulo XIII

El Príncipe: precedido de la biografía del autor y seguido del anti-Maquiavelo o exámen del Príncipe, por Federico, el Grande, rey de Prusia, con un prefacio de Voltaire, y varias cartas de este hombre ilustre al primer editor de este libro, no publicado hasta ahora en España (1854)
de Nicolás Maquiavelo
traducción de Anónimo
Capítulo XIII
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CAPITULO XIII

De las tropas auxiliares, mistas y nacionales.

Llamanse tropas auxiliares las que un príncipe recibe prestadas de sus aliados para su socorro y defensa. Habiendo esperimentado a pesar suyo el papa Julio II en la empresa de Ferrara el peligro de valerse de milicias mercenarias, recurrió a Fernando, rey de España, quien se obligó por un tratado a enviarle tropas de socorro.

Esta especie de milicia puede ser útil a quien la envia; pero siempre es funesta al príncipe que se sirve de ella, porque, si es vencida, él es quien sufre la pérdida, y si vencedora, queda a su discrecion. Llena está la historia antigua de ejemplos que lo confirman; pero me limitaré a contar uno reciente. Queriendo Julio II apoderarse de Ferrara, pensó encargar el cuidado de esta espedicion a un estranjero; mas por fortuna suya ocurrió un incidente que le salvó de haber pagado bien cara semejante imprudencia. Fue el caso que, habiendo sido derrotadas sus tropas auxiliares en Ravena, se vió el vencedor acometido inopinadamente por los Suizos, que le pusieron en huida; y de esta suerte se libró el pontífice, no solo del enemigo, que fué vencido posteriormente, sinó de sus tropas auxiliares, que tan poca parte tuvieron en la victoria alcanzada.

Habiendo determinado los Florentinos poner sitio a Pisa, y careciendo de milicias nacionales, tomaron a su servicio diez mil franceses; falta que les acarreó mayores males que los que hasta entonces habian padecido. El emperador de Constantinopla, amenazado por sus vecinos, metió en la Grecia diez mil turcos, a quienes no pudo echar de allí concluida la guerra, y quedó esta provincia sujeta a los infieles.

Aquel, pues, que quiera ponerse en estado de nunca ser vencedor, no necesita mas que valerse de estas milicias, que es aun peor que las tropas mercenarias, porque forman un cuerpo, solamente sujeto a la obediencia de un estraño. Por el contrario, si se levanta esta última clase de milicias por quien las emplea y paga, y forman un cuerpo separado, no será tanta la continjencia de que sean perjudiciales una vez vencido el enemigo; porque, siendo nombrado el jefe por el mismo príncipe, no puede de un golpe adquirir bastante autoridad sobre el ejército para hacerle que convierta las armas contra el que le paga. En fin, yo creo que tanto debe temerse el valor de las tropas ausiliares, como la cobardía de las mercenarias; y que un príncipe prudente mas bien querrá esponerse a ser batido con sus propias tropas, que vencer con las estranjeras; además de que no es verdadera victoria la que se consigue por medio de un socorro estraño.

En prueba de esta proposicion no puedo menos de citar el ejemplo de Cesar Borja. Se apoderó de Imola y de Forli, valiéndose del auxilio de las trancesas: viendo desde luego que no podía contar con su fidelidad, recurrió a la milicia mercenaria que capitaneaban los Ursini y los Vitelli, como menos temible; y encontrando despues este príncipe tan poca seguridad en unas como en otras, tomó el partido de deshacerse de todas ellas, y no volvió a servirse sinó de sus propios soldados.

Si se quiere conocer la gran diferencia que hay entre estas dos especies de milicia, compárense las campañas del mismo duque, teniendo a sueldo suyo a los Ursini y los Vitelli, con las que hizo al frente de sus propias tropas; por que nunca pudo conocerse bastante su talento hasta que fué absoluto dueño de sus soldados.

Bien quisiera ceñirme a los ejemplos sacados de la historia moderna de Italia; pero viene tan al caso el de Hierón, tirano de Siracusa, de quien ya he hablado, que no lo puedo omitir. Habíale confiado esta ciudad el mando de sus tropas, compuestas de estranjeros mercenarios; y no tardando aquel jeneral en reconocer cuan poco podía prometerse de semejante milicia asalariada, cuyos jefes se conducian casi como nuestros italianos; viendo ya claramente que sin peligro no podía servirse de ella ni licenciarla, tomó la violenta resolucion de destruirla, y sostuvo despues la guerra con sus propios soldados.

Tambien citaré otro pasaje histórico sacado del viejo Testamento. Habiéndose ofrecido David a salir a pelear contra el temible filisteo Goliat, el rey Saúl, para encender su ánimo, le armó con su espada, su morrion y su coraza; pero, viendo David que mas le servian de embarazo que de provecho estas armas, declaró que, para vencer a su enemigo, no necesitaba de otras que su propia honda y el cuchillo. Rara vez le viene a uno bien la armadura ajena: lo mas comun es que venga demasiado estrecha, o demasiado holgada.

En fin, o la milicia estranjera sirve de carga muy pesada, o abandona al que la busca cuando podría ser util, o se vuelve contra el mismo que se vale de ella. Carlos VII, padre de Luis XI, despues que con su valor libró a la Francia de los Ingleses y quedó convencido de la necesidad de combatir con sus propias fuerzas, estableció por todo el reino compañías regladas de caballeria y de infanteria. El citado Luis suprimió despues los infantes, y en su lugar sustituyó a los Suizos; mas esta falta, que cometieron tambien sus sucesores, es el oríjen de los infortunios de aquel estado, como se ve en el dia; porque, acreditando estos reyes la milicia helvética, envilecieron la suya propia, que, habiendose acostumbrado a combatir al lado de los Suizos, cree que no puede vencer sin ellos; de suerte que los Franceses ni se atreven a pelear contra los Suizos, ni a hacer la guerra a nadie sin ellos.

Son, pues, los ejércitos franceses en parte mercenarios, y en parte nacionales; mezcla que les hace superiores a las tropas puramente asalariadas o puramente auxiliares, pero inferiores con mucho a las que se forman en el mismo pais. El ejemplo que acabo de citar basta para probar que la Francia sería invencible, si hubiera observado fielmente las disposiciones militares de Cárlos VII; mas llega a tanto por desgracia la imprudencia de los hombres, que entran a ciegas en las empresas prometiéndose ventajas imajinarias y llevandose de apariencias lisonjeras, sin conocimiento ni prevision del mal que está oculto, como sucede con la calentura ética de que ya he hablado.

Así qué no es verdaderamente sabio el príncipe que no conoce los males, sinó cuando ya no es tiempo de remediarlos. Conocerlos a tiempo es ciencia poco comun entre ellos. La primera causa de la decadencia del imperio romano fue haber tomado a sueldo a los Godos, circunstancia que dió crédito a estos bárbaros a costa de la milicia romana.

Un príncipe que no puede defender sus estados sinó con tropas estranjeras, se halla a la merced de la fortuna y sin recurso alguno en la adversidad. Es máxima jeneralmente recibida, que nada hay tan endeble como el poder que no se apoya en sí mismo; es decir, que no se defiende por sus propios ciudadanos, sinó por medio de estranjeros, ya sean aliados, ya sean asalariados. No es dificil poner en pie una milicia nacional empleando los mismos medios de que se sirvieron con tanta habilidad Filipo, padre de Alejandro Magno, y otros muchos estados, tanto monárquicos como republicanos, de los cuales he hablado ya en mis escritos anteriores: el lector puede consultar las constituciones de aquellos pueblos, para acabar de instruirse en esta materia [1]




  1. Nihil rerum mortalium tam instabile ac fluxum est, quam fama patentiæ non sua vi nixæ: «Entre las cosas caducas de este mundo no hay una tan instable y vacilante como la reputacion de una potencia que no puede apoyarse en sus propias fuerzas.» (Tácito, Annal.)

El Príncipe de Maquiavelo, precedido de la biografia del autor y seguido del anti-Maquiavelo o exámen del Príncipe, por Federico, el Grande, rey de Prusia, con un prefacio de Voltaire, y varias cartas de este hombre ilustre al primer editor de este libro, no publicado hasta ahora en España. Imprenta de D. Jose Trujillo, Hijo. 1854.

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