​El Anti-Maquiavelo​ (1854) de Federico II el Grande
Capítulo XXVI
Nota: Se respeta la ortografía original de la época.


Exámen.


De las diversas clases de negociaciones y de las causas que pueden motivar justamente una declaracion de guerra.

Ya hemos visto en el curso de esta obra la falsedad de los argumentos que ha empleado Maquiavelo para fascinar al lector, disfrazando a los malvados con máscaras de grandes hombres. A arrancarles esta máscara se han dirijido todos mis esfuerzos, a fin de desengañar a muchos de la idea erronea que se han formado, o pudieran formarse, acerca de la conducta política de los soberanos en jeneral. He dicho a los reyes que su verdadero interes está en hacerse superiores a sus súbditos en virtudes, para que no se vean estos obligados a condenar en otros los mismos vicios que tolerarian de la real persona. He probado en fin, que no bastan gloriosos hechos de armas para establecer la reputacion de un buen príncipe, sinó que debe procurar en lo posible la felizidad de su pueblo. A esto añadiré ahora, para concluir, algunas consideraciones sobre dos puntos que considero muy esenciales en política: el uno tocante a las negociaciones diplomáticas, y el otro referente a las causas que pueden constituir un casus belli.

Los embajadores y ministros residentes en las cortes estranjeras deben ser considerados en jeneral como una raza privilejiada de espias, cuya mision es observar cuidadosamente la conducta del soberano en cuya corte residen, penetrar sus designios, interpretar sus disposiciones y prever sus obras, a fin de poder informar de cuanto ocurra al príncipe que los emplea en su servicio. El principal objeto de un embajador debe ser, sin duda alguna, el de estrechar los vínculos de amistad y alianza entre los soberanos; pero, en vez de ser mensajeros de paz, son con frecuencia precursores de la guerra. La audacia, la astucia y el soborno son las armas que jeneralmente emplean para arrancar a los ministros los secretos del estado, atrayéndose a los débiles con pérfidas razones, a los orgullosos con lisonjas, y a los interesados con ricos presentes. En una palabra, hacen todo el mal que pueden porque creen pecar por deber y están seguros de la impunidad. Contra los artificios de estos espias deben los príncipes tomar justas medidas. Cuando las negociaciones diplomáticas son importantes, entonces debe el soberano examinar cuidadosamente la conducta de sus ministros, a fin de averiguar si alguna lluvia de Danae ha logrado alijerar en ellos el sueño de la virtud.

En épocas de crisis en que suele tratarse de formar alianzas, el soberano debe poner en juego toda su prudencia y discrecion; debe disecar la naturaleza de sus promesas, para que pueda cumplirlas en lo sucesivo, porque un tratado, considerado en todas sus partes y en sus consecuencias futuras, aparece con mucha mayor trascendencia de la que resulta considerándolo en conjunto. Sucede con frecuencia que aquello que a primera vista nos parece una ventaja real y positiva, no es sinó un miserable paliativo que puede acarrear la ruina del estado. A estas precauciones hay que añadir un cuidadoso esmero en la eleccion de palabras, a fin de que no pueda hacerse una distincion fraudulenta entre la significacion de los términos y el sentido que se les quiere dar.

Debiera formarse una coleccion de todas las faltas que han cometido los príncipes por lijereza o esceso de confianza para uso de los que quisieren firmar tratados o hacer alianzas en lo sucesivo. El tiempo que perderían los reyes en su lectura les serían sumamente útil en la practica de estas espinosas negociaciones.

No siempre se hacen los tratados por conducto de ministros debidamente acreditados. A vezes suelen los príncipes enviar comisionados sin carácter diplomático que hacen sus proposiciones indirectamente y con tanta mayor libertad cuanto que de este modo comprometen menos la dignidad de sus soberanos. Los preliminares de la última paz entre la Francia y la Alemania se concluyeron de esta manera, sin que el resto del imperio ni las potencias marítimas tuvieran noticia de ello.

Víctor Amadeo, el príncipe mas artificioso y mas hábil de su época, sabía mejor que nadie el arte de disimular sus designios: la Europa fue víctima en mas de una ocasion de su astucia y sagazidad. Citaré en otros el ejemplo de su alianza con la Francia, cuando el mariscal de Catinat, disfrazado bajo el hábito de un monje, entró en su palacio so pretesto de escuchar su confesion, siendo el verdadero objeto del confesor y del confesado ajustar secretamente las bases de una alianza entre la Francia y la Savoya, separándose esta última del partido del emperador de Alemania. Esta negociacion se llevó a cabo con tanto silencio y destreza, que la Europa, sorprendida con las nuevas de su repentina alianza, creyó ver un fenómeno desconocido en la ciencia política. No pretendo justificar ni censurar la conducta de Víctor Amadeo; he propuesto su ejemplo como modelo de habilidad y discrecion, que son cualidades necesarias a todo soberano, cuando se emplean con un fin loable.

Es regla jeneral que deban emplearse en las negociaciones hombres sagazes, penetrantes y persuasivos, que, no solo esten versados en el manejo de la intriga, sinó que sepan leer en la fisonomía los secretos del corazon. No conviene abusar de la astucia. Sucede en esto como en el modo de usar los estimulantes que despiertan nuestro apetito: si se usan con demasiada frecuencia, gastan el paladar y pierden su virtud. La probidad, por el contrario, es un alimento simple que conviene a todos los temperamentos y que robustece el cuerpo sin irritarle.

El principe que llegue una vez a tener reputacion de candoroso, se captará infaliblemente la confianza de todos los soberanos de Europa; será dichoso sin apelar a la intriga, y fuerte por la sola fuerza de su virtud. La paz y la felizidad de los pueblos son el centro a donde vienen a reunirse los senderos de la sana política y el blanco de todas las negociaciones honradas.

La tranquilidad de la Europa depende muy principalmente en nuestros dias del mantenimiento del equilibrio de los poderes; con el cual se consigue que las monarquías poderosas estén contrapesadas por otros poderes reunidos. Si llegase a faltar este equilibrio, sería de temer una revolucion universal que tal vez diera por resultado el alzamiento de una nueva monarquía compuesta de los despojos de las demás. El interes de los príncipes de Europa les aconseja, pues, que no se descuiden en formar alianzas y hacer mutuos convenios, a fin de que, reunidos, puedan oponerse con fuerzas iguales a los designios de algun monarca ambicioso; desconfiando sobre todo, de los que traten de desunirlo, por medio de la zizaña. Acuérdense de aquel consul que, queriendo demostrar cuan necesaria es la union a los débiles, asió de la cola de un caballo, e hizo inútiles esfuerzos para arrancarla; pero luego que, separando la crines, pudo arrancarlas una a una, logró reunir en su mano fácilmente la cola entera. Esta leccion es tan útil para ciertos príncipes modernos como lo fué para las lejiones romanas: solo su union puede hacerles temibles y mantener la paz y la tranquilidad en la Europa.

El mundo sería muy dichoso si las negociaciones diplomáticas bastasen a tener la justicia y a conservar la paz y buena armonía entre las naciones; si los hombres empleasen argumentos en vez de armas, y se contentasen con discutir en vez de matarse unos a otros. La necesidad, empero, obliga a los príncipes a recurrir a otros medios mas crueles. Hay ocasiones en que es preciso defender con las armas la libertad de los pueblos, obteniendo asi por medios violentos lo que no puede conseguirse con razones pacíficas. En estos casos el soberano juega la suerte de su pueblo en los campos de batalla; y solo entonces deja de ser una paradoja ese dicho tan conocido de un gran jeneral, que una buena guerra da y asegura una larga paz.

Una guerra es justa o injusta segun las causas que la provocan. Los soberanos, ofuscados a vezes por sus pasiones o por la ambicion, no ven la injusticia de su conducta, y las acciones mas violentas les parecen justificadas. La guerra es un recurso que solo debe emplearse en casos desesperados, examinando antes si es el orgullo o la razon lo que nos mueve a emprenderla.

Hay guerras defensivas, y estas son indudablemente las mas justas.

Hay guerras de interés, que son las que emprenden los reyes para mantener sus derechos. Las armas son sus argumentos, y la suerte de los combates decide de la validez o injusticia de sus pretensiones.

Hay guerras de precaucion, que suelen emprender los príncipes por motivos de interés político. Estas guerras son ofensivas, mas no por eso menos justas. Cuando el poder jigantesco de una monarquía parece próximo a desbordarse, inspirando serios temores a los demas soberanos, es prudente oponer diques a su impetuosidad. Estos sucesos se anuncian siempre con ciertos preliminares significativos, que dan a entender al soberano amenazado la proximidad de una lucha, difícil de sostener con sus propios recursos. Es, pues, indispensable que se reuna con sus aliados para hacer frente al enemigo comun. Si los reyes de Ejipto, de Syria y de Macedonia se hubiesen ligado contra los romanos, jamas hubieran estos podido arrebatarles sus coronas: semejante alianza hubiera dado por resultado una guerra ofensiva, y probablemente el aborto de los designios ambiciosos de aquel imperio jigante, que logró sucesivamente encadenar el universo.

Siempre es prudente preferir los males conocidos a los inciertos. Vale mas que un príncipe arrostre los peligros de una guerra ofensiva, cuando aun es dueño de optar entre el laurel y la oliva, que aguardar a que su adversario le declare la guerra en momentos menos propicios, cuando tal vez no consiga sinó retardar por algun breve tiempo el desastre que le amenaza. Es mas prudente vivir sobre aviso que esperar el aviso de otros: los que han observado esta máxima conocen su utilidad.

Muchos príncipes han tomado parte en las guerras de sus vecinos, sin mas interés que el de cumplir sus tratados de alianza, en virtud de los cuales se han visto obligados a suministrarles un número determinado de tropas auxiliares. Estos compromisos son hijos de la necesidad, porque, como los soberanos no pueden conservar sus tronos sin prestarse ayuda mutuamente, ni hay príncipe alguno en Europa que pueda hacerse respetar con sus solas fuerzas, de aquí resulta esa necesidad de prestarse mutuamente auxilio en los momentos de peligro, contribuyendo cada cual con sus fuerzas a la seguridad de todos. El éxito de la guerra suele favorecer a unos aliados mas que a otros, segun el rumbo que toman los acontecimientos; pero esta desigualdad en los beneficios, imposible de prever ni de equiparar, no impide que los tratados se hagan y se cumplan con la mas relijiosa escrupulosidad, como lo aconsejan la honradez y la sabiduría. Las alianzas son tambien de gran valor para los mismos pueblos, porque hacen mas eficaz la proteccion que les debe el soberano.

Podemos, pues, concluir que toda guerra que tenga por objeto rechazar la usurpacion, mantener legítimos derechos y garantizar la libertad del mundo, es conforme a la justicia; y el soberano que la emprenda con este fin, no será nunca responsable de la sangre derramada, porque obrará por necesidad, y porque la guerra en ciertos casos es preferible a la paz.

En otros tiempos, los principes desdeñaban las alianzas, prefiriendo vender sus soldados a la parte mas jenerosa, y traficando vilmente con la sangre de sus súbditos. La institucion del soldado tiene por objeto la defensa de la patria: venderle a un estraño como se venden las fieras para un anfiteatro, es deshonrar la noble carrera militar y pervertir el objeto de la guerra. Dícese que es sacrilejio vender las cosas sagradas; ¿y hay algo mas sagrado que la sangre del hombre?

Las relijiosas, si son intestinas, se deben jeneralmente a la imprudencia del soberano. Cuando este favorece a una secta mas que a otra, cuando reprime o ensancha demasiado al ejercicio público de ciertas relijiones, o cuando se mezcla él mismo en cuestiones de partido, no debe estrañar que el fanatismo encienda la tea de la discordia. El medio mas seguro de verse libre de las tempestades que el espíritu dogmatico de los teólogos suscita con tanta tenazidad entre los hombres, es mantener la preponderancia del gobierno civil en su mayor vigor, dejando a cada cual la libertad de su conciencia. El príncipe debe siempre ser rey y nunca monje.

En cuanto a las guerras relijiosas que se mueven en el esterior, debo decir que son el colmo del absurdo y de la injusticia. Salir de Aix la Chapelle para ir a convertir a los sajones con la espada como hizo Carlo Magno, o equipar una flota para obligar al sultan a que se haga cristiano, son empresas que no es posible calificar. La manía de las Cruzadas pasó ya, y ¡quiera el cielo que nunca vuelva!

En jeneral la guerra es tan fecunda en calamidades, son tan inciertos sus resultados y tan funestas sus consecuencias, que nunca son inútiles los esfuerzos que haga el soberano para evitarla. Las violencias que cometen las tropas en un pais enemigo son nada en comparacion de los males que amenazan a los estados del príncipe belicoso. Estoy persuadido que, si los monarcas tuviesen a la vista el cuadro fiel de las miserias que preparan a los pueblos con una simple declaracion de guerra, no serían insensibles a un espectáculo tan doloroso. Los reyes no pueden formarse una idea exacta de estos males que no conocen, porque su condicion les pone al abrigo de estas calamidades de la guerra. ¿Cómo es posible que sientan el peso de las contribuciones que agobian a los pueblos, la falta de la juventud trabajadora que cambia la azada par el fusil, el estrago de las epidemias que diezman el ejército, el horror de la batalla, la desesperacion del soldado mutilado, que pierde quizás con los miembros de su cuerpo el único instrumento de su industria, el dolor de la viuda y del huérfano y la pérdida de tantos hombres útiles al estado, que mueren antes de tiempo privando a la patria de sus servicios?

Los reyes que tratan a sus súbditos como si fueran esclavos, esponen sus vidas sin piedad y los llevan a la matanza con bárbara indiferencia; pero los príncipes que tratan a los demas hombres como a sus iguales, y que saben que el pueblo es un cuerpo, del que ellos son el alma, economizan siempre que pueden la sangre de sus súbditos.

Antes de concluir esta obra, ruego a los soberanos que no se ofendan de la libertad con que les hablo: mi objeto es decir la verdad, exhortar a los hombres todos a que practiquen la virtud, y no adular a ninguno. La buena opinion que tengo de los príncipes que reinan actualmente en el mundo, me hace creer que son dignos de escuchar la verdad. [1] Solo a un Neron, a un Alejandro VI, a un Cesar Borja o a un Luis XI, sería peligroso decirla. Gracias al cielo, la Europa se ve libre de semejantes monstruos; y el mejor elojio que puede hacerse de sus actuales soberanos es decir que un escritor se atreve a censurar las vicios que degradan a los reyes, y las leyes contrarias a la justicia.


  1. Escribia el autor en 1740.

El Príncipe de Maquiavelo, precedido de la biografia del autor y seguido del anti-Maquiavelo o exámen del Príncipe, por Federico, el Grande, rey de Prusia, con un prefacio de Voltaire, y varias cartas de este hombre ilustre al primer editor de este libro, no publicado hasta ahora en España. Imprenta de D. Jose Trujillo, Hijo. 1854.

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