​El Anti-Maquiavelo​ (1854) de Federico II el Grande
Capítulo XVI
Nota: Se respeta la ortografía original de la época.


Exámen.

Dos grandes escultores de la antigüedad, Fidias y Alcamenes, hicieron cada uno, a competencia, una estatua de Minerva, para que los Atenienses elijiesen la mas hermosa, que debía colocarse sobre una elevada columna en la plaza pública. Concluidas ambas obras y espuestas a la censura del pueblo, fue jeneralmente preferida la de Alcamenes por lo pulido del trabajo, mientras que la de Fidias, labrada toscamente al parecer, obtuvo pocos sufrajios. Pero este último, sin descontentarse por el juicio del vulgo, pidió que se colocasen las estatuas a la altura para que habían sido destinadas; hecho lo cual, Fidias obtuvo el premio por el voto unánime de los Atenienses.

Esté conocimiento de las reglas de proporcion aplicadas segun la distancia y los lugares, que era el principal mérito de Fidias, es igualmente necesario al estudio de la política, cuyas máximas varian segun los paises y las ocasiones en que se quieran aplicar. Pretender que se adopte una fórmula jeneral, es un absurdo; porque lo que conviene a una gran nacion no conviene siempre a un estado pequeño. El lujo, por ejemplo, que nace de la abundancia y promueve la circulacion de las riquezas, es causa de prosperidad para las grandes naciones; porque fomenta la industria, al par que crea la necesidad de poseer riquezas, que aprovechan tanto al rico como al pobre. De modo que si un estadista inhabil se propusiese desterrar el lujo de una gran nacion, causarla su ruina. El lujo, por el contrario, sería pernicioso y funesto a los estados pequeños; porque ocasionaría mucho mayor estraccion que introduccion de caudales, y morirían los pueblos de consuncion. Es, pues, una regla invariable para todo estadista el no confundir las naciones grandes con las pequeñas; y contra esta regla ha pecado Maquiavelo en el presente capítulo.

Su primer error consiste en que no ha sabido distinguir claramente la liberalidad de la prodigalidad. Segun Maquiavelo, el príncipe debe tener reputacion de avaro, si quiere emprender cosas útiles; yo sostengo que debe tenerla de liberal, y que debe serlo. Ninguno de los que el mundo llama héroes, ha dejado de ser liberal en su sentido. El príncipe que se hace notable por su avaricia no tendrá nunca buenos servidores; porque sus súbditos, persuadidos del mal pago que habrán de recibir por su servicios, no tendrán interes en servirle.

Es evidente que para que el hombre sea liberal y pueda hacer bien a los demas, debe saber administrar sus bienes con prudencia y economía. Tenemos el ejemplo de Francisco I, rey de Francia, cuyos escesivos gastos fueron en gran parte, causa de sus desgracias. Pero este rey no fue liberal sinó prodigo; y cuando, en los últimos años de su vida quiso correjir sus despilfarros, cayó en el vicio opuesto, afanándose por llenar sus arcas de oro, en vez de introducir la economía en sus asuntos domésticos. De nada sirven los tesoros si no se ponen en circulación. Lo que el príncipe necesita son rentas, lo mismo que los individuos particulares; y el que se empeña en amontonar riquezas para enterrarlas no conoce el arte de hacer fortuna. Los Medicis obtuvieron la soberanía de Florencia, porque el gran Cosme, padre de la patria y simple comerciante, supo ser liberal con talento: si hubiera sido avaro, no hubiera podido desplegar su jénio sino a medias. El cardenal de Retz decía con razon que en los grandes negocios no debe repararse en el dinero gastado.

El príncipe debe tratar de enriquecer el tesoro público favoreciendo el comercio y la industria de sus súbditos, y de este modo podrá gastar con liberalidad cuando sea necesario, y se captará el amor y la estimacion jeneral. Maquiavelo dice que su liberalidad le hacía despreciable. Así hablaría un usurero; pero no es así como debe hablar un hombre que se propone dirijir la educacion de un príncipe.


El Príncipe de Maquiavelo, precedido de la biografia del autor y seguido del anti-Maquiavelo o exámen del Príncipe, por Federico, el Grande, rey de Prusia, con un prefacio de Voltaire, y varias cartas de este hombre ilustre al primer editor de este libro, no publicado hasta ahora en España. Imprenta de D. Jose Trujillo, Hijo. 1854.

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