​El Anti-Maquiavelo​ (1854) de Federico II el Grande
Capítulo XVIII
Nota: Se respeta la ortografía original de la época.


Exámen.

Maquiavelo se atreve a asegurar en este capítulo que los príncipes pueden engañar al mundo si saben disimular: por esta incalificable proposicion debo empezar a combatirle.

Todos conocemos hasta donde alcanza la curiosidad pública. El público es un monstruo que todo lo vé, todo lo oye y todo lo divulga. Cuando su curiosidad se dedica a escudriñar la conducta de los particulares, no lleva mas objeto que el de entretener a los ociosos; pero cuando examina el carácter de los príncipes, es porque su propio interes le mueve a ello. Así es que los príncipes estan mas espuestos que los demas hombres al exámen y a la censura del mundo. Son como los astros, que sirven de blanco al ojo del astrónomo observador. Un jesto, una sola mirada puede hacerles traicion; los cortesanos hacen diariamente sus comentarios; el pueblo forma sus conjeturas, y de ellas depende con frecuencia el mayor o menor afecto que le demuestran sus súbditos. En suma, es tan imposible que el príncipe pueda ocultar sus defectos a los ojos del pueblo como que pueda el Sol ocultar a los ojos del astrónomo las manchas que se observan en su disco.

Pero, aun cuando la máscara del disimulo bastase a encubrir por algun tiempo la deformidad natural de un príncipe, llegaría un dia, un momento, en que se descubriese, siquiera para respirar; y este solo momento bastaría para satisfacer a los curiosos. En vano trataría de volver a disimular con discursos artificiosamente estudiados; la opinion pública no juzga a los hombres por sus palabras, sinó que compara sus palabras con sus acciones, y sus acciones unas con otras; y nada podrán contra este examen escrupuloso y severo la falsedad ni el disimulo. Nadie sabe representar con propiedad un carácter que no sea el propio. Sixto V, Felipe II y Cromwell tuvieron reputacion de hipócritas y emprendedores, pero no de virtuosos.

Las razones que aduce Maquiavelo para aconsejar a los príncipes que obren con hipocresía y mala fe, no son mas sólidas que las que ha empleado anteriormente. La aplicacion injeniosa, pero falsa, de la fábula del Centauro nunca sería concluyente; porque de que un Centauro tenga medio cuerpo de hombre y medio de caballo, no se sigue que los príncipes deban ser astutos y ferozes. Mucho interes debía tener Maquiavelo en dogmatizar el crimen cuando traía de tan lejos sus argumentos. Otra conclusion aun mas estraña es cuando dice que el príncipe debe reunir las cualidades del leon y del zorro, y por consiguiente, que el príncipe no está obligado a cumplir su palabra. Confieso que este modo de argumentar es superior a mis alcanzes.

Si fuera posible cambiar el sentido de las palabras de Maquiavelo, con objeto de dar a sus ideas un viso de probidad que estan lejos de tener, podríamos interpretarlas del modo siguiente: El mundo es como una mesa de juego donde hay jugadores de buena fe y jugadores tramposos; conviene, pues, que el príncipe sepa como se hacen las trampas, no para que las ponga en práctica, sino para poderlas conocer cuando otros quieran engañarle. Pero volvamos a los raciocinios del autor.

Otra de las razones que alega en prueba de que el príncipe no está obligado a cumplir su palabra, es que ningun hombre es fiel a la suya, porque todos son perversos y desleales. Mas adelante se contradice asegurando que el hombre astuto hallará siempre hombres sencillos que se dejarán engañar. De modo que no sabemos a que atenernos.

En primer lugar es falso que el mundo esté compuesto únicamente de malvados; es preciso ser muy misantropo para no conocer que hay por fortuna muchos hombres de bien en la sociedad, y que, tomados en conjunto, los hombres se mantienen distantes del vicio y de la virtud. Verdad es que Maquiavelo necesitaba un mundo de malvados para echar en él los cimientos de su execrable política. Pero, aun suponiendo que existiese esa perversidad total, no por eso sería consecuencia precisa que el príncipe debiera imitarla. De que un malhechor robe, pille y asesine, deduzco que se le debe castigar, no que deba yo arreglar mi conducta por la suya. «Si desapareciesen del mundo el honor y la virtud, decía Carlos el Sabio, [1] los príncipes debieran ser sus depositarios y trasmitirlos a la posteridad.»

Despues de haber probado a su modo la necesidad del crímen, Maquiavelo trata de animar a sus discípulos esplicándoles cuan fácil es ser criminal: esto es lo que se puede juiciosamente colejir de sus palabras cuando dice que el hombre versado en el arte del engaño hallará siempre jentes sencillas que se dejarán engañar. De modo que, porque mi vecino sea un simple y yo un astuto zorro, debo engañarle sin escrúpulo. Silojismos como este han llevado al patíbulo a muchos discípulos de Maquiavelo.

El autor pasa en seguida a demostrar que la felizidad es el fruto de la perfidia. Afortunadamente todos sabemos que César Borja, el heroe predilecto ae Maquiavelo, y el mas pértido y malvado de los príncipes de su siglo, fue muy infeliz. En esta ocasion el autor se guarda bien de nombrarle siquiera; pero necesitaba un ejemplo, y solo en los rejistros de criminales o en la historia de los Nerones del mundo podia haber hallado uno que le cuadrase. Alejandro VI, el hombre mas falso y mas impío de su época, es ahora el modelo que nos presenta el autor, asegurándonos que aquel pontífice no hizo otra cosa en su vida sinó engañar, y que siempre salió bien de sus empresas, porque conocía la credulidad de los hombres.

Si Alejandro VI consiguió llevar a cabo algunos de sus designios, no debe atribuirse a la credulidad de los hombres solamente, sinó a las circunstancias especiales que le favorecieron. El contraste ambicioso entre la España y la Francia, la desunion de las familias de Italia y la debilidad de Luis XII fueron coyunturas favorables a las miras políticas de aquel papa.

Aparte de estas consideraciones, la mala fe es un defecto en política. Cito la autoridad de un gran ministro: don Luis de Haro decia que el cardenal Mazarino tenia un grave defecto como hombre político, porque siempre obraba de mala fe. El mismo Mazarino, queriendo emplear al mariscal de Faber en una negociacion poco escrupulosa, recibió una respuesta que debió desengañarle de las máximas de Maquiavelo. «Monseñor, le dijo el mariscal, permitidme que rechace la mision de engañar al duque de Saboya, que no me «corresponde desempeñar, porque la Europa sabe que soy hombre de bien. Reservad mi honradez para cuando se trate de la salvacion de la Francia.»

No quiero argüir a Maquiavelo con la probidad ni con la virtud: el simple interes de los príncipes condena esa política desleal que consiste en engañar a sus aliados, porque el que una vez engaña pierde para siempre la confianza y la estimacion jeneral. Es muy comun en algunos príncipes del dia declarar en un manifiesto las miras de su política y obrar seguidamente en sentido contrario: semejante conducta jamás podrá granjearles la confianza de los soberanos de Europa; mucho menos cuando sus malas obras siguen de cerca a sus promesas. Cuando el príncipe se vea obligado a separarse de la letra de los tratados, porque reconozca la lijereza con que se adhirió a ellos, o porque las necesidades de su pueblo lo exijan imperiosamente, debe conducirse como hombre de bien, avisando con tiempo a sus aliados y esponiendo públicamente las razones que justifiquen su conducta.

No quiero concluir este capítulo sin hacer observar al lector la fecundidad con que se propagan los vicios en el sistema de Maquiavelo. El autor quiere que el rey incrédulo sea hipócrita al mismo tiempo, porque cree que su finjida devocion podrá servir de escusa a su crueldad. No faltan jentes que opinen de la misma manera; yo creo por el contrario que los hombres perdonan facilmente los errores que nacen del estravío de la razon, siempre que no influyan en las obras del soberano; y no habrá pueblo que no prefiera un príncipe esceptico, pero hombre de bien y equitativo, a un príncipe ortodoxo, cruel y tirano. Las obras, no las ideas, del monarca son las que labran la felizidad de las naciones.


  1. Carlos V, rey de Francia.

El Príncipe de Maquiavelo, precedido de la biografia del autor y seguido del anti-Maquiavelo o exámen del Príncipe, por Federico, el Grande, rey de Prusia, con un prefacio de Voltaire, y varias cartas de este hombre ilustre al primer editor de este libro, no publicado hasta ahora en España. Imprenta de D. Jose Trujillo, Hijo. 1854.

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