Ecos de las montañas: 6

Capítulo I de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla


Hay razas que condenadas
vienen a la tierra ya
a ser tragadas por otra
que de ellas marcha detrás;
y por más que ellas caminen
con rauda velocidad,
la que camina tras ellas
siempre avanza mucho más.
Su fe, poder y constancia
huella su fatalidad,
y se pierden como el polvo
al soplo del vendaval.

Hunaldo y Lupo, modelos
de constancia y fe tenaz,
atletas vencidos siempre,
pero rendidos jamás,
tornaron por la vez última
la Europa a insurreccionar
contra los francos, con fiera
y heroica terquedad.
Palanca de su venganza
hacer supo perspicaz
su astucia de cuanto puede
las pasiones exaltar;
y con firme pertinacia,
con cauta sagacidad
y diabólica doblez
la lograron combinar.
Tras largas noches de insomnios,
tras largos días de afán,
de azarosísimos viajes
hechos de extraño disfraz
a favor, de oscuras tramas
próximas siempre a abortar,
nudo a nudo aseguraron
la espesa red de su plan.
Poco con él importábales
el porvenir arriesgar
del cristianismo, encender
la discordia universal
y degollar sin escrúpulo
de la Europa la mitad,
con tal de vengar a Waifro
y a los francos de humillar.
No quedó príncipe, duque,
ni conde, ni capitán
que de los francos tuviera
qué temer o qué vengar,
cuya chispa de odio o miedo
no supieran en volcán
convertir Hunaldo y Lupo
con su destreza infernal.

Una tarde en la espesura
de una selva secular,
a cuyo centro recóndito
pinos resinosos dan
toldo, rumores, aroma,
secreto y seguridad,
Hunaldo y Lupo juntaron
diez jefes de sangre real,
un pacto de odio y venganza
en sus manos a jurar
con que alcanzar de una vez
sepultura o libertad.
Solo acudió cada uno,
por su senda cada cual,
con sed de sangre en el alma,
bajo atavíos de paz.
Dejando cada uno oculta
escasa escolta leal,
entró en el bosque mostrando
de su estirpe y dignidad
las insignias francamente,
como quien resuelto va
a arriesgar todo por todo,
prevenido a todo azar.
Y fué una escena diabólica,
en cuyo éxito quizá
tomó parte por Hunaldo
el poder de Satanás;
porque Hunaldo conspiraba,
con Francia por acabar,
hasta en pro del paganismo
y contra el poder papal.
Y Hunaldo con la vehemencia,
que solamente es capaz
un odio a muerte en un alma
cual la suya de inspirar,
y Lupo con elocuencia
doble, insidiosa y sagaz
de su lengua de sirena
y su intención de chacal,
en la alma de sus aliados
acertaron a infiltrar
de su odio feroz de raza
la acre ponzoña letal.
La impresión de aquella escena
romántica al calcular,
contaron con la del vino
generosa calidad;
y de oro y licor vertieron
tan generoso raudal,
entre brindis y cantares
de venganza y libertad,
que al poner fin con la tarde
a su regia bacanal
pudieron Hunaldo y Lupo
con ejércitos contar.
A izar iban otra vez
su bandera señorial:
ya eran jefes; ya eran fuertes
otra vez en tierra y mar.

Sobre su tordo fogoso,
lanzando otra vez audaz
su grito de guerra al viento
de un himno báquico a par,
Hunaldo, a la luz ya incierta
del crepúsculo fugaz,
de sus aliados al frente
volvió el bosque a atravesar.
Ellos, tras él arrastrados,
repetían de él detrás
sus pasos descompasados
y sus cantos sin compás;
y lanza en mano, en las crines
asegurándose mal,
y con carcajadas de ebrios
y de ebrios con ademán,
con el ruido de un pedrisco
que lanza la tempestad,
como remolino de hojas
que arrebata el huracán,
saltando matas y troncos,
a la luz crepuscular
van, torbellino de Hunaldo,
larvas de su odio voraz,
sin recordar lo pasado,
su porvenir sin sondar,
sin mirar adónde pisan,
sin saber adónde van.

Y Hunaldo llegó con ellos
a la Iglesia a amedrentar,
y vaciló Carlomagno,
pero un momento no más.
En Germania, Italia, España,
Francia, por tierra y por mar,
de Hunaldo y Lupo sobre ellos
cayó la fatalidad.
Los que una muerte no osaron
desesperada arrostrar,
de Carlomagno cayeron
bajo la planta imperial.
Hunaldo, con la increíble
y larga virilidad
de su voluntad de bronce
y sus fuerzas de titán,
murió apedreado en Pavía
por la furia popular,
excomulgado y cargado
con la maldición papal:
y la raza carlovingia
su trono al asegurar
le acuñó con los pedazos
de su corona ducal.

En el castillo de Waifro,
Lupo, después de encerrar
a su mujer y a una niña
a quien ésta el pecho da,
fué a tender a Carlomagno
emboscada en un breñal,
y le mató en Roncesvalles
de sus doce el mejor Par.
Carlomagno, despechado
por la muerte de Roldán,
entrampó a Lupo y le hizo
cual lobo rabioso ahorcar.

Raza infeliz en quien rudo
pesó el castigo de Adán
y en quien se cebó implacable
la injusta fatalidad:
raza a quien hizo la historia
por vencida criminal,
aunque sucumbió en defensa
de su tierra y libertad:
raza a quien ni los romances
quisieron patrocinar,
pues otros nombres y origen
a su casa y gentes dan,
dejó tras sí una azucena
cuyo aroma virginal
quisiera que en estas hojas
se pudiera respirar.
Una doncella…, no, un ángel
de amor que en cuerpo mortal
vino al castillo de Waifro
a amar, sufrir y expirar.
Una hurí cuya poética
leyenda tradicional
los ECOS DE LAS MONTAÑAS
me han venido a mí a contar.
¡Feliz yo si su relato
de estas hojas por el haz
lograra extender, por ellas
haciéndole resbalar
como un arroyuelo límpido,
cuyo sonoro raudal
lame la arena y el césped
que lecho y sombra le dan!



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II