Ecos de las montañas: 11

Capítulo IV de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

CAPÍTULO IV editar


Al mediodía siguiente,
del castillo en una cámara
que alumbran con luz espléndida
dos bizantinas ventanas,
ponen fin a la primera
comida de la mañana
los comensales y el huésped
de la misteriosa dama.
Alrededor de la mesa
y del caballero, se halla
cuanto forma su familia
y la encadena a la humana.
Entre ella y el caballero
los dos mancebos que, a caza
yendo con ella, volvían
con ella cuando él llegaba,
con muda atención están
pendientes de sus palabras,
sin perder una, siguiendo
las aventuras que narra.
Entre estos mancebos y ella
y dando al huésped la cara,
está el misterioso viejo
que escucha, medita y calla:
y no lejos sus lebreles,
que obtienen la confianza
y derechos de familia
por la ley con que la guardan.
Mientras los pajes retiran
el servicio y las viandas,
en su lugar colocando
los picheles y las ánforas;
mientras que los ministriles,
guzlas, chirimías y arpas
recogiendo, el aposento
a abandonar se preparan:
y mientras los comensales
oyen y el huésped relata,
en pie le escucha y contempla
la graciosa castellana.
Ésta que, aún niña, atropella
la cortesanía falsa
que a las conveniencias y usos
de la sociedad se adapta,
aún hace como una niña
los honores de su casa;
y como obsequiosa, inquieta,
da, pide, dispone y manda
a los pajes los objetos,
que a la bizantina sala
desde la repostería
por un caracol la bajan.
Benévola, como amigos
a sus servidores trata,
porque todos ellos siervos
o hijos de los de su raza,
o la han, viejos hoy, en brazos
mecido cuando mamaba,
o han sido, niños con ella,
sus compañeros de infancia.

Y ahora que están todos juntos
en buen lugar y a luz clara,
mientras que la servidumbre
va despejando la estancia,
vamos de mis personajes
las figuras y las caras
a detallar, dibujándoles
en cuatro líneas muy rápidas.

Ella… (y fuera del lector
injuriar la perspicacia
decirle que de mi cuento
es la heroína fantástica)
es, sin ser como heroína
de cuento beldad sin tacha,
un modelo primoroso
de donosura y de gracia.
Quiebran la luz sus cabellos
castaños de oro con ráfagas
que orlan su cabeza a veces
como una aureola santa.
La paz va escrita en su frente,
el pudor en sus miradas,
y conserva en su sonrisa
la candidez de la infancia.
Esta es tan fresca y alegre
que torna en cielo su cara;
cielo que alumbran sus ojos
como luceros del alba.
Su piel, cual de la azucena
la hoja, aterciopelada,
unida, tersa y sin pecas,
es intensamente blanca.
Bajo ella, como los juncos
se ven a través del agua,
la red sutil se percibe
de sus venas azuladas:
y en la modesta caída
de sus párpados de nácar
las niñas transparentándose,
parece que se la manchan.
Sus facciones son tan móviles
y su expresión es tan varia,
que de semblante parece
que con cada afecto cambia.
Su cabeza va en su cuello
con gentileza gallarda,
y sus hombros se derriban
airosamente en su espalda.
Su estatura, sin exceso,
mide más que la mediana,
y el conjunto de sus miembros
la proporción más exacta.
Su talle ondea y se cimbra
como la mies y las palmas,
y al ponerse en movimiento
se duda si flota o anda.
Un ampo como a la nieve
la circunda, y la acompaña
un aroma propio suyo
como a las marinas auras.
Todo en ella emanaciones
de virginidad irradia:
todo en ella es puro y virgen,
y lo más virgen es su alma.
No ha amado nunca: ha vivido,
paloma nunca apareada,
como en claustral aislamiento,
ignorante, libre cándida:
y todo es inmaculado,
puro cuanto de ella emana;
son castos sus pensamientos,
su fe y su lengua son castas.
Sus ideas en períodos
tan sin artificio vacia,
que hablar con ella es sentir
correr una fuente mansa,
y al brotar la melodía
de su voz en su garganta,
su boca parece nido
de ruiseñores que cantan.

El caballero es un hombre
que en los siete lustros raya,
y cuya belleza es tipo
de varonil elegancia.
El movimiento a sus miembros
lo fácilmente que manda,
la agilidad y la fuerza
que hay en su cuerpo señala.
Su cabeza desdeñosa,
naturalmente elevada,
revela que ante muy pocos
y pocas veces la baja:
pero la benevolencia
de que procura impregnarla
quita a su faz lo antipático
de una cerviz engallada.
Sus modales algo lánguidos
y su tez un poco pálida,
de vigilias o pasiones
la historia en su rostro marcan.
Por cortesano sus aires
señoriles le delatan,
y todo en él por sus hábitos
cortesaniles agrada;
y alegra su compañía,
su conversación encanta,
con sus frases favorece
y las voluntades gana.
En el trovar es maestro:
de cetrería y de caza
sabe secretos que sólo
príncipes tal vez alcanzan:
y en sus pláticas sus raros
conocimientos engarza
con tal discreción, que instruyen
sin pretenderlo sus pláticas.
Noble sin altanería,
franco sin bajeza llana,
de todos igual parece
cuando sobre todos se alza.
Aún no ha hecho en el castillo
más que unas horas de estancia,
y en él más que como huésped
como familiar se instala:
la conversación dirige,
y de mundo con gran práctica
sin preguntar averigua,
sin inspeccionar repara.
Dos horas ha ya que tiene
a la linda castellana
y a sus gentes de sus labios
pendientes y embelesadas;
y a pesar de haberles dado
detalles de una batalla
en que han sido él y sus huestes
derrotado y dispersadas,
tras de dos horas, en suma,
aún de sí no ha dicho nada,
ni ha revelado su nombre,
ni su empresa, ni su patria.
Noble, sagaz, poderoso,
versado en letras y en armas,
maestro en amor acaso
como en guerra y diplomacia,
tal vez cae en el castillo
como entre alondras el águila.
Tal vez su venida pese
a la hermosa castellana;
porque ella es noble, sencilla,
flor silvestre, niña cándida,
y él tal vez sus intenciones
con sus discursos disfraza;
tal vez las espinas cubre
con las flores que derrama,
y trae la miel en la boca
y la ponzoña en el alma.
¿Quién sabe? Con placer ella
sus ojos mantuvo incauta
sobre su faz escuchándole:
muchas veces la mirada
del narrador con la suya
se encontró mientras narraba:
muchas veces en su mente
evocó ideas extrañas
con frases cuyo sentido
su sencillez aún no alcanza,
y en su corazón vibraron
latidos que nunca daba.
¿Quién sabe? Poder extraño
ejerce la voz humana
sobre el corazón: la lengua
por el oído le habla,
y él por el oído escucha
la voz que al corazón pasa
por él; y en el corazón
la espera y comprende el alma.
Y la voz del caballero
escuchó la castellana;
y aquella voz que su oído
halagó, como si un arpa
de sus frases cadenciosas
la música acompañara,
puesto detrás de su oído
el corazón escuchaba.
¿Quién sabe? Del caballero
las maneras cortesanas,
de las gentes del castillo
las simpatías le captan.
Y aprender de él sus secretos
los cazadores aguardan,
el trovador nuevos motes,
novedades las muchachas,
los dos mozos pasos nuevos
en equitación y en armas,
y todos con él esperan
en el castillo mudanzas.
Tan sólo el viejo sombrío
le escucha, contempla y calla;
mas no es hombre el caballero
que sondar no sepa el agua
donde se echa, ni apartar
de su camino las zarzas,
lo mismo que supo abrírsele
por la selva con el hacha.

Mientras verbosa, voluble,
versátil y calculada
su plática a sus oyentes
distraía y fascinaba;
mientras que de sus modales
y sus formas la elegancia
mantenía embebecidos
a los que le contempaban,
él, observador profundo,
recogió al vuelo, excitándolas,
de todas las impresiones
para leer en sus almas.
En la faz de los dos mozos,
con el placer dilatándolas,
con el terror contrayéndolas
para mejor estudiarlas
en todas las expresiones,
vió claro que eran dos ramas
del tronco viejo, dos vástagos
que nutre la misma savia.
Francos, leales, sinceros
todavía, si prepara
sus corazones el viejo,
algún legado de raza
para recibir, o un cargo
ya de amor, ya de venganza,
su alma aún no le ha recibido
aunque a él esté preparada.
Los mozos, pues, no le inquietan:
para una danza de espadas
buenos, la materia bruta,
son de inteligencia escasa.
Mas en la sangre del viejo
percibe la perspicacia
del caballero un ruin átomo
bullir de desconfianza.
Consumado cazador,
al ver la excelente casta
de sus lebreles, con ellos
levantó sagaz la caza.
Los perros no se han llegado
a husmearle, y siempre en guardia
pendiente del viejo, están
de su persona a distancia.
Lebreles que no olfatean
a un extraño ni le ladran,
o ya han venteado su rastro
o mala intención le guardan.
Él, cazador, sabe bien
que un buen perro no se planta
huraño ante las caricias
de cazadores sin causa;
y él la mano en los lebreles
como en acción impensada
tendió, sin que ellos mostrasen
de corresponderle traza.
Luego han venteado su rastro:
y pues no les son simpáticas
sus emanaciones, dieron
sobre él a sus huellas caza.
Luego hay de él recelos, y hay
prevenciones a él contrarias,
por el instinto del perro
al cazador reveladas.
Con que ha sido una imprudencia
en un cazador de práctica
dejar que el hombre rastreado
a los lebreles rastreara.
Y así, viendo el caballero
que ha despejado la estancia
la servidumbre doméstica,
y que el porvenir le empañan
de desconfianza nieblas
que acaso un nublado cuajan,
sagaz determinó a tiempo
desvanecerlas soplándolas;
y despistando del viejo
la sagacidad taimada,
de la red que teje a oscuras
inutilizar la trama.

Interrumpiéndose, pues,
y abandonando su silla,
hincó en tierra una rodilla
de la doncella a los pies:

y así, con la gentileza
de quien la hinca solamente
galán y no reverente
a los pies de la belleza,

la dijo, depositando
un beso en la mano bella,
que besar le dejó ella
confusa y casi temblando:

–«Castellana misteriosa,
que en vuestro blanco castillo
parecéis en canastillo
de jazmines una rosa,

para bien agradecer
vuestro hospedaje y favor,
debo nombrarme, y mi honor
debe un voto de romper.

Hícele de no llevar
mi nombre hasta no vengarle;
mas no es llevarle dejarle
de un ángel en el altar.

Dignaos, señora, pues,
escucharle a solas vos;
y que me perdone Dios
si romper mi voto es.»

Dijo el cortesano: y viendo
a dama y viejo indecisos,
continuó al punto, sin visos
de repugnancia, diciendo:

–«Si escucharme en soledad
tuviereis por mal consejo,
un sacerdote o un viejo
que me oiga con vos mandad.

–Recordad que ayer os dije,
respondió la castellana,
que aquí ninguno se afana
por saberle, ni os le exige.

–Dignaos vos recordar
que darme ofrecisteis uno
par al mío: aunque hombre alguno
con vos merezca ir al par.

Y pues de este caballero
y de estos mancebos fiais,
la fe que les otorgáis
también otorgarles quiero.

Aunque mi doble corona
debo al poder de Alemania,
soy duque de Septimania
y conde de Barcelona.

Las montañas que habitáis
están en mi señorío,
y nunca soñé en el mío
edén como el que moráis.

–Hasta hoy jamás creí ser
en tierra ajena vasalla:
mis bosques fueron la valla
de todo humano poder.

Paloma mansa, heredera
de una audaz raza de halcones,
jamás de mis torreones
he quitado su bandera.

Libre viví en mi retiro
que heredé de mis abuelos,
y no cuento propios duelos
que me cuesten un suspiro:

pues aunque os parezca insania
que maravillaros pueda,
en su alcázar os hospeda
Genoveva de Aquitania.»

De su nombre al escuchar
los dos la revelación,
su nombre en el corazón
quisieron tal vez grabar:

pues quedaron un momento
uno a otro contemplándose,
como en pintar ocupándose
su faz en el pensamiento.

Y acaso en aquel instante
sintieron cruzar por él
de recuerdos un tropel
confuso, vago y errante;

y puede tal vez el viejo
ver cómo los de ambos giran,
según sus ojos les miran
por bajo de su entrecejo.

Los dos mancebos… quizás
ven y oyen sin comprender,
alcanzado por no haber
los turbios tiempos de atrás.

El conde, empero, que explora
pronto la tierra que pisa,
dijo, al fin, con la sonrisa
más falsa y fascinadora:

–«Excusadme que me asombre:
borrado habían del mapa
el Emperador y el Papa
los Estados que os dan nombre.

–Los han borrado: es un hecho;
mas no hay humano poder
que de otros padres nacer
me haga ya sin mi derecho.

–Ni seré yo quien pretenda
disputárosle jamás;
quien le mantenga de hoy más
por vos seré, aunque os sorprenda.

Yo soy, porque Dios lo quiso
y de la guerra un azar,
quien ha venido a turbar
la paz de este paraíso.

Vuestra raza está proscrita,
vuestra existencia se ignora;
la guerra civil que ahora
nuestro territorio agita

yo no sé a quién recordar
hizo que en esta aspereza
había una fortaleza
que importaba utilizar;

y he aquí cómo, imprudente,
vencido en esta campaña,
en torno de esta montaña
he dado cita a mi gente.

El misterio delicioso
que os ha cercado hasta hoy,
a romper sin culpa voy
y a turbar vuestro reposo.

El aislamiento profundo,
poético, dulce, santo,
que cual por obra de encanto
tal cielo os labró en el mundo,
vengo, insensato, a romper;
y os vais a tener que echar
del mundo al revuelto mar,
sus aguas sin conocer.

Y por fatal consecuencia
de mi error involuntario,
profané vuestro santuario
e inquieté vuestra existencia;

mas como manchar no quiero
con este baldón mi fama
si me aceptáis, noble dama,
seré vuestro caballero.

Tengo en la corte favor
y oro en la tierra y poder:
yo sostendré a la mujer
contra el mismo Emperador.

–Caballero, pues por tal
os dan tan nobles ofertas,
aunque un evento a mis puertas
os trae para ambos fatal,

si un Emperador tener
puede a una mujer encono,
su causa contra su trono
os fiará la mujer.

Yo iré, a la merced de Dios,
amparo en el soberano
a buscar: si obra villano
conmigo, cuento con vos.

–Y si su favor no alcanza
vuestro nombre en Aquisgrán,
mis huestes le llevarán
en el pendón de mi lanza.

–Huésped sois en mi castillo:
sólo a vuestra voluntad
puede mi hospitalidad
cerrar o abrir su rastrillo.

Obrad, pues, como os importe.
–Un servidor mío espero,
y un seguro mensajero
deseo enviar a la corte.

Aquél debe de seguir
mi rastro como un sabueso,
y éste, si llega a ser preso,
sin hablar debe morir.

–Al esperado aguardad,
dijo la dama al anciano,
y a la corte del germano
al que ha de partir, buscad.»

Firme el viejo en su papel,
oyó esta orden impasible,
mientras echó imperceptible
mirada el conde sobre él.

Así, por su propia insania
o su tenaz fatalismo,
su edén convirtió en abismo
Genoveva de Aquitania.

¡Raza de Waifro precita!
¡Ni los ángeles que nacen
de ti, tornar a Dios hacen
hacia ti su faz bendita!



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II