Ecos de las montañas: 34
IV
editarCegado por su amor y su amor propio,
la extraña cita al recibir el conde,
respuesta a su cartel, desconfianza
no tuvo en ir al solitario islote.
Fiado en la pasión de Genoveva,
creyó que al fin, a su reclamo dócil,
darle quería tras de amantes quejas
entrada en la mansión de sus mayores;
y como de la dama y del bastardo
de tiempo atrás la lealtad conoce,
acudió sin más armas que su espada
de la cita al lugar, solo, en un bote.
Y largo tiempo que aguardaba hacía
adormecido en dulces ilusiones,
cuando en la superficie de las aguas
que sus miradas con afán recorren,
allá a lo lejos divisó, acercándose
con marcha lenta, perezosa y torpe
para la honda impaciencia que le acosa,
del bastardo el batel que el agua rompe.
La luna que, en su lleno, poderosa
reina del firmamento y de la noche,
por él al elevarse había el cielo
limpiado ya de nubes y vapores,
quebraba sus reflejos argentinos
en los puntos salientes que la móvil
barca, al mecerse sobre el agua, inquieta
ante los rayos de su luz expone.
El velo blanco que el cadáver cubre,
el lirio de oro que sus manos cogen,
la nacarina tez de su semblante
y sus dorados rizos, que del bote
a popa hace la brisa con su soplo
que sobre el paño funerario floten,
lanzan destellos cuyo brillo envía
luz de esperanza al corazón del conde.
Recuerda la beldad de Genoveva,
y al venir a su encuentro, la supone
por mujeril instinto engalanada
con prendas que sus gracias avaloren.
Compasados, monótonos e iguales
sobre el agua caer los remos oye,
y el impulso que dan a la barquilla
mide contando con afán sus golpes.
Entró, al fin, en el círculo a que puede
llegar la vista natural del hombre,
y al notar la actitud de Genoveva,
aunque lo cree, le extraña que repose.
Coquetería mujeril juzgólo,
dispuesto a favorables impresiones,
y sonrió juzgándose seguro
de vencer de su enojo los rigores;
y ciego en su ilusión, tomó tranquilo
continente gentil, actitud noble,
de la primer mirada de la dama
para arrostrar sin desventaja el choque.
Llegó el bastardo ante él; mas a distancia
y de la tierra sin tocar el borde,
vió que el viejo no más se levantaba,
permaneciente Genoveva inmoble.
El frío del pavor sintió en su pecho
penetrar; el espíritu asaltóle
de la verdad horrible la sospecha,
y un crimen más horrendo imaginóse.
Y al bastardo capaz de él suponiendo
de pronto, allá en su espíritu imputósele,
y de la muerte natural y el crimen
quedó aterrado ante la angustia doble.
Mudo, luchando con la doble duda,
la vista fija en la mujer inmóvil,
esperó con afán un movimiento
de ella o del torvo viejo explicaciones.
Éste, con faz sombría y agrio acento
le dijo: –«Ha preferido, señor conde,
la eternidad al tálamo. Os lo dije,
no anidan con la garza los halcones.
–¡Muerta! –Como lo veis: y en ese escrito
su voluntad postrera nos impone.
Su muerte es obra vuestra: Dios tenía
que maldecir, al fin, tales amores.»
Y el lirio y el escrito de la dama
tirándole a los pies, mientras el conde
se afana por leerle con la luna,
desde el barco el bastardo así explicósele:
«Se ha dejado morir por no ser vuestra,
y hasta su polvo a que encontréis se opone:
y no le encontraréis, porque este lago
no lo vuelve jamás cuando algo sorbe.
Su lecho es de larguísimas mimbreras
y ramajes acuáticos un bosque,
que abrazarán su cuerpo en cuanto se hunda
y de nudos sobre él harán millones.
Si por sed de venganza o por cariño
nefando le buscáis, para que robe
su presa al lago vuestro amor maldito,
fuerza será que vuestra sed le agote.
Yo no os quiero matar, porque he escogido
verdugo para vos más que yo noble;
y aunque a mí vida y salvación me cueste,
yo os llevaré a fin tal que al mundo asombre.»
Dijo, y los remos el bastardo asiendo,
dió tal impulso repentino al bote,
que antes de que él de su estupor volviera,
bogaba ya el batel lejos del conde.
Absorto, anonadado, sin voz, sin movimiento,
bogar con el cadáver mirándole quedó,
como una de las sombras que deja abandonadas
a orillas de la Estigia la barca de Carón.
Zumbaba en sus oídos, turbando su cerebro,
del viejo inexorable la amenazante voz,
sin que pudiera el conde tejer con sus palabras
ideas que formaran sentido en su razón.
La conmoción violenta del imprevisto golpe
en el cerebro a un tiempo y el corazón le hirió,
y la verdad horrible le reveló de su alma,
que amaba a Genoveva con verdadero amor,
que amaba a Genoveva con un amor exento
de cálculos mezquinos de sórdida ambición,
y que perdía en ella la dicha en este mundo,
la estrella y la esperanza en cuya luz fió.
Sintiendo su cerebro, a la locura próximo,
de aquella idea horrible girar en derredor,
quedó por largo espacio inmóvil, como un ebrio
que busca el equilibrio del cuerpo y la razón.
Y mudo, contemplando la barca que se aleja
en lúgubre silencio, tenaz permaneció,
oyendo, sin conciencia de lo que ve y escucha,
de los lejanos remos el compasado son.
La barca de repente sobre el tranquilo espejo
del agua azul del lago su marcha interrumpió
y sobre el casco inmóvil alzarse lentamente
se vió la móvil sombra del torvo conductor.
Bernardo lo veía, como quien ve de un sueño
pasar las vagas sombras por su imaginación,
y vió, sin darse cuenta de lo que ve, al bastardo
que un punto sobre el blanco cadáver se inclinó.
Volver a enderezarse le vió sobre la barca,
mas pareció aumentada su forma en derredor
y dobles sus contornos, cual si su cuerpo hubiera
tomado al levantarse la dimensión de dos.
Aquella doble, negra, siniestra y móvil forma
que sobre el cielo un punto fugaz se dibujó,
como un vapor al soplo del viento se deshizo
del conde hiriendo a un tiempo la vista y la razón.
Al deshacerse aquella siniestra y doble forma
que un punto sobre el barco fantástica se alzó,
se propagó en el aire, creciendo sobre el agua,
un trémulo, profundo e indescriptible son.
Tras él quebró las ondas en torno de la barca
un círculo: y mil otros brotando de él en pos,
concéntricos los unos tras otros extendieron
interminables ondas del centro alrededor.
Contra el islote apenas veloz, creciente y trémula,
del círculo primero la onda se rompió,
el ruido de su espuma dió al alma de Bernardo
de la verdad conciencia y luz a su razón.
Del viejo vengativo las frases concibiendo,
comprende que su infame promesa ejecutó,
y el alma recobrando y a la razón volviendo,
de angustia y rabia un grito del pecho desgarró.
Rindióle tal esfuerzo: sus lágrimas brotaron
y a orilla de las ondas sin fuerzas se postró,
y con despecho inútil sus ojos alcanzaron
la barca del bastardo que a navegar volvió.
Y el viento le traía del viejo una canción
de la que sólo oía
sin la palabra el son
y a un tiempo parecía
su extraña melodía
pagana evocación,
mortuoria salmodía, balada de una orgía,
clamor de una oración…
Y el conde la sentía
con íntima aflicción
mortal melancolía
traerle al corazón.
Así permaneció por largo trecho
mudo, inmóvil, absorto y abismado
en aquel pensamiento, que no acierta
su mente a comprender: allá a lo lejos,
bajo de las defensas del castillo
el bastardo en su barca permanece
a su vez espiándole. Las aguas
riza apenas un aura imperceptible:
la quietud y el silencio de la noche
de su azul extensión se enseñorean,
cual si en torno del lago y de castillo
tranquilo todo reposara en brazos
del más profundo y apacible sueño.
Como quien vuelve de él, empezó el conde
su dominio habitual sobre sí mismo
a recobrar al fin; lanzó del pecho
hondo suspiro: la mirada vaga
tendió en su derredor;
y los lugares
reconociendo, comenzó conciencia
a cobrar de los hechos: sus ideas
se fueron aclarando; y poco a poco
su razón a su afán sobreponiéndose,
al sentimiento dominó la idea.
El hombre de partido, el ambicioso,
el político, al fin, sus sentimientos
a su interés somete: se avergüenza
de tener corazón; y amor, familia,
fe y amistad a la ambición pospone.
Y así son los que son hombres de mundo:
hombres sin corazón, que sacrifican
los instintos que Dios en él les puso
a los vacíos ídolos que adora
la sociedad humana, esclava ciega
de teorías locas. Y así el conde,
su pesar sin remedio arrinconando
en el fondo de su alma, el frío cálculo
al fuego del pesar ahogó egoísta.
Y el hombre de partido, el ambicioso,
el político, en fin, ahogó al amante
y al caballero en él; y sepultando
su amor con el cadáver de su amada
en el fondo del lago, irguióse altivo;
dió a su ambición voraz todo el espacio
que el amor en su espíritu llenaba,
y ansioso de venganza y libre al cabo
de la fe y del amor que a Genoveva
le hicieron respetar, todo su odio
concentró en el bastardo. Torvo, mudo,
de su emoción señor, dueña absoluta
de su dolor su voluntad, sereno,
silencioso y a paso mesurado
del islote bajó a la opuesta orilla;
y el nudo en que la había asegurado
soltando, se hizo al agua en su barquilla.
¡Era un hombre de mundo… y un malvado!
El bastardo sagaz, que su mirada
había tenazmente desde lejos
en él tenido sin cesar clavada,
de la luz de la luna a los reflejos
su movimiento vió; y adivinando
cual si en la mente y corazón leyera
del conde su intención, quedó esperando
a que del otro lado del islote
el esquife del conde apareciera.
Y apareció: su curso acelerando
con los remos le vió guiar su bote,
el haz del agua límpida rasando
como una golondrina, a la ribera.
Entonces lentamente conduciendo
su barca hacia el ancón, sobre la alfombra
de césped que le borda y a la sombra
de la mansión feudal saltó diciendo:
«Con uno acaba de los dos la guerra
de la raza de santos de Tolosa
y la de Waifro impía y rencorosa.
Veremos cuál es de ambas la que cierra
de su último campeón la sepultura,
y con su última lápida mortuoria
cierra un gran manantial de desventura
y un capítulo negro de la historia.»