Ecos de las montañas: 32
II
editarY he aquí que el albor de la mañana
al purpurear un día en el Oriente,
asombró a los vigías del castillo
ver de su base en rededor tenderse
en numerosas y ordenadas haces,
en tren de guerra y de batir con trenes,
tomando posiciones estratégicas
con ciencia militar armadas huestes.
Por doquiera que un paso algo accesible
abre un claro de bosque, una vertiente
del agua torrental, o una quebrada
que invisible salida ocultar puede,
numerosa legión o escuadrón recio
a apoderarse de él subiendo viene,
sin dejar, por desprecio ni descuido,
derrumbadero, atajo, salto o puente.
Los moradores del tranquilo valle,
en sus hogares asaltados viéndose,
huyen hacia los montes o al castillo
corren desatentados a acogerse.
Sus murallas y torres poco a poco
coronándose van de armada gente,
del bastardo y de Ayzón bajo las órdenes,
quienes las dan con gravedad solemne,
sin priesa y sin temor, mirando juntos
de la cuesta subir por la pendiente,
sin miedo y sin temor lo mismo que ellos,
con mesurados pasos un jinete.
El bastardo y Ayzón, mientras subía,
concertado su plan rápidamente,
resolvieron salir a recibirle
antes que a la alta plataforme llegue.
Salieron ellos y él llegó. En la punta
de su largo lanzón trae el que viene
un pergamino, que tendió al bastardo
de él y Ayzón a seis pasos deteniéndose.
El viejo, de la punta de la lanza
con desdeñosa calma recogiéndole,
rompió los sellos, y leyó impasible
estas frases tan claras como breves:
Arras de esposo a Genoveva he dado
y vuelvo ante ella a que por tal me acepte.
Por señor de esta tierra o por su esposo
el castillo en que estáis me pertenece;
o entregadme el castillo con mi esposa,
o entro y os trato con él como a rebeldes.
Decía así el escrito y se firmaba
BERNARDO en colosales caracteres.
El pergamino se guardó el bastardo,
y al mensajero despidió diciéndole:
«Decid al que os envió con este escrito
que hoy mismo a él contestará quien debe:
y que si no trae alas, no sé cómo
jamás a entrar en el castillo llegue.»
Dijo, dejó plantado al mensajero,
y siguiéndole Ayzón, se cerró el puente.
El bastardo de Hunaldo que, por hombre,
de los vasallos de la dama jefe
se cree y lo es por derecho, y su señora
y ellos al par por su adalid le tienen,
la suprema ocasión juzgó llegada
a la cabeza de ellos de ponerse
y de hacerse otorgar por Genoveva,
como en caso de lid, amplios poderes.
Al lugar en que ajena a lo que pasa
de su castillo en derredor parece,
el camino emprendió, determinado
de su señora respetar a hacerse.
Cruzó los pasadizos complicados,
los cubos y baluartes que defienden
la torre colosal del homenaje,
de la señora del castillo albergue;
y llegando a la puerta de su cámara
ante la cual velaba tristemente
la nodriza, la dijo: «Debo verla.»
Y ella le respondió: «Sin duda duerme;
desde ayer no he sentido en su aposento
ni voz, ni paso, ni el rumor más tenue.»
«Abre, dijo el bastardo; es ya preciso
que torne en sí y a la razón despierte.»
Atajarle la anciana intentó el paso;
mas resuelto el bastardo e impaciente,
empujando con ímpetu la puerta,
entró en el silencioso gabinete.
Corridos los espesos cortinajes
sobre los bizantinos ajimeces,
el camarín callado está en tinieblas;
paróse el viejo en el umbral, prudente,
y llamó a Genoveva, como el hombre
de su absoluta confianza puede;
mas nadie respondió: tornó a llamarla
y en la sombra su voz tornó a perderse.
Avanzó a un ajimez: el cortinaje
desatentado asió; y al descorrerle,
penetrando la luz, de aquel silencio
puso a sus ojos la razón patente.
Sobre su blanco lecho Genoveva
dormir con sueño virginal parece:
a sus labios asoma una sonrisa,
la paz de la virtud brilla en su frente;
cubren su casto cuerpo de sus ropas
con virginal pudor los anchos pliegues,
y el lirio de oro que la dió Bernardo
sobre su pecho entre sus manos tiene.
Con la suya el bastardo asió sus manos
y las halló bajo su mano inertes:
fría, muda y ya rígida dormía,
pero dormía en brazos de la muerte.
Un pergamino, de su casto lecho
puesto a la cabecera sobre un mueble,
desde la eternidad por ella hablaba
al bastardo de Hunaldo de esta suerte.
Hoy el Emperador, por mi emplazado
ante el juicio de Dios, a esta hora muere:
voy a abogar ante él por nuestra raza:
tú, bastardo leal, lee y obedéceme.
Mi cuerpo expira de alimento falto:
mi espíritu fugaz de él se desprende
como el aroma de una flor que brota
en terreno sin jugo, erial y estéril.
Nada quede de mí sobre la tierra;
pues de quien ser debió ser ya no puede,
que ni aún el polvo de mi inútil cuerpo
el vil Bernardo, si regresa, encuentre.
Símbolo de mi amor es la azucena
que él me dió en arras; si le ves, devuélvele
su prenda y su palabra: y a Dios deja
que su traición castigue y mi amor vengue.
Mis tesoros recoge, pues mi nombre
y mis derechos heredar no debes;
y que jamás ampare mi castillo
contra Aquitania a príncipes ni a reyes.
Este escrito fatal leyó el bastardo
con mudo horror; dos lágrimas ardientes
brotaron de sus ojos, y un momento
contempló aquella víctima inocente
del fatalismo que a su raza acosa
desde la cuna hasta el sepulcro siempre.
Mas no es hombre el bastardo a quien las penas
hagan olvidar nunca sus deberes.
Tornó en sí; y extendiendo entrambas manos
de Genoveva sobre el cuerpo inerte:
«Yo te obedeceré, dijo; y a él… darle
procuraré con Dios lo que merece.»
Su sombrío ademán, su calma fría
a recobrar tornó. Para que vele
de su señora el cuerpo, a la nodriza
introdujo en el triste gabinete:
y mientras ella en despechados gritos
exhala su dolor, rápidamente,
mas con mano segura y claras cifras
escribió para el conde este billete:
Si ver el conde por la vez postrera
a Genoveva de Aquitania quiere,
al islote del lago acuda solo
cuando toque el sol de hoy en Occidente.