Ecos de las montañas: 40

La fe de Carlos el Calvo. Epílogo de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

Carlos tiene sus huestes acampadas
en tierras de Bernardo; las fronteras
están a sus espaldas; como aliado
del conde, según él, pasó sobre ellas.
De Pepino y los suyos, enemigos
de él y el conde, a salvar vino sus tierras
así a Bernardo se lo escribe Carlos
y acampado le avisa que le espera.

Bernardo, o inocente o amparado
creyéndose de paz por la promesa
y el juramento ante el altar escrito,
del rey la cita y el servicio acepta.
Y mientras él al llamamiento acude
y los llanos y montes atraviesa,
Carlos mete en sus campos sus jaurías
y con su mies su ejército sustenta.

Nueva y extraña condición de amigo,
de alianza y de paz extraño genio
y hecho de niño a extravagancias de éstas.
Tiene a veces quiméricos antojos
que frisan en accesos demencia,
y sufre hipocondríacos ataques
que diz que a veces su cerebro alteran.
Enfermedad o depravado instinto,
ello es que veces mil dió en su impaciencia
o en su cólera muestras increíbles
de una inútil y bárbara fiereza.
Hoy la embriaguez del triunfo o, como quieren
algunos, de un mal astro la influencia
en tal exaltación tiene su espíritu
que su humor nadie a concebir acierta.

Carlos no acampa con su gente; tiene,
su pendón y sus guardias en su tienda
mas mora con su viejo favorito
en un convento de su campo cerca.
En el ala de Oriente, que los monjes
libre por fuerza o voluntad les dejan,
viven los dos servidos solamente
por monteros y gente de pelea
de la que el viejo favorito trajo
cuando unió a las de Carlos sus banderas;
gente toda valiente y bulliciosa,
que el claustro tienen en inquietud perpetua.
Del piso superior en las estancias
Carlos y el favorito se aposentan:
su gente de las bajas, más que huéspedes
que las moran, bandidos se apoderan.
En una de estas salas está siempre
con fiambres y vinos una mesa
prevenida, y pendiente de los dados
y copas gente brava en torno de ella.
Allí cantan y danzan de sus arpas
al son las provenzales juglaresas,
y ahogan el del órgano y los salmos
los ecos de la zambra jacaresca,
cuyos obscenos motes y estribillos
los hombres ebrios a la par corean
con los perros atados a los postes
que del salón las bóvedas sustentan.

Y allí en las altas horas pasar suele,
varias ya repitiéndose, una escena
que no puede explicar más que de Carlos
una manía bárbara y excéntrica.
Cogen todos los días en la caza,
para barbarie tal, alguna pieza
viva: una corza, un ciervo, alguna cabra
montés; una alimaña, en fin, de fuerza:
y amarrada a un pilar, hasta las horas
más altas de la noche la conservan
así, para la escena inexplicable
de que el rey es el héroe, y que es ésta.
Carlos, en medio del salón, de pronto
con la espada desnuda se presenta,
se aproxima a la bestia allí amarrada
y la cerviz de un tajo le cercena.
Descompuesta la faz, desmelenado,
torvo, febril, desatentado llega:
inmola al animal, ve de su tronco
la cabeza saltar, y da la vuelta.
Como espectro evocado se aparece:
cual conjurado espíritu se aleja.
Es una escena repugnante y algo
de infernal y fatídico hay en ella.
¿Es manía? ¿Es febril sonambulismo?
¿Es alarde de brío y de destreza?
¿Por qué multiplicarle? ¿Es que a tal golpe
necesita tener la mano hecha?
Los que ven golpe tal, del golpe admiran
la rapidez, la precisión, la fuerza;
mas ¿de tal golpe la razón comprenden?
¿La res decapitada representa
o reemplaza una víctima más noble?
¿Es un hombre, una raza o una idea?
¿Necesita el rey Carlos por ventura
ganar con tajo tal alguna apuesta?
Él lo sabe quizás. El favorito,
como la sombra que del rey proyecta
el cuerpo, detrás de él siempre aparece
y parte detrás de él: sombra siniestra,
agorera del mal, que del rey Carlos
la incomprensible acción muda contempla,
y que parte tras él después del golpe,
como Carlos del golpe satisfecha.



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II