Ecos de las montañas: 13
II
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Y alumbrándose los pasos
con su móvil resplandor,
bajaba por el estrecho
y empinado caracol,
cuando como ecos del suyo
los de otro paso sintió
que, a su descenso, emprendía
de la espiral la ascensión.
–«¿Quién sube?, dijo. –¿Quién baja?,
repuso abajo otra voz.
–El conde de Barcelona:
y vos que subís, ¿quién sois?
–Iba a buscaros: mas vuélvome
y abajo espero. –Allá voy.»
E hicieron lo que decían
al mismo tiempo los dos.
Percibió, pues, del de abajo
el conde la evolución,
y sus pasos ascendentes
que descendían sintió.
Oyó al par el que subía,
tornando a bajar, el son
de las pisadas del conde
que bajaba de él en pos:
y al salir de la escalera
por el postigo inferior,
vió el conde al viejo esperándole
con sus perros y un farol.
Al ver al conde, dejaron
oír amenazador
los perros sordo gruñido,
que el viejo imperioso ahogó:
y el conde, sin dar señales
de apercibirse del son
del gruñido hostil, el diálogo
así con su amo entabló:
–«¿Íbais a buscarme? –Sí,
señor. –¿Qué es lo que ocasión
a vuestra visita daba?
–Pues bajáis armado vos,
la ocasión de mi subida
debe de ser la razón
de vuestra bajada. –Iba
también a buscaros yo
para que abrirme mandarais
un postigo: al campo voy.
–Para ir al campo os buscaba;
oí que a vuestra canción
contestaba un grito extraño.
–El de una serpiente. Dios
me dió esa gracia: las bestias
alzan su voz a mi voz.
–Es don raro. –Vuestros perros
la prueba evidente son
de que le tengo: cuando hablo,
gruñen. –Extraño les sois.
–¿Extraño? ¡Bah!, haber demuestran
recibido educación,
y no pueden extrañarme
después de un día que estoy
aquí con vosotros: conque,
si de mis huellas en pos
no han corrido, es positivo
que tengo ese extraño don.»
Y esto dicho, al parecer
con la candidez mayor
del mundo, clavó en el viejo
el conde su ojo de halcón:
y a su vez con aire cándido
el viejo no pestañeó,
como si nada entendiera
de semejante alusión.
–«¿Vamos?, dijo el conde. –Vamos»,
respondió el viejo: y en pos
echando el uno del otro
uno y otro corredor
en silencio atravesaron,
y uno y otro caracol
descendieron, hasta dar
de la muralla exterior
en el cubo embovedado
del macizo torreón,
en donde mora el vigía
del rastrillo guardador.
A la voz del viejo, el aspa
aquél desapalancó,
y el rastrillo con el puente
moviendo en combinación,
el paso por sobre el foso
puso franco ante los dos.
Mas en el opuesto encaje
no bien el puente tocó,
un hombre que allá esperaba
metióse por él veloz,
y el conde y él se dijeron:
–«¿Todo está? –Todo, señor.»
Antes que sobre él pudieran
los perros abalanzarse,
el conde, con brazo hercúleo,
les asió por los collares:
y el viejo, en sus manos viéndoles,
acudió al punto a amansarles,
comprendiendo bien que el conde
es capaz de estrangulárseles.
–«He aquí el hombre que esperaba,
dijo éste al viejo soltándoles:
acostumbrad vuestros perros
a que a mis gentes no ladren,
porque hay cerca huestes mías,
y hombres en ellas capaces
de soltarles una flecha,
con lobos equivocándoles.
–Los perros tienen su instinto,
dijo el viejo sin turbarse,
y ladran al forastero,
de su amo y casa guardianes:
pero si tienen palabra
los varones de linaje
yo espero que vuestras huestes
no entrarán en nuestro valle.
–En cuanto sepa las nuevas
que este escudero me trae,
yo veré a la castellana
y se hará lo que ella mande.
Cuidad vos de vuestros perros,
que yo hallaré por mi parte
modo de que mis palabras
vayan con mis hechos pares.»
Tal diciendo al viejo el conde
y las espaldas tornándole,
tomó a su torre la vuelta
de su escudero delante:
y tal escuchando el viejo,
libre del conde mirándose,
salió aprisa del castillo,
que tras él volvió a cerrarse.
Y de su aposento el conde
dando una vuelta a la llave,
a solas con su escudero
cambió estas rápidas frases:
–«¿El Emperador? –Da a su hijo
Pepino sus facultades;
y éste cruza la Provenza
con vos y Ayzón a abocarse.
–¿Y Ayzón? –Les llamó en su ayuda
y es víctima de los árabes:
riñeron por el botín
y le abandonan robándole.
–¿Se le han vuelto? –Ya está solo.
–¿No podrá, pues, presentarse
conmigo al rey? –No. –¿Tampoco
podrá esperar nuestro ataque
con ventaja en Barcelona?
–Imposible: sus parciales
engruesan ya vuestras huestes
a nuestro campo pasándose.
–Nuestra derrota es un triunfo.
–Si sabéis aprovecharle.
–¿Cuántos somos? –Cinco mil
acampan en los breñales
al pie del monte, y seiscientos
jinetes, con vuestros pajes
y escuderos, con la cerca
de maleza tocan cuasi.
–Que no la pasen. –Ninguno
lo que hay detrás de ella sabe.
–¿La Emperatriz? –En el claustro.
Y dispensad: su mensaje
vió Ayson primero que vos.
–Yo no le he visto. –A enseñársele
fué Laimo, y vino escoltado
por él hasta estos parajes.
–¡Traidor! –Él por vuestro rastro
vino, y yo vine espiándole.
–¿Por qué no le diste muerte?
–Porque cuando a los alcances
le iba, le dió otro caza
como a una bestia salvaje.
–¿Quién? –Ese que quedó abajo
con sus lebreles. Los árboles
me libraron a mí de ellos.
–¿Cómo? –Tiempo sin dejarles
para ventear mi rastro,
con Laimo en lucha dejándoles,
pude en salvo, como un pájaro
a una encina encaramándome,
sentir oculto en las ramas
cómo sobre Laimo echándose,
se le entregaron rendido:
y a su gusto maniatándole
ese viejo, que es un hércules,
cargó, tras de confesarle,
con él en hombros. –¿Por qué
entonces no les lanzaste
un dardo que les cruzara
a los dos? –Porque el ramaje
y la oscuridad hacían
mi tiro incierto, y matándoles
no podríais sus secretos
arrancar a sus cadáveres.
Volví sobre vuestro rastro
de nuestra gente a ampararme,
para hallaros a la fuerza
si la astucia no bastase.
La aposté, y otra vez solo
al castillo aproximándome,
os oí, con mi silbido
hice eco a vuestros cantares,
oí el vuestro y llegué al puente
al caer éste en sus pilares.
–Ahora comprendo a ese hombre
el aplomo inexplicable:
todo lo sabe por Laimo,
mas que yo lo sé no sabe.
Paulo, a partir volverás
antes de que el día raye.»