Ecos de las montañas: 21
II
editarMedia hora después, en el recinto
de bizantino camarín, donde arde
en un hogar inmenso de una encina
la mitad del selvático ramaje,
de una empezada historia continuaba
la relación del godo; y escuchábale
el viejo del castillo, dando claras
de atención profundísimas señales.
He aquí lo que decía Ayzón el godo:
–«Lo que contar me resta es lamentable
prueba del poco sólido terreno
en que se asientan hoy las sociedades.
Es una triste historia: es un ejemplo
fatal para los hijos y los padres:
la exhibición a par de dos poderes
que el mundo solos por mandar se baten.
El viejo emperador, abandonado
de Bernardo y Judith, por quienes antes
de doméstica paz en hilo frágil,
empezó el sentimiento de la ofensa
a ahogar en los recuerdos agradables
de los íntimos goces y cuidados
de que su amor y su amistad colmábanle.
Del hijo de Judith haciendo un ídolo,
adoróle en ausencia de su madre;
y entre Lotario y él partió el imperio,
de sus demás hermanos olvidándose.
Lotario imaginó que aquel derecho
del hijo de Judith era muy fácil
de romper: y mostrándose sumiso,
en el trono esperó solo sentarse.
Los hijos de Hermengarda interesaron
en pro suyo al Pontífice y los grandes
del imperio, y dijeron de demencia
que daba el viejo Emperador señales.
Lotario, que les vió crecer, unióseles
prefiriendo a luchar el engañarles,
y arrojaron al padre de su trono,
preso Lotario mismo custodiándole.
Por él en vano al campo se lanzaron
bravas huestes de fieles arimanes:
Gregorio cuarto, que llevó de Italia,
excomulgó a los fieles imperiales.
A Compiegne por Lotario conducido,
para que una asamblea le juzgase,
fué Luis; y fué acusado por los clérigos
de perjuro, sacrílego e infame,
por llamar a las armas en Cuaresma,
las riquezas de Dios por apropiarse,
por juntar asamblea en Jueves Santo
y ser, en fin, rebelde al Santo Padre.
Condenado a abdicar, fué de la Iglesia
entregado a los santos tribunales,
despojado del cetro y la corona,
del cíngulo e insignias militares;
y de todos los males del imperio
declarado por solo responsable,
vistiéronle el cilicio y la capucha
y a penitencia pública humilláronle:
y el anciano infeliz, amedrentado
de audacia y ceremonias semejantes,
prosternado ante Ebbón, el arzobispo
de Reims, de todo se acusó culpable:
y en la misma ciudad do Carlomagno
le entregó las insignias imperiales,
encerrado se vió en un monasterio,
irrisión y ludibrio de los frailes.
Pero tal infortunio e ignominia
tornó Dios en su pro: de ello indignándose
los corazones nobles, declararon
crímenes y traición tantos desmanes.
A su padre a París llevó Lotario,
Emperador creyendo coronarse
alejando al anciano de sus fieles
potentados y pueblos alemanes;
mas a París corrimos diligentes
por el Emperador, de todas partes,
a arrancar al buen viejo de los claustros.
Lotario, sin luchar, huyó cobarde,
y el Pío Ludovico volvió al trono;
mas, como ejemplo de vigor notable,
a la iglesia obligó a que le ciñese
otra vez las insignias militares.
Perdonó a los rebeldes y a sus hijos:
y hoy, al frente de hueste formidable,
avanza hacia Provenza y Septimania,
cual nunca amado, poderoso y grande.
Mas viene a impulso de su amor de viejo,
que en su agitado corazón renace
más que nunca voraz, de amor en brazos
de su adorada adúltera a embriagarse.
Diestra Judith para excitar su anhelo,
su reunión haciendo menos fácil,
abandonó el convento de Borgoña
y a uno del Rosellón vino a ampararse.
Yo atravesar su pórtico la he visto;
de ella a Bernardo sorprendí un mensaje,
y tengo un plan que al favorito pierda
y a par de yugo a Cataluña salve.
Oídle y combinémosle. –Detente,
el viejo al godo Ayzón dijo atajándole;
la situación es tal que habla ella misma:
yo comprendo tu plan sin que le explanes.
–De eterna enemistad, de odio infinito
tender un mar entre los dos amantes.
–Yo haré más, mucho más: ante mis ojos
el porvenir de la venganza se abre.
La fortuna nos sirve, y es inútil,
Ayzón, que más el seso te devanes:
la independencia y la venganza a un tiempo
hoy el azar a nuestras manos trae.
Yo tengo, Ayzón, para coger a todos
en una misma red hilos bastantes:
hervirá entre los padres y los hijos
un volcán de rencor y un mar de sangre.
–¿Él está en Barcelona? –Ha entrado en ella.
–¿La tomó? –Se la dimos: dispersarse
mandé a mi gente: y mientras él se asombra
de no hallar enemigos, se rehace
mi hueste en estos montes, a su espalda
a aparecer de nuevo preparándose.
–Yo la haré que aparezca a tal altura
que, por más que Bernardo se levante,
la vea despechado de sus ojos,
pero no de sus manos al alcance.
Sígueme, Ayzón: tus locas esperanzas
de realizar al fin llegó el instante.
Paso a mejor estancia y compañía
mejor en estas ruinas esperaste
hallar, y vas a hallarlas: yo de un golpe
de señor y rival voy a librarle.
Mas si en lides de amor no eres más diestro,
que en las de guerra, Ayzón, vuélvete… parte.
–¿Tan obcecada está? –Le ama, le adora.
Mas yo la haré que le odie; alerta estáte.
Es un primer amor: es una niña.
–Sido hubiera mejor no alimentársele.
–La oposición enciende las pasiones
y convierte las chispas en volcanes.
Éste para apagar, su amor adúltero
cuéntala, su pasión cual si ignorases.
Vamos: yo te daré por el camino
de su pasión y de mi plan detalles:
y cuando tengas de los tres amores
y de la historia de los tres la clave,
tú nos conducirás al monasterio
de Judith… ¡y verás qué desenlace!»
Dijo el viejo; y a Ayzón hasta la boca
de un subterráneo caracol llevándose,
desde su entrada polvorosa y lóbrega
dijo por ella hundiéndose y guiándole:
«Baja, que aunque parece que al infierno,
a la mansión conduce de los ángeles.»
Hundiéronse… y volvió de aquellas ruinas
la muda soledad a enseñorearse.