Ecos de las montañas: 33

Capítulo VIII de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

La atmósfera empañaba calígene ondulante
que desgarraba apenas amarillento sol:
la tarde estaba opaca y el aire murmuraba
en torno del castillo con quejumbrosa voz.
Tocaba el sol ya casi los montes del ocaso,
cuando del lago a orillas en escondido ancón,
la voluntad postrera de Genoveva cumple
con ceremonia extraña su extraño sucesor.
En una barca estrecha, que se gobierna sólo
por medio de dos remos, sin proa y sin timón,
tendido está el cadáver de la infeliz doncella,
de su tronchado tallo como arrancada flor.
Su tronco apenas yerto, su faz privada apenas
de la flexible gracia vital de su expresión,
reposa sobre un lecho que cubre un rico paño
que al agua cae plegado del barco en derredor.
Oprimen amorosas el lirio de Bernardo
las manos del cadáver aún al corazón,
y en el mortuorio paño su cabellera tiende
sus rizos que aún exhalan inextinguible olor.
Las formas de su casto e inmaculado cuerpo
dibujan su perfecta, gentil modelación,
debajo de los pliegues de un velo trabajado
por las esclavas de Asia con oriental primor.
Hermosa todavía, su pálido cadáver
del alma y de los ojos atrae la admiración;
la muerte en aquel cuerpo de virginal pureza
ostenta su paz santa sin inspirar horror.
Los hijos del bastardo, que en brazos le han traído
por orden de su padre, que les seguía en pos,
inconsolables lloran, mientras el viejo torvo
desata los amarres del bote ondulador.
¡Tristísima es la escena! Del padre y de los hijos
las almas en silencio devoran su aflicción:
porque por vez primera del impasible viejo
se ve en la faz la huella de su íntimo dolor.
Mas contemplando el cielo, les dijo de repente:
«volveos al castillo», y en el batel saltó:
y con vigor un remo sobre la tierra hincando,
pujó y sacó la barca del escondido ancón.
Aseguró en los férreos escálamos los remos,
y el agua la fantástica embarcación sulcó;
bogando hacia el islote por el desierto lago,
como la Estigia cruza la barca de Carón.
Mas boga lentamente: los brazos del bastardo
se ve que no despliegan su natural vigor:
sus ojos se complacen sitiendo una por una
sus lágrimas ardientes brotar del corazón.
Bogaba tan despacio, que de la luz del día
la claridad rojiza crepuscular se hundió
detrás del horizonte, sus últimos reflejos
llevándose cual cauda de su áureo manto el sol.
Cuando del lago al centro llegó, la parda niebla
por cima del castillo la luna desgarró,
y un rayo nacarino de su fulgor sereno
desparramó su lumbre del barco en derredor.



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II