Ecos de las montañas: 41

La fe de Carlos el Calvo. Epílogo de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

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Es una tarde cárdena: ha amagado
durante todo el día una tormenta
que no rompe en turbión, aunque en el aire
los nubarrones sin cesar condensa.
El rey a caza no ha salido: un vago
miedo, una inquietud vaga se revelan
en su semblante torvo: en su aposento
se agita sin cesar como una fiera
enjaulada: se asoma a las ventanas
impaciente: se para y se pasea
por la cámara; a veces se dirige
la palabra a sí mismo: otras conversa
con el sombrío favorito, que oye
a veces impasible, y le contesta
a veces con palabras monosílabas,
como si a las de Carlos no atendiera.

Entretanto su gente en las estancias
bajas, donde sus órdenes espera,
bebe escuchando las picantes trovas
y cuentos de una errante juglaresa.
No hay res a los pilares amarrada:
las jaurías están con sus correas
atadas en el patio a las argollas
en que amarran los monjes sus acémilas.
Algunos perros favoritos duermen
a los pies de sus amos, u olfatean
el fiambre y las pastas con que excitan
la áspera sed con que los jarros merman.
Aquella sociedad, de cazadores,
de aventureros y soldados mezcla,
aguardaba las órdenes de Carlos,
que a su vez para darlas algo espera.
De repente un relámpago asomándose
con un fulgor de incendio a las vidrieras,
alumbró el cuarto y deslumbró los ojos
de los que en él estaban: voz tremenda
de la tremenda tempestad, que al cabo
en el aire cerniéndose revienta:
un trueno seco, cóncavo, estridente,
rugió en el cielo y conmovió la tierra.
Rasgó sus negros flancos el nublado,
y azotar se oyó al viento por afuera
los muros con la lluvia, sacudiendo
furioso las ventanas y las puertas.

Al par del vendaval, por la del patio
y como si el nublado le trajera
seguido de una corta comitiva,
se entró un jinete, que al portón se apea.
Echó con señoril desembarazo
de un paje en manos del corcel las riendas,
y cruzando el umbral sin ceremonia,
se metió en el salón sin pedir venia.
Era un noble, sin duda, de alto rango,
a juzgar de su traje por las prendas.
Tendió en un banco su empapada capa,
su coronado casco echó sobre ella
y dijo a los presentes: «¿Hay alguno
de vosotros que al rey anunciar sepa
que ha llegado Bernardo de Tolosa,
conde de Barcelona?» Con voz recia:
«Yo», dijo desde el fondo de la estancia
del rey el favorito entrando en ella.
«¡El bastardo de Hunaldo!», exclamó el conde,
hielo correr sintiendo por sus venas.
«El mismo, dijo el favorito; un punto
esperad aquí al rey, que pronto llega.»
Y dejando la estancia, dejó al conde
de la afanosa incertidumbre presa.
Todo el pasado se agolpó a su mente:
y aunque hecho tal a comprender no acierta,
comprende que le augura un mal tan sólo
del bastardo de Hunaldo la presencia.
De fiarse del rey y haber venido
se arrepiente y comprende la torpeza,
y pide ansioso a su profunda astucia
una feliz y salvadora idea:
y mientras esa idea salvadora
busca con hondo afán y no la encuentra,
de pie en el centro del salón, es blanco
de una curiosidad que le impacienta.
La tempestad del cielo es, comparada
con la de su alma, ráfaga ligera:
y la del cielo, sin embargo, ruge
como si fuese a desquiciar la tierra.
Rauda, incesante, fúlgida, en la cámara
la luz de los relámpagos penetra,
y encima de sus bóvedas el trueno
las del cielo parece que revienta.
Y en medio del fragor con que del globo
la tempestad el curso desconcierta,
de espaldas a la puerta, en pie y aislado,
el conde al rey desesperado espera.
Y en medio del tumulto con que asorda
el recinto claustral naturaleza,
descompuesta la faz, desmelenado,
mal unidas las ropas y en la diestra
desnuda la ancha espada, presentándose
el rey con pasos y furor de hiena,
llegóse al conde por detrás y airado
le cercenó de un tajo la cabeza.
Saltó ésta hacia adelante; perdió el cuerpo
su equilibrio hacia atrás, las manos trémulas
tendiendo por instinto: y fué, lanzando
caños de sangre, a dar sobre la mesa.
Asirse y sostenerle en tal apoyo
no pudieron sus manos ya sin fuerzas,
y el tronco por el rey descabezado
fué ante él a dar su convulsión postrera.
Carlos, poniendo un pie del tronco encima,
exclamó con jamás vista fiereza:
«¡Deshonrador del lecho del que ha sido
mi padre y tu señor, maldito seas!»

Salió el rey del salón: tras él salieron
cuantos en él estaban: y las puertas
el bastardo cerrando, dejó el tronco
dividido en la cámara sangrienta.



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II