Ecos de las montañas: 17

Capítulo V de Castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla


Y yendo días y viniendo días
pasan los veinte, y descuidado el conde
con Genoveva en el castillo pasa
las horas que no cuenta, mas que corren:
y ella con él las pierde recorriendo
el soto, el lago, el pedregal y el bosque:
con él corre las liebres por el soto,
con él sigue las corzas por el monte,
con él tiende las redes en el lago,
con él suelta en el viento los azores,
con él vuelve al castillo, y con él habla
de los lances del día por la noche.
Y uno del otro en el amor se embriagan
con las volubles mil conversaciones
con que el veneno del amor, hablando,
con la palabra el corazón absorbe.

Y él la canta baladas mientras borda,
y la narra leyendas mientras come,
y la envía en la noche cantilenas
cual trovador galán de torre a torre;
y el viejo torvo y silencioso escucha
y los dos mozos encantados oyen
las trovas, las leyendas, las historias
que canta y cuenta a Genoveva el conde.
Y él y ella de ellos a la vista cruzan
el firmamento azul de sus amores,
que alumbra un sol perenne y sin ocaso,
cuya luz no se quiebra en horizontes.
Corre así el tiempo, y para el conde astuto
aunque parece que sin cuenta corre,
enamorado y capitán, atiende
del amor y la guerra al juego doble.

Poco a poco ha alojado en el castillo
de sus huestes de guerra algunos hombres
que, como él, con leyendas y cantares
se atraen a sus sencillos moradores:
se captan su amistad, sondan mañeros
el fondo de sus francos corazones,
no inquieren nada y lo averiguan todo,
sin pedirlos les dan de todo informes:
a cambio de sus cuentos, del castillo
se hacen contar la historia y tradiciones,
estudian de su gente las costumbres,
del servicio interior las horas y orden,
su estado militar como castillo,
como finca su renta y producciones,
y en fin la noble fábrica de Waifro
con vista inteligente reconocen.
De modo que postigos y poternas,
silos, cuevas, depósitos, prisiones,
aljibes, escaleras, subterráneos,
crujías pasadizos, caracoles,
distancias, vientos, espesor, alturas,
cuanto desee del castillo el conde
saber, no tiene más que preguntárselo
y a ciegas podrá andar por sus rincones.

A más, la brecha que hizo en la maleza
es ya sendero fácil que recorren
los mensajeros ágiles y fieles
de su correspondencia portadores:
y a abrigo de las rocas embreñadas
va de los Pirineos españoles
volviéndose a acampar bajo su enseña
el disperso tropel de sus cohortes.

Mientras él de la dama del castillo
conquista el corazón en sus salones,
en sus patios y campos le conquistan
su gente sus astutos servidores:
y el hijo del piadoso Ludovico,
cuando rey de Aquitania se corone,
en el conde galán de Barcelona
tal vez de Waifro al heredero tope.
Hoy la vergüenza del vencido arrostra:
pero mientras se van sus vencedores
haciendo en Cataluña impopulares,
degenerando en bandas de ladrones,
él, en el aislamiento misterioso
del castillo de Waifro se repone;
y tan alto desde él volar espera,
que su vuelo a las águilas asombre.
Corre así el tiempo: mas para él los días,
aunque parece que sin cuenta corren,
de su fortuna van uno tras otro
afirmando al pasar los escalones.
¡Oh! Y si logra anudar todos los hilos
cuyos perdidos cabos busca y coge,
tal trama hará con ellos, que su tela
cuando el bajel de su fortuna enlone
le podrá conducir a mar tan alta,
que seguirle las águilas no osen;
mas a aire y mar para lanzarse espera
no más que viento favorable sople.

Y sopló, al fin, la deseada brisa,
brisa pujante y rápida del Norte,
que rompiendo a su barco las amarras
le impele al centro de la mar salobre.

Paulo trajo esa brisa, al fin tornando
después de un mes de ausencia: venir vióle
el conde: bajó al puente a recibirle,
y con él en su cámara encerróse.
Los escritos leyó que le traía,
las nuevas que traíale escuchóle:
y de unas y otros inquiriendo y dando
a su vez necesarias ampliaciones,
quedaron, lo escuchado y lo leído
en su memoria colocado en orden,
pensativo el señor, y en pie aguardando
el fatigado servidor sus órdenes.
El caballero, al fin, exclamó irguiéndose:

«Paulo, tiempo es de que otra vez se tornen
las palomas que huían en milanos,
los fugitivos corzos en leones.
La victoria es hoy fácil: mas quedemos
del castillo de Waifro posesores;
que pues crean un reino de Aquitania,
su derecho ducal tal vez no estorbe.»

Dijo, y mientras que Paulo los detalles
de la partida próxima dispone,
él bajó al camarín donde la dama
ya le aguardaba inquieta. Los dos jóvenes,
con el viejo sombrío, de la mesa
ya alrededor estaban, pues de noche
a las veladas de la dama asisten
y oyen del adalid las relaciones.

Cuando él apareció, los dos mancebos
y el viejo levantáronse: acusóles
con leve inclinación de la cabeza
su cortesía él, y dirigióse
a Genoveva, cuya tez de rosa
se tiñó de carmín, y los dos soles
que puso Dios por ojos en su cara,
le enviaron a la faz un rayo doble.
Él recibió la luz de sus luceros
como reciben la del sol las flores
cuando el rayo primero que las manda
la niebla azul que las enfría rompe.
Los pliegues de su falda recogiendo
para que cerca de ella se coloque,
le hizo sitio la dama, y a su lado
él como igual y familiar sentóse.
Mas en lugar de la atención curiosa
que solía excitarles otras noches
algún cuento anunciándoles, así ésta
con desusada gravedad hablóles:

«Llegó, por fín, el día en que debemos
acudir a supremas atenciones:
oídme, pues, señora, y mis propuestas
pesad aunque os extrañen u os enojen.
El viejo emperador parte su imperio
entre sus hijos: mas en vez del orden
que anhela establecer, va la anarquía
a atizar: crecerán las ambiciones:
los que hoy reciben de su imperio parte
al todo aspirarán: Roma a la postre
será contra él, y librará con suerte
si del trono imperial no le deponen.
Aceptado me habéis por caballero:
y si no logro hacer que se revoque
por el Emperador de vuestra raza
la inútil proscripción, yo vuestro nombre
bordaré en mi tabardo, de mi escudo
sobre la empresa le pondré por mote,
y a la luz a salir volverá escrito
por INRI de su cruz en mis pendones.
Mas no hay ya que pensar en presentaros
al viejo Emperador; porque el más joven
de sus hijos, Pepino, está en Provenza
ya por Rey de Aquitania, la que en lote
le cupo en el reparto. Yo le debo
amistad y obediencia, y él me impone
la ley de que la suya o mi bandera
de Waifro en el castillo se enarbole.
Enarbolar la mía, sin derecho
mejor que su mandato que me abone,
me deshonrara: enarbolar la suya,
os ultrajara. Es fuerza que se adopte
medio mejor de izar una bandera
que ni os ultraje a vos ni me deshonre,
que sea vuestra aunque distinta fuere,
y la misma aunque cambie de colores.
No os propongo, señora, una alianza
que en interés político se apoye,
sino un nudo más sólido que pueda
con el derecho atar los corazones.
Vuestro blasón doblad: ceñid a un tiempo
la corona ducal y la de conde:
sed mi mujer, en fin, y en el castillo
que sin rival vuestra bandera flote;
y pues se erige la Aquitania en reino,
que el primer rey en ella se corone
dejad: crear un reino es más difícil
que del difunto rey ser sucesores.
El castillo de Waifro está muy alto,
desde muy lejos se divisa, y ponen
hoy sus ojos en él cuantos monarcas
tienen en esta marca dos terrones.
No hagamos cara al tiempo, que atropella
a quien su paso a detener se pone.
El castillo de Waifro ha de ser presa
del odio o del amor: a los rencores
de raza demos fin: que el tiempo nuevo
como viejas memorias los devore:
en el amor de una mujer el odio
se sofaca de diez generaciones.
Yo soy de raza franca, y por las vueltas
del tiempo, que nada hay que no trastorne,
salgo a lid por campeón de la Aquitania
y unir quiero a los suyos mis blasones.
El castillo de Waifro a amparo mío
parecerá del rey; en vuestros montes
todo el estío acampará una hueste
mía sujeta a vos: tenéis un hombre
en quien fiado habéis desde muy niña
(y esto decía por el viejo el conde):
que él gobierne el castillo: de mi hueste
que tome la porción que le acomode:
y si el riesgo se acerca, en el castillo
que todo el resto de su gente aloje.
Yo con el grueso partiré: ya importa
que a Barcelona mi poder recobre.
Nuestro enlace nupcial, si es aceptado,
se hará cuando os pluguiere, y hasta entonces
Wifredo, paje mío, sus primeras
armas hará en mi ejército: a las cortes
de Aquisgrán o Aquitania irá conmigo;
yo atenderé a los riesgos exteriores;
y si la guerra universal se rompe,
si tienen con las plumas de las flechas
los reyes que volar y emperadores,
el castillo de Waifro está muy alto:
y ni hay viento que tanto las remonte,
ni cuando el hielo del invierno crudo
sus peñas de carámbanos alfombre,
podrán llegar a él más que las águilas
y toparán en él con los halcones.
De la raza de Waifro acepto el sino;
cuando Dios por ser de ella me abandone,
si muero a vuestros pies, siempre habrá un ángel
que por mí ruegue a Dios y por mí llore.»

Este discurso artificioso, hecho
para halagar de todos las pasiones,
para excitar en todos confianza,
hizo el efecto, al parecer, que el conde
de él esperaba. Genoveva, ingenua
y enamorada, el plan que la propone
tuvo por el mejor: el viejo torvo
objeción no le puso: los dos jóvenes
vieron el porvenir que en él les cabe
a su carácter y afición conforme.
Se aceptó: y convenidos, estas frases
con sequedad el viejo dirigióle:

«Cuanto sanciona mi señora debo
sin reparo aceptar, mas en la hipótesis
de que estén hoy vuestra alma y vuestro brazo
libres de otros empeños anteriores.
Si algún lazo os ligó, que esté ya roto;
que no sean dogales que os ahoguen
palabras empeñadas ni deberes
que cumplir con los nuevos os estorben.
La situación es crítica; aceptables
vuestras ofertas son, y vos sois hombre
de llevar a buen puerto vuestro barco
por mucho que la mar se os alborote:
mas la raza de Waifro, condenada
peleando a morir con todo el orbe,
con su espíritu audaz tiene bastante
contra reyes al par y emperadores.
Dice la tradición que el viejo Hunaldo
llamaba a las ondinas desde el monte,
y que a su voz trazaban sobre el lago
los diabólicos círculos veloces
de su ronda infernal: Waifro, el misántropo,
hablaba con los silfos de los bosques,
cuando van a la luna a columpiarse
o nido a hacer en las silvestres flores:
y yo sé que su espíritu ha quedado
entre esas impalpables creaciones
de la pagana edad, y que protege
a su última heredera de traidores.
Haced, pues, que en el lóbrego pasado
de vuestra vida mis preguntas sonden;
porque, a más de que creo en los espíritus,
derechos hay en mí que me lo abonen.»

A estas frases osadas sonreía
con su sonrisa más graciosa el conde,
callaban los mancebos, y la dama
sentía sus mejillas sin colores.
Pero aquél, a quien nunca desconciertan
las más comprometidas situaciones,
le contestó cortés, como quien goza
en que a cuestión difícil le provoquen:

«Quienquier que fuereis, cualesquier que sean
aquí vuestro derecho y pretensiones
sobre la última dama que los tiene
al trono de aquitania: ya que os toque
derecho tal por sangre, ya que os le hayan
legalmente acordado sus mayores
al expirar, yo los respeto, y nada
hay en vuestra demanda que me enoje.
Mas tales cuales son, vuestros derechos
ir de hoy más deben con el mío acordes:
porque unidas desde hoy nuestra fortunas,
en un mismo bajel fuerza es que boguen,
fuerza es que juntas a la orilla arriben
o que en las ondas a la par zozobren:
conque yo os voy a abrir el panorama
que ansiáis ver de mis años anteriores.
Oídme, pues, vos y esos mozos: ellos
para que sobre mí no se equivoquen;
vos para que al contar con mi pasado
podáis sacar la cuenta sin errores.
A más, ya he adquirido la costumbre
de abreviaros la noche con canciones
y relatos, y debo hasta la última
ser vuestro trovador, aunque hoy evoque
recuerdos tristes para mí. Mi historia
oíd, pues. Hoy milito de la corte
fuera, bajo el poder de una calumnia
que no pudo encontrar mantenedores.
Viudo el Emperador, volvió a casarse:
pero, viejo, eligió mujer muy joven,
instruída y hermosa: yo fuí el ayo
del hijo de estos ímpares consortes.
La calumnia de aquí. De mi privanza
se encelaron los clérigos, los nobles
y los que lucro y medras esperaban
del favor de los príncipes mayores,
los hijos de Hermengarda. Creció Carlos,
el hijo de Judith: su padre dióle
parte en la sucesión con sus hermanos,
lo que de ellos menguó las particiones.
Viejo el Emperador, Judith hermosa;
yo, como ayo del príncipe, en honores,
rentas y dignidad más avanzado
que ellos, continuo y familiar mi roce
con la imperial familia y, sobre todo,
con la madre del príncipe… en menores
apariencias basáronse calumnias
que acarrearon tan grandes turbaciones.
Pronto fueron supuestos atrevidos
los que empezaron tímidos rumores;
y, creándose atmósfera, tomaron
del escándalo al fin las proporciones.
El hijo de Judith desheredado,
los hijos de Hermengarda de su lote
harían partición: era preciso
dar incremento a la calumnia torpe.
La Emperatriz, desde que hacer osaron
villanos a su honor imputaciones
tales, con esa audacia de que sólo
es capaz la mujer, adelantóse
sintiendo el trueno a provocar el rayo,
aunque el nublado en su cerviz le arroje.
Adoptó por emblema un lirio blanco;
le mandó cuartelar en sus blasones
y grabar en su sello; de sus cámaras
desterró en su favor todas las flores,
e hizo de lirios blancos y azucenas
colmar sus semilleros y jarrones:
tomó por cetro, en fin, un lirio de oro,
y con él en la mano presentóse
en los saraos y fiestas de palacio
y en todas las solemnes recepciones,
llegando a ser sentirle entre sus dedos
necesidad e indispensable goce.
¡Nada exaspera más a la calumnia
como que su ira el calumniado arrostre!
El viejo Emperador recibió un día
un infame cartel; en sus reglones
a Judith acusaban de adulterio
tres nobles, del cartel sustentadores.
Exaltóse el monarca, y de su esposa
fuese airado a la cámara; siguióle
su servidumbre atónita; atajámosles
los de la Emperatriz; a los rumores
de pasos acudió ella, y encontrándola
el ciego Emperador en los salones,
sin más explicación empezó a leerla
del libelo las cláusulas atroces.
A afrenta tal sobrecogida ella,
a las primeras líneas desmayóse:
sentámosla; mas él siguió leyendo
dando al viento su honor hecho jirones.
Yo le escuché dispuesto a protegerla,
mas al leer del escrito los tres nombres
que le osaron firmar, campo cerrado
pedí contra mis tres acusadores.
Eran el godo Ayzón y otros dos bávaros
turbulentos: creí que el mejor corte
del escándalo era el de dos filos
de hierro de mi lanza y mi mandoble,
y apelé sólo a Dios, fiando sólo
en su amparo, en mi brío y en los botes
de mi lanza. Acordóseme el palenque:
nombráronse los jueces; preparóse
la lid; mas aguardéles en la arena
desde que el sol saltó del horizonte
hasta que tramontó, y ninguno de ellos
a la liza bajó. Por quito dióme
la ley del crimen que me fué imputado:
dió a la par por infames y felones
a los calumniadores fugitivos;
por el juicio de Dios libres e incólumes
la Emperatriz y yo de culpa y pena
quedamos; mas era otro el primer móvil
de la calumnia ruin: sembrar la duda
y germen perenal de agitaciones:
Y así fué: dudó Roma; entró en escrúpulos
el crédulo marido; dividióse
en bandería la opinión, e hicieron
del palacio un infierno los traidores,
los príncipes, los teólogos y todos
los que invocan a Dios y a Satán oyen,
y agitan las pasiones y el escándalo
clamando contra el vicio y las pasiones.
Judith resolvió airada y ofendida,
huir a un monasterio, desde donde,
creando nueva situación, pudiera
poner para su vuelta condiciones.
Yo debía volver a mis Estados,
de los cuales no hay ley que me despoje,
y de palacio y de la corte a un tiempo
partimos disfrazados una noche.
Yo, con mi servidumbre la escoltaba:
un antifaz cubría sus facciones
y un tabardo sus formas envolvía;
con que no vió su rostro ni su porte
ninguno. Al arribar del monasterio
a la abacial jurisdicción, del bosque
dejamos en el límite la escolta,
y avanzábamos solos por el borde
de una laguna pantanosa en busca
de un atajo que oculto va a los trojes
del monasterio a dar, y ya sentíamos
de sus campanas próximas el doble,
cuando del lado opuesto del pantano
vimos a tres jinetes que a galope
corrían a cortarnos del atajo
la entrada. Perspicaz reconocióles
la Emperatriz y díjome: –¡Son ellos!
–El convento ganad, la dije entonces;
yo os ganaré harto tiempo, venza o muera»,
y me lancé al escape. Bien salióme;
porque ellos, deteniéndose a esperarme,
dieron tiempo a Judith, que huyó y salvóse,
y yo le tuve de parar en firme
en su carrera mi caballo dócil.
No se engañó Judith: sí que eran ellos:
Ayzón y nuestros dos calumniadores,
Ayzón venía en medio y sonreía
creyendo en mi torpeza: imaginóse
poder en mi carrera arrebatada
cogerme entre los tres; pero burlóle
mi astuto ardid y de mi buen caballo
la superioridad; así que a voces:
«¡Es el juicio de Dios!», les dije, asiendo
de mi trompa; y con todos mis pulmones
soplando en ella, desgarré la atmósfera
con la vibrante voz del hueco bronce.
Logré mi fin; miráronse azorados
de mi seña, y partí: del primer bote
tendí al que Ayzón tenía a su derecha;
el caballo del otro encabritóse
rebelde al freno; revolvíme rápido,
y en el hocico al animal tal golpe
di, que de espalda en el pantano dieron
la indócil bestia y el jinete torpe:
y a dos pasos de Ayzón quebré en redondo,
le gané tierra y esperé su choque.
Mas, o el juicio de Dios tentar no quiso,
o de mi escolta, que acudía, el trote
tal vez sintió y me dijo: «En Barcelona
me hallarás»; con el puño amenazóme,
y poniendo el pantano de por medio
partió como un relámpago y perdióse.

Mi gente asió del muerto y del caído;
yo eché por el atajo, y ya en las trojes
no la vi; rodeé el claustro, y en el pórtico
hallé a la Emperatriz. Aseguróse
de mi fortuna en el combate, y díjome:
«Que no hallen aquí rastro de estos hombres;
entierra al muerto lejos: suelta al vivo,
y que Dios le castigue o le perdone.»
Y sacando del seno el lirio de oro
que le sirvió de cetro, añadió: «Tómale;
si vuelvo al trono, llevaré en la mano
en vez del lirio, un látigo.» Tendióme
la flor; me despidió: besé su mano:
partí: la oí llamar, y oí, en sus goznes
rechinando al girar, ante ella abrirse
y sobre ella cerrarse los portones.
Y he aquí el lirio: por nupcial regalo
aceptadle, señora.» Dijo el conde,
y del pecho sacándole, en la mesa
delante de la dama colocóle.

Quedaron conmovidos contemplándole
la castellana, el viejo y los dos jóvenes;
y en el silencio que siguió, el latido
se oía de sus cuatro corazones.

Vió bien que en su favor se les ganaba
su historia el caballero: el viejo inmóvil
y grave como siempre, mas no huraño,
cedía al parecer, y o convencióse,
o afectó convicción. De Genoveva
radiaba la alegría en las facciones;
y tras breve silencio reflexivo,
el lirio recogiendo, dijo al conde:

«Acepto vuestra ofrenda: desde ahora
será la única joya que me adorne:
y del panteón, del tálamo o del trono
yo os le devolveré en los escalones.»


Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II