Ecos de las montañas: 38
III
editarCarlos bajó con ostentoso séquito
del conde de Tolosa hasta la tierra:
Bernardo le hospedó en un monasterio
de su ducal ciudad casi a las puertas.
La comitiva de ambos competía
en sus trajes cargados de oro y seda,
en su porte galán y en darse mutuas
de confianza irrecusables muestras.
Era un día risueño que alumbraba
un sol fecundador de primavera;
el aire circulaba embalsamado
con el primer olor de las primeras
hierbas y flores: sus primeros trinos
ensayaba en el árbol filomena;
era un día de abril en que iba virgen
a rejuvenecer la madre tierra.
Repicaban a vuelo las campanas
y estremecía el órgano la iglesia,
en cuyo altar mayor, lleno de luces,
con la pompa católica celebra
misa pontifical un viejo obispo:
nubes de humo de mirra le rodean;
grave comunidad de austeros monjes
con él ofician y a su voz contestan.
Delante del altar, sobre las gradas
del presbiterio, comunión esperan
de sus manos Bernardo y el rey Carlos,
que juran ante Dios su paz perpetua.
Delante de los dos, y entre un notario
y un rey de armas, estaba en una mesa
puesta el acta legal del juramento.
Comulgaron los dos: de aquellas épocas
a la usanza, el obispo con la tinta
y el vino consagrado hizo una mezcla,
y firmaron los dos con aquel líquido,
cual si de Cristo con la sangre fuera.
Las bóvedas del templo estremecieron
los cánticos de paz con que la Iglesia
en el nombre de Dios da paz al mundo;
unió el pueblo a su voz la de una inmensa
aclamación; y Carlos y Bernardo,
de Dios y clero y pueblo en la presencia
abrazándose, a Dios ante su pueblos
se juraron fe y paz sobre la tierra.
Hiciéronse a la par mutuos regalos:
mutuas explicaciones y promesas
cambiaron, y partieron encantando
al pueblo con sus dádivas y fiestas.
Aquella misma tarde del convento
de San Sernín salieron por las puertas,
tomando el buen rey Carlos y Bernardo
de sus Estados a la par la vuelta.
Y mil veces y mil así se ha hecho
entre reyes la paz; mas aunque de ellas
una entre mil fué paz leal, ninguna
fué jamás tan sacrílega como ésta.