Ecos de las montañas: 35

​Capítulo VIII de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas
 de José Zorrilla

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Audaz el conde y el bastardo terco,
los fosos hondos, los baluartes altos,
Bernardo del castillo apretó el cerco
y le dió dos inútiles asaltos.
Mas no es empresa fácil, aunque el conde
conoce los ocultos pasadizos
y subterráneos cóncavos por donde
poder minar baluartes tan macizos;
pues le sale por minas y baluartes
el bastardo a atajar por todas partes.
Del castillo de Waifro es el recinto
por cima y por debajo de la tierra
de defensas y pasos laberinto:
si sucumbe ha de ser en larga guerra.
A apoderarse de él determinado,
incendia en torno de él bosque y maleza
el conde, con intento meditado
de dejar sola en el peñon aislado
de un desierto en mitad la fortaleza.

Despejó la montaña en que se apoya:
y dondequiera que barranco, grieta,
sima, gruta, quebrada, fosa u hoya
salida pueden ocultar secreta,
obstruyó, u ocupó con gente suya
porque el bastardo de ellas no se valga,
auxilio le entre o mensajero salga,
y si le vence, al fin, no se le huya:
con cuyo ardid y al fin de cuyo estrago
cercó y circunvaló castillo y lago.

Cuatro días después llegó, rendido
de correr, a su campo un caballero
que había a los funerales asistido
del piadoso Luis, que había partido
su imperio entre sus hijos, y heredero
con ellos a la par de un grande Estado
al hijo de Judith había nombrado.
Pero ninguno de ellos satisfecho
con la heredada parte de su tierra,
de su ambición a Dios juez habían hecho,
cada cual su derecho
confiando a la suerte de la guerra:
estaba, pues, la lucha fratricida
de Luis entre los hijos encendida.
De la muerte de Luis hay en la nueva
un dato asaz extraño: que moría
el viejo Emperador el mismo día
en que había expirado Genoveva.

Misteriosa y fatal coincidencia
que en el póstumo escrito de la dama
marcaba, la atención del conde llama
cual fallo de la justa Providencia.
Superstición de la época, o misterio
real de la alta justicia soberana,
murió el último jefe del imperio,
de la estirpe aquitana
destructor, a la par en día y hora
con la última ignorada castellana
del aquitano reino sucesora.
El conde comprendió con tal aviso
que acosar al bastardo sin reposo,
momento sin perder, era preciso,
y no entrar el castillo vergonzoso.
Salió, pues, de su tienda decidido
nuevo asalto a ordenar recio y postrero;
y al castillo al mirar, no conocido
vió un pabellón en el torreón frontero,
que en escritura negra en campo rojo
ostentaba en latín este letrero:
KAROLUS REX. ¿Qué Carlos? ¿Por qué antojo,
por qué oculta razón, por cuál misterio
el bastardo de un rey toma el partido?
¿Qué jirón es su reino del imperio?
CARLOS REY. Mas ¿qué Carlos? ¿Cómo sabe
el bastardo antes que él lo que ha podido
de un éxito final darle la clave
y afiliarle a ese rey desconocido?
CARLOS REY. De encontrados pensamientos
revuelta tempestad brota en su mente;
de encontrados intentos
febril efervescencia de repente
le agita con opuestos sentimientos.
Determinó, impaciente,
el castillo asaltar, reflexionando
que es fuerza para hacerse independiente
en la guerra civil tomar un bando:
y en tal resolución, con tal porfía
preparando el asalto pasó el día.

Cerró la noche: de apiñadas nubes
dejó el día cargado el horizonte:
poco a poco la bóveda del cielo
entoldaron sus negros pabellones.
Ni un solo punto azul en él dejaron
ni una estrella visibles: los rumores
nocturnos propagarse en las tinieblas
entre mil ecos pavorosos se oyen.
Es una de esas noches que ejerciendo
una influencia física del hombre
sobre el cuerpo, a impresiones no sentidas
por él jamás su espíritu disponen.
Todo calla en el campo; ni en su tienda
tiene ya luz el desvelado conde:
y aunque todo parece que en él duerme,
todo tal vez en él vigila insomne.
No sé qué vago miedo hay en la atmósfera
que oprime los más bravos corazones
con un presentimiento como él vago,
aunque explicable y a razón conforme.
Minando en las tinieblas por un silo
la fortaleza están aquella noche
los mineros del conde, y el asalto
debe darse del día a los albores.
Y no hay valiente a quien de asalto en vísperas
o batalla no asalten aprensiones,
superstición, presentimientos…, miedo,
en fin, del mortal riesgo a que se expone.
Todo yacía en calma y en silencio
y en tinieblas: el tercio de la noche
transcurrido iba apenas, cuando pálidos
comenzaron movibles resplandores
a divisarse del castillo dentro,
destacándose de él los torreones,
alminares y cúpulas y almenas
sobre aquella cortina de luz móvil.
Apercibióla el conde, que velaba,
y temiendo un ardid que desconoce,
lanzó en la oscuridad de su guerrera
trompa un agudo y repentino toque.
Todo el campo a su son en faz se puso
de pelea: y con ojos avizores
del castillo la luz contemplan todos
que gana intensidad y dimensiones.
Arde el castillo: mas el conde ignora
si le lograron incendiar sus hombres
por las minas secretas, o le incendian
a expreso o por azar sus defensores.
De repente un horrísimo estallido
ensordeció la atmósfera: y la enorme
torre del homenaje desplomándose,
el incendio interior manifestóse.
Un horno inmenso reventó en el centro
del castillo de Waifro; flameadores,
de una palma de fuego cual penacho,
como del cráter de un volcán que rompe
en erupción furiosa y repentina,
del centro alrededor los torreones,
cúpulas, alminares, capiteles,
atalayas, en fin, y miradores
lamieron, azotaron y ciñeron
tropel de salamandras y dragones
inflamados, lanzándose a cebarse
en las salientes piedras exteriores.
Las llamas con mil lenguas que en la boca
de aquel volcán renacen y se esconden
sin cesar, reventando las vidrieras,
brotaron por troneras y balcones.
Tal poder concebirse no podía
en el fuego que ataca tales moles,
sin que el poder de Satanás le atice
u ocultos combustibles se le doblen.
Es un fuego voraz que lo calcina
todo, lo pulveriza y lo corroe;
es como el fuego griego, que materia
no hay en tierra ni en mar que no devore.

Y creció sin cesar: su hoguera inmensa
alumbró con siniestros resplandores
el campamento, el lago, las montañas,
el hondo valle y los lejanos bosques;
mas del centro voraz de aquel incendio
no se oyeron salir ayes ni voces,
ni una sombra se vió de ser viviente
asomar por sus muros ni sus torres.
El fuego, al parecer, consumió a un tiempo
del castillo de Waifro piedras y hombres.
sin dejar de él ni de ellos más que un nuevo
pábulo a pavorosas tradiciones.
Cuando logró después de cuatro días
en su recinto penetrar el conde,
no halló más que montones de cenizas
dentro de sus ahumados paredones:
y en el postrer baluarte que se alzaba
sobre un peñasco inaccesible al Norte,
sobre el lago, el pendón en que está escrito
de CARLOS REY el misterioso mote.

Sólo su gente al recoger un día,
tropezó en un barranco con un golpe
de gente armada, que se dió a la fuga
al doblar él la cúspide del monte.
Cargó, empero, sobre ella con su escolta:
mas unos como zorras por los bosques
se perdieron, algunos se salvaron
jinetes en caballos muy veloces,
y de unos pocos que cogió no pudo
saber al cabo nada más que el nombre
de su jefe: era Ayzón que del castillo
rondaba alrededor; pero fugóse.



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II