Ecos de las montañas: 12

​Capítulo V de Castillo de Waifro
de Ecos de las montañas
 de José Zorrilla


Capítulo V editar

I editar

Antes de expirar el día
se halló y partió el mensajero:
mas el que seguir debía
el rastro del caballero,
ya era noche y no venía.

Y he aquí la situación:
demostrando cada cual
serena satisfacción,
oculta en su corazón
algo que en él sienta mal.

Teme el conde haber sin fruto
soltado ante el viejo prenda:
teme el viejo al conde astuto
que, al descuido de un minuto,
pondrá el pie sobre su senda.

Teme uno y otro mancebo,
al galán conde admirando,
que un mundo al abrirles nuevo
torne en sombras del Erebo
la luz de que están gozando.

Siente y teme Genoveva
una insólita inquietud
que en su corazón se eleva:
mas la acaricia y la ceba
con ciega solicitud.

Teme algo desconocido
que en su interior se despierta,
y que jamás ha sentido,
y que en su alma del oído
se introdujo por la puerta.

Y el secreto al deletrear
del alma de la mujer
el conde y el viejo al par,
lee el viejo con gran pesar
y el conde con gran placer.

Por eso a su habitación
al volverse cada cual,
llevaba en su corazón
algo que le hacía mal:
tal era la situación.

La dama y el conde el día
pasaron juntos: empero
aquel que seguir debía
la pista del caballero,
anocheció y no venía.

El conde de Barcelona,
que al doble afán avezado
de la guerra y la corona,
nunca olvida ni abandona
sus afanes de soldado,

antes de ir en su aposento
comodidad para él
a buscar, procuró atento
comodidad y alimento
para su noble corcel.

Mas por él al procurar,
le halló limpio, en buen lugar
y sobrado de forraje;
y a su aposento al tornar
halló a su servicio un paje.

Pero no hay por qué se asombre
de esmero y cuidado tal;
desde que ha dicho su nombre
le han de tratar como a hombre
de rango tan principal.

Así el paje que le espera
de su puerta junto al quicio,
mancebo al parecer era
que estar nada más pudiera
de príncipes a servicio.

De los dos pajes gentiles
de Genoveva, el más mozo
es, y en sus diez y ocho abriles
aún no descontorna el bozo
sus facciones juveniles.

Su tez de frescura llena,
sus risueños labios rojos,
y la mirada serena
de sus dos azules ojos,
y su abundosa melena

que hace cuadro a su semblante,
y la gallarda apostura
que da a su cuerpo elegante
los contornos y el talante
de un modelo de escultura,

abogan en su favor
tan francamente, que el conde,
experto conocedor,
le acogió con el favor
que a gracia tal corresponde.

Con él, pues, con rostro ledo
así diálogo entabló:
–«¿Qué nombre lleváis? –Wifredo,
–¿Y en qué aquí serviros puedo?
–Quien va a serviros soy yo.
–¿Vos a mí? –Y de buena gana.
–¿Pláceos, pues, mi compañía?
–Desde que oí esta mañana
quién sois. –¿Y quién os envía
ahora aquí? –La castellana.
–¿Venía por su orden expresa?
–No hay quien órdenes me dé
aquí más que la duquesa:
mas si, como temo, os pesa
de mi venida… –¡No, a fe!

Ni sé paje tan gentil
cómo de admitir me excuse,
ni siendo orden mujeril,
cómo, sin ser incivil,
obedecerla rehuse.»

Y así hablando, en él tenía
fija el conde su mirada,
que él tranquilo sostenía
aunque el rubor encendía
su tez aterciopelada.

Siguió el conde de hito en hito
mirando un trecho al doncel:
y con su tacto exquisito
vió en su faz el sobrescrito
de un alma sincera y fiel.

Mas como jamás se fía
de sólo un buen parecer
ni de amistades de un día,
no osó en su cuarto un espía
la primer noche meter.

Con gracia, pues, soberana
de soberano artificio,
le dijo: –«A la castellana
decid que vuestro servicio
acepto… para mañana.

Que hoy, errante aventurero,
no irá bien a mi persona
un tan apuesto escudero:
mas que os acepto y os quiero
paje mío en Barcelona.

Y como en ella que entrar
tendremos con lanza en ristre,
buena ocasión de ganar
en mi campo buen lugar
podrá ser que os suministre.»

Y con el más cortesano
ademán y lisonjera
sonrisa, le dió la mano,
y de tal repulsa ufano
tomó el mozo la escalera.

Cerró, y en su pensamiento
se dijo el conde: –«No hay dolo
en él: mas en mi aposento
quiero de noche estar solo.
Veamos mi alojamiento.»

Del de la noche anterior
era su cuarto distinto:
mas le da, con ser mejor,
muestra de estima mayor
quien le hospeda en su recinto.

Abrió armarios y alacenas;
las alacenas y armarios
halló provistos y llenas;
y aun más de los necesarios
trastos ricos, ropas buenas;

cuantos útiles de lujo
la moda ideaba ya;
con los que Europa produjo,
cuantos el moro introdujo
desde que en España está.

Respira luz, alegría,
todo en aquella mansión,
frescura y coquetería:
chinesca tapicería
en lecho, puerta y balcón.

Porcelana, argentería
y flores en profusión;
alguna hada parecía
que de pasar concluía
por aquella habitación.

La armadura colocada
en su percha en un rincón,
pulida y encubertada;
nueva y recién encordada
un arpa junto al balcón;

reclinatorio a cincel
trabajado junto al lecho,
y un gótico horario en él,
donde primores ha hecho
de miniatura el pincel;

la lámpara perfumada,
el espléndido bordado
que orla la colcha y almohada…
todo muestra de aquella hada
invisible los cuidados.

Todo lo repara el conde
y a todo su precio da,
puesto que no se le esconde
de dónde viene y adónde
esmero tan nimio va.

Mas por si de su balcón
hay otro balcón enfrente
desde el cual una atención
curiosa tenga ocasión
de acecharle ocultamente,

se acordó a su barandaje,
distraído al parecer,
mas registrando el paraje
sobre el cual de su hospedaje
van las luces a caer.

Es una torre cuadrada
de aquella fábrica inmensa,
por dos lienzos flanqueada
de una galería arqueada
que corona el muro extensa.

De un adarve, convertido
de la torre al pie en jardín,
en rachas de aire perdido
le envían su olor subido
la retama y el jazmín.

Al cabo de ambas arcadas,
dos torres como la suya
se ven a otras enlazadas,
cuya hilera sus miradas
no alcanzan dónde concluya.

Al frente tender podía
la vista por sobre el lago,
a través de la sombría
calígine que tupía
el azul del aire vago.

La luna, que ya puntea
al horizonte, allá… lejos,
la cresta calva platea
del monte en que titubea
con luz pobre de reflejos.

La vista en el valle acota
sobre el lago allá en la hondura
masa de niebla que flota,
a trechos del bosque rota
entre la informe espesura.

Todo es calma en derredor:
no hay voz ni son que devuelva
el eco remedador:
sólo trina allá en la selva
muy lejano un ruiseñor.

Mas cada torre vecina
luz tiene en una ventana:
y de una tras la cortina,
no la ve, mas adivina
el conde a la castellana.

Y por si su voz llegar
hasta la en que vela puede,
su voz se resuelve a enviar
a entrambas con un cantar,
aunque en el aire se quede.

Diciéndose, pues: «Es llano
que no han de haber puesto aquí
tan buen instrumento en vano»,
puso en el arpa la mano,
floreó el tono y cantó así:

MOTE
Sal a ser sol, estrellita;
reina a ser, zagala, sal;
sé magnolia, vellorita;
fuentecita, sé raudal.

No preguntes a mi acento
por el viento dónde va:
si tu alma no halla abierta,
¿a qué puerta llamará?
Azucena
de ámbar llena,
cuyo aroma
vida da,
mi existencia
de la esencia
que en ti toma
llena está.
Mi existencia en adelante
de tu esencia vivirá;
y en tu ausencia mi alma amante
a presencia tuya irá.
Tu fe sola
la sostiene,
la acrisola,
la mantiene
como lluvia de maná;
y en ti mi alma
su luz tiene,
mariposa
revoltosa
que en tu llama se entretiene,
y afanosa
vuela, gira,
se detiene,
se retira,
y a ti viene
y a ti va.
Blanca rosa, nacarina
y aromosa, que se inclina
de la móvil agua undosa
sobre el líquido fugaz,
cuya grata, peregrina,
pudorosa, casta faz,
de su plata cristalina
se retrata sobre el haz;
y a quien brisas
y auras suaves
van sumisas
a arrullar,
y ondas, hierbas,
algas y aves
como siervas
a besar:
sal, señora, a tu ventana
mis acentos a escuchar,
y abre tu alma, castellana,
a mi amor y a mi cantar.
Sal, aurora
de mi cielo,
fe y consuelo
venme a dar:
sal, señuelo
de esperanza,
do mi anhelo
sólo alcanza
luz y puerto desde el mar.
Sal, estrella rutilante,
y en el aura matinal
de tu amor manda a tu amante
el rocío celestial.
Transfigúrate a mi acento,
colibrí primaveral,
y bajo otro firmamento
ven a ser neblí condal,
ven: verás que da mi aliento
a tu vuelo viento tal,
que podrás cortar el viento
al del águila imperial.

MOTE
Sal a ser sol, estrellita;
reina a ser, zagala, sal;
sé magnolia, vellorita;
fuentecita, sé raudal.

No preguntes a quién llama
ni reclama mi cantar:
si a él tu alma no está abierta,
a tu puerta va a expirar.
Filomena
de amor llena,
que suspiros
de amor da
y anchos giros
tras de otra ave,
y aún no sabe
dónde está:
ya no píes sin reposo,
que tu esposo ya a ti va:
no le envíes por el viento
un lamento inútil ya.
Tu fe sola
se sostiene,
se acrisola,
se mantiene
de esperanzas con maná:
pero tu alma
luz ya tiene,
y amorosa
mariposa
que en su llama se entretiene,
afanosa
torna, gira,
se detiene,
se retira,
de ella viene
y a ella va.
Vagarosa golondrina
de sedosa pluma fina,
que la móvil agua undosa
rasas rápida y fugaz,
silfo vago que haces nido
de florido rosal fresco
que de un lago pintoresco
te columpia sobre el haz;
Y a quien brisas
y auras suaves
van sumisas
a arrullar,
y ondas, hierbas,
algas y aves
como siervas
a besar:
desde el cáliz de tu rosa,
nido, tienda y barco al par:
Abre tu alma, ¡oh hada hermosa!,
a mi amor y a mi cantar.
Sal, paloma,
de tu nido;
sal sin ruido,
sin luz sal:
y atrevido
vuelo toma,
y el tendido
viento doma
como el águila caudal.
Sal, y en brazos que te cierna
el deshecho vendaval,
cuando le hace la ira eterna
de sus rayos arsenal.
Transfigúrate a mi acento,
ruiseñor primaveral,
y bajo otro firmamento
ven a ser águila real:
y verás que da mi aliento
a tu vuelo viento tal,
que tu vuelo corta el viento
al del águila imperial.

MOTE
Sal a ser sol, estrellita;
reina a ser, zagala, sal;
sé magnolia, vellorita;
fuentecita, sé raudal.

Así el cantar concluído,
sostuvo el último son
del mote en él repetido,
mientras, atentos oído
y ojo, salía al balcón.

Miró a las torres: no había
luz en sus ventanas ya;
pero su voz todavía
vibrar por el viento oía
donde apagándose va,

cuando a lo lejos el hueco
de la atmósfera rasgó,
agudo, rápido, seco
de su cantar como un eco,
un grito que le asombró.

En el barandal de pecho,
como dos carbunclos rojos
los ojos, y un arco hecho,
miró y escuchó buen trecho,
todo oídos, todo ojos.

Irguiéndose de repente
y aspirando fuertemente,
pujante, seco, bravío,
lanzó un grito en el vacío
a modo de una serpiente.

Desgarró el viento su agudo
salvaje y extraño acento:
y tras un instante mudo,
le devolvió agreste y rudo
su voz de serpiente el viento.

«¡Él es!», exclamó: y calándose
sobre el birrete el capuz
de la malla, apoderándose
del hacha, salió llevándose
del aposento la luz.


Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II