Ecos de las montañas: 25
Capítulo VII
editarI
editarA vista y casi a la sombra
de las cumbres del Pirene
y de la costa en que viene
su espuma el golfo a cuajar,
levántase un monasterio
al cual halagüeño arrullo
dan con su doble murmullo
la hojosa selva y el mar.
En este edificio, mezcla
de gótico y bizantino,
del Orden benedictino
mora una comunidad:
santas mujeres que elevan
en él sus preces al cielo,
guardan a Dios bajo un velo
su fe y su virginidad.
A través de la espesura
brotan de este asilo santo,
de sus salterios el canto,
de sus campanas el son,
que a llevar van, de las noches
en el silencio profundo,
a las orgías del mundo
la voz de la religión.
¿Quién sabe si el son perdido
de sus vibrantes campanas
en las tierras comarcanas
cien crímenes evitó?
Tal vez del bosque a la vera
o en un desierto camino,
el brazo de un asesino
su son inmovilizó.
Tal vez un tenaz incrédulo
o un impío agonizantes
en sus últimos instantes
abrieron su corazón
de la fe a la poesía
y a la luz de la creencia,
con que llamó a su conciencia
la voz de la religión.
Al abrigo de los claustros
de este aislado monasterio,
vino Judith el misterio
que apetecía a buscar:
y en él, como peregrina
de largo viaje cansada,
Judith aguarda hospedada
a quien a él no ve llegar.
No ignora ya que su esposo
busca anhelante su huella,
mas al conde anhela ella
antes que a su esposo ver;
y aunque le ha enviado un mensaje,
ni a su mensaje responde,
ni ve al monasterio al conde
ni al mensajero volver.
Dos días ha que la agita
mal encubierta zozobra,
y según razón la sobra
tiempo faltándola va;
si el Emperador llega antes
que el conde su consejero,
para el tiempo venidero
¿con qué aliado contará?
Ayo fué de su hijo Carlos:
sólo él por sus intereses
vió a través de los reveses
porque pasó su niñez:
y hoy, que su amor y su astucia
hallan de igualarle traza
de Hermengarda con la raza,
la falta el conde tal vez.
Ni su cariño de madre,
ni su destreza de esposa,
la empresa audaz a que hoy osa
bastarán para lograr;
el bando opuesto burlado
y el viejo esposo rendido
aún ha menester partido
en pro de su hijo allegar.
Ella, a quien dieron el solio
su belleza y su fortuna,
quiere de su hijo la cuna
del solio a sombra poner;
del lecho imperial la mancha,
si es que mancha hay en su lecho,
la ambición dobla en el pecho
de la madre y la mujer.
Sin derechos, soberana
proclamóla la nobleza
y acató de su belleza
los derechos al dosel:
hiedra por ella plantada
del trono al pie, a él se adhiere
y sus retoños no quiere
que arrancar intente de él.
Y al conde Bernardo espera:
puso en él su confianza
porque cifra la esperanza
en él de su porvenir;
mas huye rápido el tiempo,
y según le siente que huye,
su esperanza disminuye
de verle a tiempo acudir.
En vano a los ajimeces
se asoma de su aposento,
y recorre del convento
uno y otro mirador;
en vano con ojo avaro
tenaz y atenta escudriña
en derredor la campiña:
todo es calma en derredor.
Y ya ha tres días que acecha
desde que el sol se levanta,
cuantas sendas puede planta
de hombre o de corcel pisar;
mas no ve por los caminos
silenciosos y desiertos,
a través del bosque abiertos,
viviente ser avanzar.
En vano con la abadesa
y con las monjas platica,
y demanda, y significa
su impaciencia y su inquietud;
la comunidad la muestra
la solicitud más viva;
pero ¿quién sabe en qué estriba
la claustral solicitud?
De aquellas vírgenes cándidas
la curiosidad despierta
de la dama siempre alerta
el mal escondido afán;
y buscando en sus secretos
para penetrar resquicios,
tal vez sus buenos oficios
a ofrecerla ansiosas van.
Judith, resuelta el incógnito
a guardar mientras del conde
no tenga nuevas, esconde
su rango imperial tras él;
mas sola contra la atenta
curiosidad del convento,
se la hace a cada momento
más difícil su papel.
La cuarta noche… en que el viento
con todo lo inmoble en guerra
parecía de la tierra
que iba el convento a arrancar,
de su celda, allá en el fondo,
creyó en la sombra vacía
oír de la portería
el aldabón resonar.
Imposible era en tal noche
darse cuenta de los ruidos
que iban rugiendo perdidos
en la voz del vendaval;
Judith le oía en tumulto
remedar tras su ventana
cuantos puede lengua humana
definir con son oral.
Solamente entre los sueños
de su excitada impaciencia,
percepción, mas no evidencia,
pudo de alguno tener:
y si oyó el de los portones
entre los ruidos del viento,
oyó del presentimiento,
no del sentido, al poder.
Amaneció el nuevo día;
sereno, azul, despejado,
del temporal ya pasado
no hay en el cielo señal;
por rosetones, ventanas,
troneras y miradores
tiende el sol sus resplandores
por la vivienda claustral.
En extraño aposento
en que un claustro remataba,
y que atributos mostraba
de capilla y de panteón,
pues encajaba en sus losas
su piedra un nicho mortuario,
tenía un reclinatorio
colocado en un rincón,
y, lo sacro y lo mundano
barajado, un crucifijo
tenía en el muro fijo
junto a heráldico blasón:
Judith un libro hojeaba
de primorosa escritura,
sin poder en su lectura
fijar la imaginación.
De tal distracción sacóla
el son que en el claustro mueve
un paso ligero y leve
que aproximándose va:
mas ver no puede la forma
de aquel móvil ser viviente
tras del ángulo saliente
que remate al claustro da.
Continuaba aproximándose
quien por el claustro venía,
y conforme le sentía
la distancia aminorar,
sentía Judith, brotando
de su inquieto pensamiento,
un vago presentimiento
su corazón asaltar.
Dobló quien llegaba el ángulo,
tornó Judith el semblante,
y llegar de ella delante
con muda sorpresa vió
una novicia algo extraña,
que costumbre no tenía
de llevar bien todavía
el hábito que tomó.
Un rizo de sus cabellos
se escapaba de su toca:
la sonrisa de su boca
no expresaba santa paz:
y la esbeltez de su talle
que la humildad aún no encorva,
y su mirada algo torva
entre curiosa y audaz,
a la Emperatriz hicieron
poner su espíritu alerta
ante la intención incierta
de aquella extraña mujer,
que permaneció en silencio
contemplándola un instante,
cual si admirar su semblante
quisiera o reconocer.
Al cabo de aquel examen
profundo, mas no prolijo:
«sois muy hermosa, la dijo;
sí…, como una Emperatriz.
¡Qué lástima que los cielos,
al daros tal hermosura,
no os dieran igual ventura
para que fuerais feliz!»
Judith fijó su mirada
en la franca y atrevida
de aquella desconocida;
mas vió que del corazón
la habían salido las frases
con que la había expresado
a su beldad y a su estado
compasiva admiración.
Creyó, pues, que aquella joven
melancólica y sincera
víctima arrastrada era
sin vocación al altar;
y que creyéndola víctima
como ella, al verla tan bella,
sentía verla con ella
venirse en vida a enterrar.
Y sus ojos de hito en hito
clavados en el semblante
de la virgen que delante
de ella inmoble y muda está,
la dijo: «A mí no me arrastran
con vos a vuestra clausura:
yo espero aquí mi ventura;
de fuera mi bien vendrá.»
La monja, con aire incrédulo,
sonriendo con tristeza
e imprimiendo a su cabeza
negativa oscilación,
dijo: «Os engañan, señora;
de fuera no vendrá nada
que a las dos una estocada
no nos dé en el corazón.»
Alzóse, Judith, atónita,
recelosa y prevenida
contra esta desconocida
presagiadora de mal;
mas la novicia, que de ella
sus tristes ojos no quita,
trabó, con una infinita
dulzura, plática tal:
–«Emperatriz fugitiva,
mal querida y mal casada,
y como todas burlada
por la ambición y el amor,
oídme, y ojalá pongan
mis frases en nuestra mano
un remedio soberano
de nuestro mutuo dolor.
¡Ojalá que la calumnia
sobre vuestro honor se cierna,
y a una desventura eterna
escaparemos las dos!
–¡Me amedrentáis!… ¿Quién os dijo
quién era yo? –¿Quién, señora?
¡El afán que me devora,
el amor…, los celos…, Dios!
–¡Dios…, celos…, amor! Doncella
singular, si no estáis loca,
temo, ¡ay de mí!, que en la boca
traéis por lengua un puñal!
–No, Emperatriz, no le traigo
por lengua, sino en el alma
clavado. Oídme con calma,
que estoy en juicio cabal.»
Sentóse Judith, ansiosa
de oír a aquel ser extraño:
la novicia en un escaño
cerca de ella se sentó;
y el reclinatorio entre ambas
para acodarse teniendo,
así la monja diciendo
su relación empezó: