Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo VI – Bálsamo contra bálsamo

de Benito Pérez Galdós


«Bajo el punto de vista de la representación social», como hinchadamente decía el inspector del Timbre, los Babeles habían ganado mucho en Toledo, pues alternaban con familias decentes de empleados en la Delegación de Hacienda, y con otras toledanas, ya del comercio, ya del señorío mediocre. Como no les conocían, y el D. Simón era hombre que con su coram vobis daba un chasco al lucero del alba, fácilmente hicieron amigos, y doña Catalina recibió y pagó visitas de esposas de capitanes, de hermanas de canónigos, de tenderas de la calle del Comercio, de patronas de huéspedes y de otras señoras honestísimas, cuyos maridos se ocupaban en tráficos menudos o tenían labranza en la provincia.

Para darse más lustre y apersonarse más, D. Simón iba con su cara mitad, oficialmente, a la misa de doce de la Magdalena, muy favorecida del señorío civil y militar. Allí se codeaban con el brigadier y su señora, con todo el profesorado de la Academia, con la oficialidad de la Comandancia general, y con multitud de señoras y señoritas elegantes. A la salida, daban unas vueltas en Zocodover con ese pasear reposado y solemne de las personas distinguidas, y veían pasar el batallón de cadetes con su música; de vuelta de la misa de tropa en San Juan Bautista... Animado y alegre está Zocodover a semejante hora, pues al gentío que sale de la Magdalena, en el cual se destaca mucho sombrero de señorita, mucho ros y teresiana de militares, únese pronto el aluvión de alumnos, que al volver de San Juan, rompen filas en la Academia, y se lanzan hacia la plaza en bulliciosos grupos. Poco antes han llegado los coches de la estación soltando los viajeros del tren de las once, y el famélico cicerone acosa y embiste a los forasteros. La gorra inglesa de viaje con orejeras, sobre cabeza masculina o femenina, véase muy a menudo entre la multitud, en la cual no faltan moños de picaporte, sombreros de veludillo y refajos verdes y rojos, para hacerla más abigarrada y pintoresca.

Don Simón, de gabán un poco raído y muy estrecho, por datar de una fecha en que su dueño era de menos carnes, guantes nuevecitos y chistera atrasada en dos modas y pico, solía irse con su compañero de inspección o con el comisario de policía a tomar un tente-en-pie en casa de Granullaque, establecimiento que a tal hora rebosaba de consumidores, cadetes, forasteros de los que van a prisa, con billete de ida y vuelta, y alguna pareja de curas de pueblo, de balandrán con esclavina, paraguas y teja corta, los cuales han ido a las Sinodales. En tanto que don Simón se arreglaba el estómago con un bartolillo y una copa, quitándose sólo un guante, doña Catalina daba vueltas en la plaza con sus amigas, y los ojos se le iban tras los cadetes, admirando su desenvuelto y gentil porte. «¡Es un dolor -pensaba la buena señora-, que mis hijos no sean así! ¡Ay, si hubieran tenido otro padre, que desde chiquitos les hubiera encarrilado por la senda del estudio y la formalidad, hoy serían generales lo menos! Da gozo ver estos chiquillos tan salados, tan caballeretes, con su espada al cinto, lo que prueba que tienen que mirar por el honor».

Dulcenombre no acompañaba jamás a sus padres en esta exhibición dominguera y fantasiosa, primero porque su delirio y enfermedad se lo impidieron, después de curada porque sentía indecible vergüenza de presentarse en paraje tan público. El primo Casiano continuaba fiel al cariño con que la distinguía, pero sus viajes a Toledo eran menos frecuentes a causa de las ocupaciones de labranza que le retenían en el pueblo, lo que doña Catalina y Babel vieron con satisfacción, porque les aterraba que se enterase de las evaporaciones de la niña. Alguna vez que fue allá el bargueño en ocasión que Dulce estaba muy tocada, pasaron marido y mujer las de Caín por ocultarle la triste realidad, inventando mil fábulas, que el confiado optimismo del hidalgo labriego tomaba por artículo de fe. Pero no les llegaba la camisa al cuerpo, porque, naturalmente, temían que D. Juan, aunque por el pronto se prestase a favorecer a los padres en su campaña de corregir a Dulce, abriera después los ojos de su amigo y le quitara de la cabeza la idea que tanto a los Babeles agradaba. Pocas esperanzas tenían, pues, de cazar pájaro tan gordo; pero mientras Casado no les derribase de golpe el bien armado artificio, en él persistían hasta que saliese lo que Dios quisiera. Por fin, gracias a Dios, en su convalecencia y mejoría no presentaba la joven ningún síntoma sospechoso, y los padres, gozosos de no tener que representar las comedias de antes, recibían con palio al buen bargueño. El cual no iba nunca con las manos vacías, y se descolgaba por allí cada lunes y cada martes llevando a su pretendida regalitos de caza o pesca, bien la media docena de perdices, bien anguilas que parecían boas por lo grandes y gruesas, ya la pareja de palomas pechugonas, de irisado cuello y patas rojas, ya una caterva de pollos bien gordos, que doña Catalina soltaba en el patio para hacerse la ilusión de que tenía granja, y oírles cacarear antes de retorcerles el pescuezo.

Lo que a D. Simón disgustaba en el asunto de Casiano, hombre para él, como para todo el mundo, estimabilísimo, era el traje. «La única tacha -dijo a su mujer-, que ponerse puede a este hombre de pasta de ángeles y de hojaldre de caballeros, es que se vista como se viste. Porque mira tú que ese pantalón a la rodilla y esas polainas y todo ese pergenio parecen cosa de comedia. Francamente, cuando sale conmigo paso un mal rato... Me da vergüenza de que la gente me vea con él».

Doña Catalina la chiflada, sin duda por serlo en grado sumo, saltó con una furiosa crítica del traje moderno, diciendo que los hombres del día son, bajo el punto de vista de la ropa, unos horribles monigotes. «Mira tú que esos pantalones hasta abajo, que no te dejan lucir tu buena pierna, y ese tubo de chimenea que lleváis en la cabeza y el suplicio de esos cuellos almidonados, y el gabán que parece prenda inventada para que parezcáis osos en dos pies, sin cintura, sin talle ni aire de caderas, son de lo más ridículo y prosaico que se puede inventar. Y no puede tener más defensa que la igualdad, quiero decir, impedir que los hombres de buenas formas como tú las luzcan, para no dar dentera a los mal formados. El traje de Casiano favorece la belleza corporal, y hace bien en preferirlo a vuestros vestidos de mamarracho. Debéis adoptarlo, para lo cual sería conveniente que la nueva moda viniese de arriba, principiando los ministros y los diputados y senadores por vestirse a la bargueña, y luego la chusma iría entrando por el aro».

Don Simón se reía, y D. Juan Casado que estaba presente apoyó, quizás por seguir la broma, las opiniones indumentarias de la rica-hembra, diciendo que también los clérigos debían aspirar a ser menos feos que actualmente lo son, presumiendo un poquitín y dejándose bigote y perilla como Lope y Solís, y melenas a lo Calderón.

En cuanto Dulce pudo valerse, su madre y Casado la llevaron a la Magdalena, la hicieron asistir al rosario por las tardes, por las mañanas a misa, y a los pocos días confesó y comulgó, hallándose después de esto con una tranquilidad de espíritu que no había conocido en mucho tiempo. Su característica en aquella temporada era el decaimiento de la voluntad, y si conforme la condujeron a la iglesia, la hubieran metido en un sitio de escándalo y corrupción, su pasividad habría sido quizás la misma. Pero a los pocos días de religioso ejercicio, ya ponía algo más de energía propia en él, y por este camino, pasito a paso, llegó a tomar gusto a lo que al principio fue desabrido manjar, concluyendo por encontrarlo substancioso y dulce.

Largas horas pasaba en la hermosa capilla de Nuestra Señora de la Consolación, la cual por el nombre empezó a cautivarla, y con sincero fervor pedía consuelos a la Virgen. Pero la imagen que más hondamente hablaba a su espíritu era la del Cristo de las Aguas, que frente al de la Virgen tiene su altar, efigie de mucha devoción en Toledo por la interesante leyenda de su aparición en las ondas del Tajo, y por ser abogado predilecto de la ciudad en tiempo de sequía y calamidades públicas. Dulcenombre simpatizó (no hay más remedio que decirlo así), con aquel Cristo desde la primera vez que le vio, y al poco tiempo de rezarle ya le tuvo por su protector, y le revistió en su mente de todos los atributos de la divinidad tutelar y misericordiosa. «Porque yo, Señor -le decía la Babel-, no aspiro a la perfección ni mucho menos: sé que he de ser siempre pecadora y lo que te pido es que me pongas en condiciones de vivir sin ofenderte en cosa mayor, para lo cual lo primero es que me arranques la ley que todavía le tengo a ese pillo, pues mientras tenga dentro de mí esa ley, dispuesta estoy a dispararme y hacer cualquier desatino. ¿Pues no soñé la otra noche... y no sé si lo soñé o lo pensaba en vela... que me agradaría que mis hermanos le matasen? No, Señor, esto no ha sido más que una idea que pasó, como pájaro que vuela, como sombra de una nube que corre por allá arriba. Yo no quiero nada de muerte; pero si no serenas mi corazón, el mejor día salgo con una pitada muy gorda... Yo me conozco, sé que soy atroz en mis quereres, y reconozco que la sangre de familia que llevo en mis venas no es de lo mejorcito».

En el altar del Cristo ardía siempre una vela suya, y Dulce cuidaba de que nunca dejase de lucir, pues su preocupación supersticiosa llegaba al extremo de barruntar desdichas, si se apagaba. Con ella y otras que distintos fieles ponían allí, el dorado altar y sus exvotos de cera, entre lazos y cintas, se rodeaban de esplendor fúnebre. El amarillo cuerpo de la santa imagen reproducía con su patinoso barniz antiguo las llamas rojizas, y el cárdeno rostro, el perfil hebreo, la expresión cadavérica adquirían un terrible acento de verdad. La cabellera de mujer que le cuelga en mechones por entre las espinas, velando en parte el rostro, en parte cayendo hasta el costado, le hacía más lúgubre, más muerto, más lastimoso. Ante él, sentía Dulce inefables esperanzas en la misericordia celeste, y de todo corazón le encomendaba su cuita. Representando la imagen al divino Jesús después de muerto, no dejaba de tener para la penitente misterioso lenguaje, reflexión de las propias ideas de ella y de las irradiaciones de su alma. Algunas tardes creía verle más adusto que de ordinario, otras benigno y hasta risueño. Figurábase a veces que los agarrotados dedos no permanecían en mortuoria quietud, y no siempre veía en la misma cabeza el mismo grado de inclinación sobre el pecho. Rara vez estaba sola la capilla; siempre había en ella algún afligido suspirón, madre atribulada o incurable enfermo. No sonaba allí un aliento humano que no expresara algún dolor terrible.

Una tarde tuvo que entrar Dulce en la sacristía, no en la de la capilla, sino en la general de la parroquia, y al volver, atravesando la nave lateral de la epístola, vio en un confesionario a un hombre de rodillas, medio cuerpo metido dentro de la caja, como penitente que con gana lo toma. Aunque no le vio el rostro, creía reconocer a una persona muy de su intimidad en otros tiempos. «No hay duda -se dijo suspensa-; son sus pies... Reconozco también la ropa. Lo que no reconozco y me parece inverosímil es su postura, esa actitud de penitente compungido que parece se quiere comer al confesor. Ya sabía yo que andaba hecho un beato, pero no creí que a tanto llegase». Volviose a la capilla, y desde allí, por entre los hierros de la verja, miraba trémula y sin sosiego. Sensaciones extrañas tras de las cuales vinieron sentimientos más extraños todavía, la distrajeron de su devoción al Cristo, que en aquel rato desapareció a sus ojos, como si le hubieran sacado en procesión por las calles.

Deseando cerciorarse, detuvo al sacristán de la capilla, que por allí pasaba, y pidiole informes: «Dime, ¿conoces tú a ese caballero que está confesando?

-Ya lo creo: es D. Ángel... buena persona.

El que de este modo hablaba era un ser de voz atiplada y modales femeninos, de rostro simioso, viejo adolescente o joven caduco, según se le mirase. Llamábanle Entre todas las mujeres, sin duda por su oficiosidad relamida con el bello sexo en el servicio de la capilla de la Consolación, tan frecuentada de hembras de todas las clases sociales. Fuera de la iglesia solía servir de diversión a los chicos por su braceo afeminado y sus andares poco varoniles. Dentro, les empeñaba sus funciones con increíble actividad, acomodando en buenos asientos a las señoras de viso y desplegando una especial destreza escurridiza y reptante al pasar entre tantísima falda, en días de gran lleno, para encender velas o acudir con el cepillo de la colecta. Era o había sido también un poco sastre; se cosía primorosamente su ropa, y en su calidad de mariquita negra salía en la procesión de Viernes Santo con el grupo que representa a los escribas y fariseos. Dulce le conocía y le trataba con cierta intimidad porque eran vecinos; pues Entre todas moraba con su madre, sastra de curas, en un desván de la casa habitada por los Babeles.

-¿Con que D. Ángel? ¿Y hace mucho que viene por aquí?

-Todas las mañanas le tiene usted a la primera misa; ¡ay, Jesús!, pues no es poco puntual; y paga tres, si no me engaño.

-Dime, ¿confiesa con D. Juan Casado?

-No, señora; con D. Atanagildo.

-¿Qué disparates dices?

-¿Pero no sabe la señorita que llamamos D. Atanagildo a D. Atanasio Gil? Es broma, y él no se enfada. Pues ese caballero dicen que era de la piel de Barrabás, ¡ay, Dios mío!, masón, republicano y de la común, disoluto y de malas pulgas, y ahora le tiene usted convertido y como una malva, con una devoción que da gusto. Es muy corriente, y el sábado me dio una moneda de cinco duros. ¡Ay, hija, es la única que he visto en mi vida!

-¡Qué gracioso! -dijo Dulce riendo de un modo poco adecuado a la santidad del lugar.

-Pues estás en grande, Entre todas, con semejantes parroquianos.

No pasó de aquí el diálogo. La Babel se fue a su casa, y aquella noche observáronla sus padres más contenta, más decidora que de costumbre. Al otro día fue a misa con su madre, y vio a Guerra oyendo devotamente la de D. Juan Casado, de rodillas, libro en mano, con un recogimiento y una atención que rara vez en hombres de su clase se ve. Doña Catalina no reparó en el antiguo amante de su hija. Ésta no le quitaba los ojos: al salir le perdió de vista; pero a la tarde, en el momento de pasar a la sacristía parroquial, se le encontró de manos a boca. Aunque la iglesia no estaba muy clara, ambos se vieron, y Ángel fue quien primero le dirigió la palabra, con familiar modo, como si el encuentro no le afectara poco ni mucho.

-Dulce, ¿tú por aquí? Sabrás que me alegro de verte. Por tu hermano supe que has estado mala. ¡Cuánto lo sentí! Tenía pensamiento de ir a visitarte un día de estos.

-Sí -dijo ella con naturalidad-. He tenido un mal de nervios, cosa tremenda; pero ya estoy bien, gracias a Dios.

-¿Sabes que me complace mucho verte aquí? Hija, ¡qué transformaciones, qué mudanzas en tan corto tiempo!

-¡Ya lo veo... ¡Quién lo hubiera dicho! Mira cómo al fin, arrieritos los dos, nos hemos encontrado en este caminito. Tenemos que hablar. ¿Irás por casa? Puedes ir, que allí no nos comemos la gente.

-Yo lo creo que iré. Hablaremos, sí. Y tus hermanos ¿buenos?

-Buenísimos... queriéndote mucho, como todos en casa. ¿Irás, irás por allí?

-Mañana sin falta, a la hora que tú me indiques, me tienes allá.

Díjole Dulce la hora, y se separaron. Él salió a la calle, algo soliviantado por la irónica amargura que notar creía en el tono de su antigua esposa ilegal, y ella se fue a contar el caso a su amigo el Cristo de las Aguas.


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Ángel Guerra (Tercera parte)