Ángel Guerra (Galdós)/071

Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo IV – Plus ultra

de Benito Pérez Galdós


No lejos del grupo que rodeaba el fuego, Guerra oía y callaba, y los vivos coloquios en que alternaba la marrullería de D. Pito con la rusticidad de los cigarraleros, lejos de molestarle en su meditación sobre cosas tan distintas de lo que allí se hablaba, servíanle como de arrullo, le llevaban el compás, si así puede decirse, marcándole el ritmo para que sus ideas se coordinaran más fácilmente. Así, cuando había una pausa en la conversación de aquellos bárbaros, la mente de Guerra se paraba, como una máquina que se entorpece, y en cuanto volvían a sonar los disparates, la mente funcionaba de nuevo. ¿Qué relación podía existir entre el pensar del amo abstraído y los conceptos de aquella infeliz gente? Ninguna en usual lógica.

Poco a poco íbale saliendo a Guerra su plan, no completo ni sistemático, sino en miembros o partes sueltas, las cuales eran como sillares de magnífica veta, con los cortes y el despiezo convenientes para emprender luego la composición arquitectónica.

Primera idea. Ni sombra de duda tenía ya de la excelencia y superioridad del ser de su amiga. Las doctrinas vertidas por ella revelaban inspiración del Cielo, y quizás una misión providencial confiada a tan excelsa persona. Gracias a Leré, Ángel había recobrado las ideas de la infancia, la creencia en lo divino, la seguridad de que la suprema dirección del Universo reside en la voluntad misteriosa de un Ser creador y paternal, quien elije a ciertas criaturas y les imprime la divinidad en grado máximo para que descuellen entre las demás y les marquen el camino del bien. De estas almas delegadas era Leré, con quien él había tenido la dicha de encontrarse en días de crisis moral, debiéndole su regeneración, indudable victoria sobre el mal, pues sólo con mirarle y argüirle suavemente, la de los ojos bailantes había hecho de él otro hombre.

Para corresponder a tan gran beneficio, él ayudaría a Leré a derramar por el mundo la onda divina que afluía de su alma pura. Poseyendo él suficientes medios materiales para materializar los hermosos pensamientos de la inspirada joven, los emplearía sin vacilar en empresa tan meritoria y grande. Fundaría, pues, con toda su fortuna, una orden, congregación o hermandad destinada a realizar los fines cristianos que a Leré más le agradasen. Él se encargaría de todo lo adjetivo, ella de lo substancial. La institución podía ser puramente contemplativa, si ella lo deseaba, o filantrópica y humanitaria con todo el carácter católico que ella quisiese darle. Si disponía que se consagrase al amparo de pobres y desvalidos, él tomaría sobre sí la obligación de buscarlos, recogerlos y conducirlos a donde recibieran el remedio de sus males. Si era cosa de cuidar enfermos, él rebuscaría en zahúrdas insanas y estrechas las manifestaciones más horripilantes del mal físico. Si la santa se decidía por perseguir el mal moral, estableciendo la corrección del vicio, la enmienda de la prostitución y de la perversidad, él emprendería una leva de criminales y les llevaría, con sugestiones inspiradas por su fe, a donde hallaran de buen grado los medios de regenerarse.

Parte esencial de este plan era que él, estimándose el primero entre los desgraciados, entre los enfermos y entre los criminales, se consideraba ya número uno de los asilados, cofrades, hermanos o lo que fuesen, sin que esto le quitase su carácter de fundador, ni le eximiese de la obligación de disponer todo lo material y externo.

Segunda idea. Al consagrarse con alma y vida a la realización de las doctrinas Lereanas, se desligaría en absoluto del mundo, y de toda relación que no fuera las que entablaba con su celestial amiga y maestra.

Ruptura completa con todo el organismo social y con la huera y presuntuosa burguesía que lo dirige. Equivalía semejante determinación a quitarse un duro grillete, y al propio tiempo, reconociendo los garrafales defectos del organismo social, se inhibía en absoluto de toda competencia para reformarlo. Proscripción completa de la política. Que la sociedad se arreglase como quisiera y como pudiera. Ya no tendría con ella más conexiones que las indispensables para recoger en su seno corrompido las miserias que reclaman socorro. Ninguna idea política ni social tenía ya valor para él; ni pensaba, como antes, en mudanzas o refundiciones de los poderes públicos y de la propiedad. Cualquiera concreción que trajese el porvenir, ya fuese la democracia rabiosa o el absolutismo de látigo, le tenían sin cuidado, con tal que el legislador futuro no metiese la hoz en las nuevas florescencias del espíritu religioso. Y si las segaba, Leré dispondría. Era, pues, como esposa mística, que en el orden supremo de un matrimonio ideal llevaba el gobierno moral de la familia. Su saber omnímodo daría solución a todos los problemas que se presentasen.

Tercera idea. En cuanto a prácticas religiosas, aunque por la influencia de Leré había recobrado los sentimientos de la infancia, las ideas primordiales del Dios único y misericordioso, y de la inmortalidad del alma; aunque la estética del catolicismo le cautivaba cada día más, y tenía la moral cristiana por irremplazable, encontraba en el organismo de la Iglesia formalidades que, a su parecer, exigían modificación. Sin embargo de estos escrúpulos, lo aceptaba todo tal como lo hemos heredado de las anteriores generaciones católicas, por ser Leré católica ferviente. Amortiguaba el madrileño sus dudas pensando que, al recibir la excelsa joven la misión de desbrozar nuevamente los caminos del bien y la verdad, se creyó arriba que esta misión se cumpliría mejor dentro del catolicismo que dentro de otra creencia, y por esto había venido Leré al mundo con su ortodoxia exaltada y a macha martillo. En cuanto al clero, el co-fundador lo creía necesitado de un buen recorrido, cual maquinaria excelente y de larguísimo uso, que conviene desmontar y limpiar de tiempo en tiempo; pero sometía su opinión al supremo dictamen de Leré, y si ella pensaba que el personal eclesiástico debía continuar como existe, por él, que quedase. En puridad nada de lo establecido estorbaba para el grandioso plan.

Idea total o envolvente. Desechada la creencia, en él antigua, de que sólo el mal es positivo y de que el bien no es más que una pausa o descanso del mal, estableció y dogmatizó la doctrina Lereana de que el mal y el bien son igualmente positivos, con la diferencia de que el mal se determina en uno mismo, y el bien en los demás, es decir, que la concreción del mal es sufrirlo, y la del bien hacerlo.

Terminado el laborioso parto, levantose y salió para refrescar su alborotada mente, desafiando el frío de la noche. Los demás seguían charlando junto al fuego, y acostumbrados a ver las bruscas salidas y movimientos del amo, no hicieron caso de él. Miró Ángel las estrellas que resplandecían con vivido temblor en la concavidad sublime del cielo, y se sintió satisfecho de sí mismo como no lo había estado en todos los días de su vida. Vio en su existencia un destino grande, aunque subordinado a otro destino mayor, y comparándose con el hombre de antes no pudo menos de despreciar todo lo que fue, y de enorgullecerse por lo que era, vanagloria legítima sin duda, no incompatible con el propósito de anularse socialmente y de llegar a ser, dentro de las categorías humanas, tan humilde y poca cosa como D. Pito y Tatabuquenque.

Volviendo a entrar en la cocina, vio a Jusepa, que se caía de sueño, abriendo la bocaza como una espuerta, y a Tirso que abandonaba la tertulia, y salía tardo y claudicante, con movimientos y desperezos que más parecían de cuadrúpedo que de hombre. Mientras el pastor se iba al pajar, D. Pito cogía la manta para meterse en la almazara, sitio que le habían designado para camarote.

Guerra notó en él los síntomas del tedio abrumador que le acometía de vez en cuando. «Animarse, don Pito, que aquí estamos muy bien, y fuera de aquí no hay más que vulgaridad llena de sinsabores, y una vida de estúpidas apariencias. ¿Echa usted de menos la mar? ¡Dichosa mar! Descuide usted, que ya tendremos mar. Por de pronto, yo me encargaré de que nada le falte. (Mirándole los pies.) A propósito, esas botas no son propias de un caballero cristiano. Mañana irá Cornejo a Toledo a comprarle a usted otras de lo mejor que haya».

-Don Ángel de mis entretelas, (Abrazándole.) muchas gracias. Ya pensaba yo que necesitaba echar palas nuevas a la hélice; pero, amigo, como no hay... me caso con San...

-Ea, no se case usted con nadie y menos con un santo. Quedan terminantemente prohibidos los casamientos. También le traerá Cornejo un capote de monte para que se abrigue mejor y suelte ese gabán que parece la funda de un violín...

- Venga, venga el capote, y alégrate, casco viejo, que ahora tienes quien te arranche.

Como por ensalmo se le disipó el tedio, y cogiendo de las manos de Jusepa el candil de garabato, se fue así, dormitorio y a su rústico lecho, donde tan ricamente se tumbaba. Quedose Ángel en la cocina, pues no tenía sueño ni ganas de acostarse, y sin más luz que la de los tizones, contempló embebecido las singulares figuras y contornos del fuego en el ancho hogar, que lentamente se enfriaba. Los leños, hechos ceniza y conservando en ella su forma, se desmoronaban por su paso y se rompían en mil fragmentos de lumbre, con rumor como de sílabas que espiran antes de ser pronunciadas. Las figurillas variaban a cada instante, al apagarse, ahora como rostros de personas y animales, ya como ramificaciones arbóreas, y todo se iba desmenuzando en puntos luminosos que la ceniza se tragaba y el frío se bebía:

-Aún falta mucho, mucho -se dijo el solitario dando un gran suspiro, sin quitar los ojos del hogar-, para que la idea se complete y llegue a ser practicable.

Retirose a su aposento alto, a obscuras, palpando los paramentos de la escalera, y cuando se acostó, conservaba en su retina la impresión de las ascuas moribundas. No pudo dormir ni le molestaba el insomnio. Mejor, mejor; con eso podría cavilar a sus anchas y sacar chispas de ciertos puntos opacos, golpeándolos con el eslabón del pensamiento. Aletargado al fin, trataba de convencerse con laborioso razonar de que las imágenes de Leré y Ción que delante tenía, dándose la mano, vestidas de blanco y con los nimbos de oro en la cabeza, no eran proyección espectral de su idea sino realidad, realidad... Allí estaban las dos; pero hacían la gracia de desvanecerse en cuanto él abría los ojos. «Es particular -se decía-; hace mucho tiempo que no se me aparece el hombre aquel del cabello erizado y de la mueca de máscara griega».


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Ángel Guerra (Tercera parte)