Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo I – Parentela. – Vagancia

de Benito Pérez Galdós


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Leré vivía con sus tíos y con el padre Mancebo en un barrio laberíntico, entre el Pozo Amargo y la parroquia de San Andrés. Dos o tres veces pasó Guerra por allí sin atreverse a entrar: rondaba su ilusión, temiendo ahuyentarla si se lanzaba derechamente hacia ella. Decidido al fin una mañana a preguntar por su antigua criada, hizo tiempo hasta que llegase la hora oportuna, y después de examinar por dentro y por fuera la interesante iglesia de San Andrés, se sentó en el altozano que frente a la parroquia domina todo el Sur y parte del Oriente de la ciudad, y contempló la perspectiva de techumbres, de tan variados planos y con tal diversidad de ángulos y cortes, que parece que todo ello se mueve como un oleaje, flotando arriba la mole del Alcázar y no lejos de ella la torre mudéjar de San Miguel el Alto. El cielo azul da más vigor al tono de los tejados, que parecen esteras viejas o superficies duras y arrugadas como la cáscara de nuez. Sin saber por qué, a Guerra se le figuraba que el mismo aspecto debía de tener Samarcanda, la corte del Tamerlán. No le resultaba aquello ciudad del Occidente europeo, sino más bien de regiones y edades remotísimas, costra calcárea de una sociedad totalmente apartada de la nuestra por sus extrañas nociones de la propiedad y de la geometría. Llegada la hora que estimó conveniente, se precipitó por el callejón de los Muertos, agarrándose al muro. ¡Qué confusión de lo noble y lo villano! En las gruesas estribaciones de la parroquia, vio los escudos de los Rojas, morrión por arriba, losanges y cascabeles por abajo, y entre los miembros rotos de fabricas que fueron magníficas, casuchas miserables, puertas increíbles, rejas gastadas que semejaban palos de canela, paredes hendidas y tabiques de ladrillo que se sostenían de milagro. Atravesó una plazoleta de la cual se salía por angosta hendidura que apenas daba paso a un hombre, y en la cual se veían oquedades siniestras, inhabitadas, donde las telarañas, sobre la madera color de yesca y matizadas por el sol, remedan la lividez mate del veludillo que ha perdido el pelo. Encontrose en un crucero donde jugaban chiquillos, y les preguntó por la vivienda que buscaba. «Por aquí se entra -le dijo uno-, señalando una puerta grande, como de mesón o taller de carretería». Sobre su clave dislocada veíase un precioso azulejo con el letrero Capilla de cantores, indicando la pertenencia de la finca antes de la desamortización.

La puerta aquella daba a un patio plantado, de raquíticos árboles. A la derecha vio Ángel una construcción con aspecto de taller, y examinando su interior desde la puerta, vio una cavidad negra, con suelo como de herrería, las vigas del techo ahumadas, y en el fondo algo como restos de fraguas, hornos o cosa tal. Pero el destino presente debía de ser el de almacén o depósito de Estancadas, porque Guerra vio multitud de cajas en montones a un lado y otro. Una mujer andrajosa, encinta y con un chico en brazos, le salió al encuentro, tomándole por extranjero rebuscón o arqueólogo, y le dijo con satisfacción toledana: «Sí señó, aquí, aquí jué donde se coció el metal de la campanona grande. Pase si quiere».

-Gracias. ¿Me podría usted decir dónde vive el padre Mancebo?

-¿Don Paco? ¡Ah! sí que tal. Por aquí pasan Roque y la Justina cuando vién de arrriba. Pero la puerta grande la tién por el Plegaero.

-Volveré por la calle.

-No que tal. Pase, ya que está aquí, y vederá esto. Muchos extranjeros que lo veden, se quedan asmados.

Franqueada una puerta, que más bien parecía gatera, y salvados dos o tres escalones, encontrose Guerra en un aposento cuadrado. Como pasase por él sin fijarse, deseando salir pronto de tal laberinto, la mujer le llamó la atención señalando al techo: «¿Pero qué, no mira esto que dicen es de lo güeno que hijieron los moros?»

En efecto, Ángel vio un techo magnífico, de ensamblaje, sostenido por arábigo friso, cuya graciosa alharaca se apreciaba muy bien bajo la mano de cal que la cubría.

-Muy bonito. ¡Lástima de arquitectura! ¿Y qué es esto?

-Mi casa, que tal.

Dos camastros, una cuna, cómoda y cuatro banquetas derrengadas eran el ajuar de la extraña pieza.

-Pues por esto, y aquel otro camarín donde está la cocina; y que también tié techo moro, pago veintiséis riales al mes, que es un irror de carestía.

-¿Y de qué vive usted?

-El mi marío es ciego y vende to el papelorio de Madril. ¿No le ha uyido busté vocear por las calles? Yo, si a mano viene, hago buñuelos. ¡Pero con tanta familia...! Ya vede busté; ca año por Navidá, criatura.

¿Siempre por Pascuas? ¡Qué puntualidades se usan en esta tierra! (Dándole limosna.) A ver, lléveme pronto a la casa del Sr. Mancebo.

Tres escaloncitos más, un corralón triangular donde hormigueaban chiquillos y mujeres pobres, que se peinaban al sol; un pasadizo, otra puerta árabe apuntalada, y por último, un patio más decente con pozo, tiestos de matas sin hoja, empedrado musgoso y lleno de verdín, y una artesa de lavar. Aquel espacio, al cual se entraba desde la calle del Plegadero por un derrengado portalón, servía de atrio común a dos o tres viviendas de aspecto relativamente decoroso. Por la puerta de una de ellas salió una mujer cuarentona y obesa, morena, desbaratada de cuerpo, vestida de trapillo, con las mangas arremangadas. Era Justina. Después de saludarla, preguntole Guerra por Leré, dando a ésta su verdadero nombre, y ella, con cierta indecisión y desconfianza, como temerosa de decir la verdad, le respondió que su sobrina estaba haciendo ejercicios en la casa provisional de las Hermanitas del Socorro, junto al Tránsito, y que no vendría tal vez en dos o tres semanas.

Cuatro chiquillos babosos y llorones se colgaron a las faldas de Justina, que tuvo que sacudírselos para poder andar.

-¿Y el beneficiado Mancebo?

-¿Mi tío? En las Claverías le tiene usted, lo mismo que mi marido. Hoy volverán tarde, porque hay obra en el Claustro alto y en la capilla de San Nicolás, y el señor Cardenal les ha dicho que tienen que acabarle todo antes de las funciones de Pascua.

-Usted no me conoce -le dijo Guerra, añadiendo su nombre. Al oírlo, se disipó la desconfianza de la buena mujer, y deshaciéndose en cumplidos y finuras hizo pasar al visitante a una salita baja, en la cual vio éste un espectáculo singularísimo, quedándose indeciso un buen rato entre el horror y la sorpresa. Sobre mesilla no muy alta veíanse unas piernas arrolladas formando ruedo, y más parecidas a tentáculos de pulpo que a extremidades de persona, y en el centro de aquello, una humana cabeza del tamaño común en el adulto con las facciones perfectamente conformadas. El mirar, aunque de idiota, no carecía de expresión dulce, fijándose con persistencia en el desconocido que le contemplaba. Cabellos lacios cubrían algunas partes de su cráneo, y en su cara crecían pelos ásperos y larguiruchos, que por lo escasos se podían contar. Después de mirar mucho a Guerra, la cabeza se irguió dejando ver un cuello raquítico y un busto enteco, del cual pendían brazos flácidos y como sin hueso, al modo de las piernas. Colgábale del cuello una especie de blusa o más bien funda verde, de tartán, único vestido que cubría el cuerpo de tan desgraciado y monstruoso ser.

-Es el hermano de Lorenza -indicó Justina-. No le tema usted. Es que se altera un poco cuando ve personas desconocidas.

El fenómeno le enseñó los dientes, produciendo con la lengua un castañeteo semejante al canto de la perdiz. Después gruñó un poco, recobrando su primitiva postura, la cabeza en el centro de aquel informe revoltijo de carne, sin apartar de Guerra la mirada, con expresión de perro que vigila.

Ángel sintió escalofríos, un instintivo miedo o repugnancia que no sabía dominar, y salió otra vez al patio, donde se encontraba mejor que en la sala. Justina le sacó una silla para que se sentara, repitiendo la cantinela de antes. «Muchos días ha de tardar la niña en volver acá. Pero no es seguro; puede venir cuando menos se piense, porque no ha tomado el hábito, ni lo tomará hasta que acabe los ejercicios».

Los chiquillos, pegados a las faldas de su madre, que apenas moverse podía con tal impedimenta, miraban con asombrados ojos al forastero. A las preguntas de éste sobre la extensión de su prole, contestó Justina entre risueña y quejumbrosa que le vivían siete, y que por estar su marido imposibilitado a causa de una caída, se veía y se deseaba para mantenerlos. Gracias a la protección del tío, iba defendiendo el rebaño. Su marido era carpintero, un hombre como pocos, muy sentado y sin vicio ninguno; pero inútil o poco menos para el trabajo, y sus ganancias se reducían al corto estipendio que el beneficiado le agenciaba en la Obra y Fábrica.

Llegaron en esto de la escuela los dos hijos mayores, pobremente trajeados, pero bien apañaditos, cargados de libros sucios y de cartera y pizarra. Besaron la mano a su madre, que les presentó al visitante, encareciéndole lo malos que eran, sobre todo el mayorcillo, de ojos ratoniles, vivo como la pimienta y muy salado de facciones. Mientras la madre y el más pequeño se internaban en la casa, el chicuelo mayor se familiarizó con Ángel, quien le hizo mil preguntas, sacando en substancia que era monaguillo de la Catedral, pero que estaba de baja por algún tiempo para ir a la escuela. Llamábase Ildefonso; su precocidad y agudeza encantaban a Guerra, que le tuvo por amigo desde el primer cuarto de hora de trato. Bastó que le alentara un poco para verle hacer mil monerías, verbigracia, imitar el paso claudicante y la voz insegura del señor Cardenal, y otras chuscadas. Justina salió con una gran cesta; era la comida del marido, que trabajaba en las Claverías, y se la dio al muchacho para que pronto la llevase. «Y cuidado como te entretienes a jugar por el camino».

Guerra creyó que era importunidad permanecer allí, y se despidió, saliendo tras el chico con quien fue de parla por toda la calle del Pozo Amargo. Por él supo que Leré y sus tíos estaban de puntas, porque éstos no querían que fuese monja, ni que hiciera ejercicio con las señoras aquellas del Socorro, que eran, al decir del rapaz, unas grandes correntonas. Ildefonso hacía lo posible por llegar tarde a la Catedral, pues le era muy grata la compañía de aquel caballero; a lo mejor ponía en el suelo la cesta y sobre ella se sentaba aceptando y encendiendo un pitillo ofrecido por Ángel. Mas éste le daba prisa, y por fin llegó al término de su corto viaje, desapareciendo por la puerta del claustro, donde el amigo le despidió con una pesetica, prometiendo ambos volverse a ver, y estimarse y prestarse auxilio en cuanto se les ofreciera.


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Ángel Guerra (Tercera parte)