Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo IV – Plus ultra

de Benito Pérez Galdós


En efecto, Guerra quiso aislarse, y nada mejor que el cigarral de Guadalupe, de su propiedad. D. Suero y su señora se quedaron viendo visiones cuando el madrileño, comiendo con ellos una tarde, les dijo que se iba de campo, y que las fiestas de Navidad las pasaría de la otra parte del puente de San Martín. ¡Qué extravagante misantropía! ¡Meterse en un cigarral por Nochebuena, en tiempo tan crudo, y cuando la cristiandad toda tiende a reconcentrar en las poblaciones y en la vida de familia! «Pero, Ángel, tú no tienes la cabeza buena -observó doña Mayor-. Bien dice Pintado que los tornillos que él te apretó se te han vuelto a aflojar. Déjalo para después de Pascuas, y comerás el pavo con nosotros».

No lograron convencerle con estas ni con otras razones. Conviene advertir que, a poco de residir Ángel en Toledo, dieron sus tíos en pensar cuán conveniente sería para la casa de Suárez que el madrileñito aquel, viudo sin hijos, rico y en buena edad, picase en el anzuelo de María Fernanda. Forjáronse marido y mujer la ilusión de que así sería; pero la realidad no tardó en desvanecerla. El primo no picaba, ni siquiera como suelen hacerlo los peces listos, es decir, mordiendo el cebo y largándose sin enganchar. Para mayor contrariedad, picaba ferozmente un cadete, con gusto de la niña, y Ángel dio en auxiliarle, estableciéndose entre los tres una confabulación que acabó de dar al traste con el plan de don Suero, tan ajustado a las conveniencias de la familia y a la armonía universal. Era el cadete de buena casta, simpático chico, y en otras circunstancias no le habrían visto los señores de Suárez con malos ojos; pero en aquel caso les desagradó sobremanera la protección que la niña dispensaba al militarismo. ¡Cuánto mejor que se aplicase a pescar aquel gordo peje, de saneada fortuna, buen hombre a pesar de sus antecedentes revolucionarios y masónicos, que los Suárez de Monegro, gente ilustrada, perdonaban de todo corazón, mayormente al notar en el individuo marcadas inclinaciones en sentido contrario!

Pero Dios no quería que las cosas se arreglaran a gusto de D. Suero y de su esposa. La vida es así, con tradición, y todo del revés. ¿Quiere usted higos? pues le salen brevas. En tanto, Ángel protegía descaradamente al aspirante a general, y de acuerdo con María Fernanda, echó memoriales a doña Mayor para que le permitiese entrar en la casa. ¡Que si quieres! La señora dijo pestes del Ejército, y aseguró que más valiera quitar de Toledo la dichosa Academia, que no traía más que disgustos a todas las familias. No había casa en que las señoritas no anduvieran medio trastornadas; y por lo que hace a los alumnos, ni ellos estudiaban ni ese era el camino. Todo el santo día en aquel Miradero y en aquel Zocodover, alborotando e inventando diabluras.

Don Suero no tronaba contra la Academia; pero en su interno sayo se condolía de la perniciosa ingerencia del militarismo en la historia patria. Y cada vez que Ángel dejaba traslucir en la conversación el cambio iniciado en sus ideas, ya ponderando la belleza del simbolismo católico, ya poniendo en las nubes las órdenes religiosas, el buen D. Suero, a quien se suponía instrumento de los jesuitas, lamentaba de boca para adentro que tal yerno se le escapase. ¡Qué lástima! ¡Un convertido, un hombre que decía lindezas elocuentes de San Francisco y de San Ignacio con la misma boca con que había predicado la libertad de cultos y otras herejías! Por supuesto, de todo tenía la culpa la tontuela de María Fernanda, que, en más de una ocasión, cuando Guerra expresaba con sincero entusiasmo sus recientes aficiones, le tomaba el pelo por cursi y anticuado, echándoselas de librepensadora, como si ello fuera también cosa prescrita en los figurines, y perteneciese al variable reino de las modas.

Por todo esto veía D. Suero con desagrado la creciente misantropía de su pariente, su prurito de aislarse, y, como buen sabueso de la vida, olfateaba que aquello terminaría quizás en trastornarse rematadamente con la religión, y meterse en cualquiera orden monástica, la cual tendría buen cuidado de que, al entrar el individuo, fueran los santos cuartos por delante. En fin, que ni D. Suero hablándole de los deberes sociales, ni doña Mayor describiéndole los horrores del frío en el campo, pudieron disuadirle de su tema, y al cigarral se fue por el 22 o 23 de Diciembre, avisando antes al guarda de la finca para que preparase alojamiento.

¡Qué hermosura, qué paz, qué sosiego en el campo aquel pedregoso y lleno de aromas mil! Después de la nevada, vinieron días espléndidos, con aire leve del Nordeste: helaba de noche; pero por el día un sol bienhechor calentaba la tierra y todo lo que cogía por delante. Los árboles, fuera de los olivos y cipreses, no tenían hoja; pero crecían allí mil matas de un verde obscuro y ceniciento, y entre ellas, las rocas graníticas brillaban con los cristalillos de la helada, cual si hubieran recibido una mano de cal o de azúcar. El olivo sombrío alterna en aquellas modestas heredades con el albaricoquero, que en Marzo se cubre de flores, y en Mayo o Junio se carga de dulce fruta, como la miel. La vegetación es melancólica y sin frondosidad; el terruño apretado y seco; entre las rocas nacen manantiales de cristalinas aguas.

El cigarral de Monegro o de Guadalupe no era de los más próximos al puente de San Martín, ni de los más lejanos. Llegábase a él en veinte o treinta minutos, desde el puente, por el camino viejo de Polán, dejándolo después a la derecha para seguir la vereda del arroyo de la Cabeza. Sus dimensiones no llegarían a siete fanegadas, con buena cerca de piedra y tapiales de tierra en algunos trechos, casi todo el terreno dedicado a la granjería propiamente cigarralesca, olivos pocos, albaricoques y almendros en gran número. Pero al Sur de Guadalupe extendíase otra propiedad de los Guerras adquirida por el padre de Ángel, la cual era un trozo de monte que en un tiempo perteneció con otras fincas al monasterio de la Sisla. Su cabida era como de seis veces la del cigarral, y no lindaba inmediatamente con éste, extendiéndose entre ambos predios una faja de terreno del procomún. Llamábase la Degollada, y sus productos habían sido escasos o nulos hasta entonces. El terreno era de los más ásperos, salpicado de ingentes y peladas rocas; sin árboles, pero con espesísimo matorral de cantueso, tomillo y cornicabra; sin ninguna habitación humana, como no fuera algún improvisado albergue de pastores, entre los escuetos mogotes de ruinas que en algunos sitios se alzaban carcomidos, restos quizás de cabañas del tiempo de los Jerónimos, o tal vez (Palomeque lo podría decir) del tiempo del amigo Túbal. La impresión de soledad o desierto eremitano habría sido completa en la Degollada, si no se divisaran por una parte y otra caseríos más o menos remotos, las dispersas viviendas de los Cigarrales, los santuarios de la Guía y la Virgen del Valle, los restos de la Sisla, y desde algunos puntos altos, las torres y cúpulas toledanas. Entre los límites de la Degollada y Guadalupe no había por la parte más próxima cinco minutos de camino.

La casa de Guadalupe era como de labor, con pretensiones sumamente modestas de quinta de recreo, destartalada, por fuera pintada de armazarrón imitando ladrillo, por dentro con desiguales crujías y no muy nivelados pisos de tierra y empedradillo en la planta inferior; su correspondiente almazar; un cocinón disforme con chimenea de campana. Sólo había dos habitaciones vivideras en el piso superior, con rodapié y zócalo de azulejos de diferentes colorines y dibujos, como traídos en montón de cualquier derribo, y de azulejos estaban guarnecidas también las impostas de las ventanas. En dichos aposentos instalose el amo, para quien se preparó un camastrón de madera con columnas, en el cual debió de echar la siesta Mauregato, cuando menos. Los colchones y servicio de cama y mesa lleváronse de Toledo. Como a treinta pasos de la casa veíanse restos de una capilla, en cuyas derruidas paredes se apoyaban los cubiles de dos cerdos que por el día se paseaban de monte en monte, y la choza de las cabras, y el tenderete de las gallinas, quedando lo demás para depósito de estiércol. Más allá de la capilla, extendíase un plantío de albaricoqueros, limitado al Sur por torcida pared que terminaba en un castillete de muy extraña forma. En la parte inferior de éste había un horno de cocer pan, que desde tiempo inmemorial no se usaba, y en su boca negra y telarañosa se veía siempre un gato blanco acurrucado. La parte superior de aquel armatoste era palomar, donde más de doscientos pares tenían su vivienda y sus nidos. Arrimados a la pared crecían tres cipreses magníficos, patriarcales, de sombrío ramaje y afilada cima.

¡Cuán grato pareció a Guerra el sitio, y qué dulzura sabrosa en la vida campestre! No había más sociedad que la del cigarralero anciano y su nuera, con la añadidura del pastor que llevaba las cabras al monte y recogía los de la vista baja. Hasta las comidas encantaban a Ángel, pues la cigarralera le hacía unas migas de sartén, con las cuales no había ascetismo posible. Las tales migas, y el lomo adobado, y la olla castellana, y algún salmorejo, hacían del cigarral la más deliciosa de las Tebaidas. De bebida no había más que agua clara y fresca. La cocina era también comedor, y Ángel veía guisar lo que le ponían en el plato; pero este rudimentario servicio no le repugnaba, antes bien despertábale más las ganas de comer. ¡Cosa rara! fue a Guadalupe sin ningún apetito, y allí devoraba, por lo que dio gracias a Dios y a Jusepa, que había sido ama de dos canónigos (es decir, primero de un canónigo y después de otro), y guisaba muy bien.

A semejante vida del yermo, ya nos podríamos abonar todos, y si se dieran facilidades para emprender tales penitencias, el mundo estaría lleno de anacoretas tan convencidos como lo era Guerra por aquellos días. La mayor delicia de Guadalupe era que por allí no parecía nadie, ni había peligro de tropezarse con D. Suero ni con Pintado, ni con ningún Babel masculino ni femenino. No llevó allí Ángel papeles ni libros, ni había notado la falta de las letras de molde. Pasaba la mayor parte del día paseándose, garrote en mano, del albaricoquero al olivo, y del olivo al ciprés, y de esta peña a la otra peña, y de Guadalupe a la Degollada, contemplando el movido paisaje que por todas partes le circuía, y la silueta dentellada de la ciudad, un sinfín de torres presididas por la incomparable de la Catedral.

La imagen de Leré no le abandonó un instante, y con ella eslabonaba la idea y el ansia del más allá, huyendo, para poder orientarse en tal dirección, de la garrulería y tráfago del mundo. Vivir para la verdad y sólo para la verdad, imitar a Leré y seguirla aunque de lejos, eran su deseo y su ilusión. Mas para que la semejanza con su modelo resultara perfecta, la vida nueva no debía concretarse sólo a la contemplación, sino propender también a fines positivos, socorriendo la miseria humana y practicando las obras de misericordia. Ved aquí la dificultad, y lo que ponía en gran confusión a Guerra: compaginar el aislamiento con la beneficencia, y ser al propio tiempo amparador de la humanidad y solitario huésped de aquellos peñascales. Mientras la mente de Ángel no diese de sí la clave de tal problema, la idea de fundar algo era una nebulosa, imagen incierta que se borraba cuando el solitario quería precisar sus vagos contornos.

Y con la imagen de Leré juntábase casi siempre la de la angelical Ción. No será exacto decir que Guerra tenía visiones, ni que se le aparecían almas del otro mundo y de éste a engañar sus sentidos; era que por las noches, a veces al caer de la tarde, cuando la sombra fría empezaba a tenderse sobre el cigarral, se figuraba ver a la chiquilla y su maestra, destacándose del verde fúnebre de los cipreses, cogidas las manos, andando hacia él con vestiduras flotantes, las cabezas rodeadas del círculo de oro, distintivo de los bienaventurados. Medio dormido, o quizás dormido de veras, creía tener a su lado a la niña, contándole alguno de los graciosos embustes que tan bien hilaba. Pero no podía recordar luego qué mentira era, y sólo quedaba en su cerebro la vaga sospecha de que la mentira podía muy bien ser verdad de las más elementales.

Ratos entretenidos pasaba Ángel conversando con el cigarralero, hombre tan sencillo como bruto. Fue soldado en su mocedad y asistió a multitud de acciones de la primera guerra civil. Conocía personalmente a Espartero, a Serrano y a los Conchas; pero hacía lo menos cuarenta años que los había perdido de vista. Nunca debió de poseer aquel bendito el don de apreciar con exactitud el paso del tiempo, porque hablaba de las cosas del año 38 como si hubieran sucedido la semana pasada, y apenas tenía vagas nociones del reinado de Isabel II y del de D. Alfonso: Mejor sabía el paso de Luchana y la acción de Guardamino, que la revolución del 68 y otros acontecimientos que ningún eco tuvieron en su espíritu. Llamábanle Cornejo, y era hombre guapo, de lozana vejez, tipo militar y granadero de antiguo cuño. Tenía un hijo en presidio por cuchilladas allá en el paso de Yébenes, y la mujer aquella que guisaba era su nuera y al propio tiempo su sobrina, criada en la domesticidad de canónigos, más fea que el hambre, de pocas palabras y buenas manos para adobar lechones y hacer morcillas. También era de la familia Cornejil, aunque por vínculo lejano, el rústico pastor, con quien Guerra no trabó relaciones sino bastantes días después de hallarse en Guadalupe.

Nadie le visitaba allí, pues si bien Palomeque le había prometido hacerlo, no se atrevía a tan larga caminata en tiempo frío. Una tarde de Navidad le mandó a Ildefonso con un regalito de mazapanes de San Clemente y una carta que, entre otras cosas, con castiza y limpia letra de Torío, decía: «Me resolveré a pasar el puente cuando el tiempo abonance, pues aspiro a que el nicho de Santa Leocadia espere vacío mis honrados huesos por unos cuantos añitos más. No están mis doce lustros para hacer piruetas sobre los alíquidos cristales, que dijo el amigo Rabadán... ¡Vive Dios, qué gusto me daría de acompañarle! Pero ello, si no es en Piscis será en Géminis, mi gallardo amigo, y para entonces, si usted me permite esgrimir el picachón en su anacea o quinta de Guadalupe, espero aclarar un punto obscuro de la historia patria. Porque tengo para mí que los restos de capilla que en ese ameno cigarral existen, son la propia y auténtica fundación del canónigo D. Jerónimo de Miranda, el cual la inauguró y bendijo el 11 de Junio de 1612, dedicándola a San Julián, y creo que nuestro doctor Pisa, peritísimo historiador de Toledo y diligente anticuario, claudicó al asentar que la tal fundación es el santuario de Nuestra Señora de la Bastida». Y por aquí seguía.

A Guerra no le interesaba gran cosa que el grave punto se dilucidara, ni tenía malditas ganas de ver por allí al erudito prebendado con su picachón y su arqueología; pero agradeció el obsequio y recibió mucho gusto de la visita de Ildefonso, a quien retuvo allí todo el día, después de preguntarle con grandísimo interés por la familia, y de oírle sus prolijas referencias. De la alegría del travieso chico, al verse en pleno y libre campo, participaba el dueño del cigarral, que era feliz viéndole saltar y correr, tirando piedras a los lagartos, discurriendo mil ingenios mortíferos para apoderarse de los gorriones, a los cuales igualaba en ligereza y prontitud. No le consentía Guerra que mortificase a los animales, y procuraba invadirle el culto de la Naturaleza, enseñándole a gozarla sin destruir nada de lo que en ella existe. Cada vez que Ildefonso veía saltar un conejo entre las matas del monte, brincaba como un saltimbanqui, y si hubiera tenido allí cien ametralladoras, habríalas disparado a un tiempo contra el pobre animal. Corría tras de las cabras, queriendo trepar como ellas; a los cerdos les hizo andar a un paso más vivo del que acostumbran, y las gallinas no tuvieron paz mientras el inquieto monago estuvo allí. Hizo provisión de varas para apalear troncos, piedras, y en último caso a sí propio, y la burra en que Corneja iba a la ciudad pasó la pena negra aquella tarde, porque el chiquillo se montó en ella y la hizo dar tantas vueltas, que al pobre animal le faltó poco para pedir la palabra, como la de Balaán. Por fin, después de darle merienda, Guerra le despidió, invitándole a volver otro día.

Fue acompañándole hasta más allá de la finca, y largo rato siguió con la vista sus cabriolas y brincos por la cuesta abajo. En esto observó que por la misma empinada pendiente subía un hombre cansado y viejo, el cual cojeaba y a cada instante se detenía para tomar aliento. Aguardó a que subiera más para reconocerle, y... ¡oh sorpresa! era D. Pito en persona.


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Ángel Guerra (Tercera parte)