Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo III – Días toledanos

de Benito Pérez Galdós


VII editar

No fue perezoso para retirarse a la mañana siguiente, dejando a Dulce triste y meditabunda, pues la intimidad de aquella noche puso de manifiesto que si el hombre llevaba consigo toda su galantería obsequiosa, el corazón se lo había dejado en otra parte. Comprendió muy bien que los sentimientos de Ángel tomaban una dirección desconocida, y las cosas de un orden místico y espiritual que en el correr de la conversación dijera, marcaban diferencia enorme entre el hombre actual y el de antaño. Para colmar el mal humor de Dulce, descolgose doña Catalina con una leccioncita de moral, que desentonaba horrorosamente en los labios de la buena señora.

-Vamos a ver: ¿te parece a ti decoroso ese amartelamiento con Ángel? ¿Qué me dices de tu poca aprensión para retenerle aquí toda la noche? ¡Qué dirán los primos, ¡ay! qué los honrados huéspedes de esta casa, que le vieron salir no hace mucho rato! No te haces cargo de nuestra posición, qué ya va siendo un poquitín elevada, ni de las conveniencias sociales. Figúrate qué cara pondré yo cuando me digan... No lo quiero pensar. Y otra: ya sabes que el primo Casiano, que te vio el día de nuestra llegada, le dijo a tu papá que le gustabas mucho. Me huele a matrimonio ¡Y qué chico tan guapo! Da gusto verle. Volverá dentro de dos días, y sería de muy mal efecto que a sus oídos llegara un rum-rum de que si eras o no eras... El corazón me dice que Casiano va a salir con el hipo de quererme por suegra. ¿Te parece que, en vísperas de que te pique un pez tan gordo, es decente andar en tratos con ese loquinario de Ángel, el cual es ya para ti agua pasada, que no mueve molino? Cierto que si él me pidiera tu blanca mano, no había que dudar; pero como no ha de pedirla, fíjate en el otro, hija mía, piensa en él, echas tus redes por ese lado, y considera que es dueño de media provincia.

-¡Media provincia! Mamá, no empiece usted ya con sus exageraciones.

-Ya iremos, ya iremos a Bargas, y lo verás. Por supuesto, que si tu primo nada en dinero, tú llevarás en dote mi castillo.

-Mamá, no desbarre usted. ¡Qué castillo ni qué niño muerto! Hoy está usted tocada. ¡Llamar castillo a unos pedruscos que se están cayendo, y que fueron paredes de un caseretón para encerrar ganado!

Entra D. Simón, poniéndose el gabán, con guantes de lana, soplado, insolente, rivalizando en altanería con el shah de Persia.

-Mujer, déjate de castillos y de mamarrachadas. ¡Pégame este botón, rayo de Dios! ¡Mi ropa sin cepillar! Luego se presenta uno hecho un tipo, y no le guardan el debido respeto.

-Eh... poco a poco. ¿Qué lenguaje es ese? ¡Vaya!... no puedo hacer de ti un caballero, y el tufo democrático sale por entre tus maneras, como en este patio la peste de las cuadras. Dulce te pegará el botón, si tiene con qué.

-Sois unas desastradas, ¡venablo! y con vosotras no hay manera de ser decente. (Dando resoplidos.) Me voy sin botón, y que se rían de mí... A bien que como somos señores de castillo y pateta, no importa que uno salga a la calle hecho un pelagatos.

-Pues te digo que es castillo, (Remontándose y poniéndose como un pimiento.) castillo y muy castillo, mal que te pese a ti y a toda tu casta plebeya. Pregúntaselo a Blas.

-Quita allá, tarasca. Se van a reír de nosotros hasta las mulas.

-¿Es que no queréis que yo recobre mi posición ni reclame mis derechos? (Compungida.) ¡Todos conjurados contra mí!

-Mamá, mamá, por Dios -dijo Dulce queriendo llevársela para adentro, pues la escena ocurría en el pasillo alto de numeradas puertas-. Déjate ahora de contarnos lo que es tuyo y lo que no es tuyo. Tiempo habrá.

-¡Todos contra mí!... lo de siempre. ¡Todos tirándome al degüello, hasta mis hijos, hasta mi esposo, a quien hice persona, dándole mi mano! Que venga Blas y diga si no es cierto que con hacer una solicitud en papel de tres reales, tendrán que darme toda una acera de la calle de la Plata. (Con desaforados gritos.) ¡Dios mío, Dios mío, qué familia esta! ¡Favor, socorro, que quieren deshonrarme y hacerme pasar por una persona cualquiera, como si no estuviera ahí la capilla de Reyes Nuevos, que con los letreros de sus sepulcros dice quién soy; como si no estuvieran ahí las tumbas de Santa Isabel; como si no estuvieran los archivos de la Catedral llenos de papelorios que lo cantan bien clarito, bien clarito!

Acudió el posadero, a quién D. Simón explicó mímicamente el caso con un ademán expresivo, llevándose el dedo índice a la sien, como si quisiera taladrársela. Acercose también Vicenta; afligidísima y llena de compasión, y procuró calmarla, asintiendo con la cabeza a los disparates que decía.

-Vengan acá todos -chillaba la noble dama, descompuesta, frenética-, y háganme justicia. Bien sabes tú, Vicenta, y Blas también lo sabe, que si no hubiera sido por aquel peine de D. Duarte, sobrino del Rey de Inglaterra, otro gallo nos cantara a los Alencastres. Pero se han propuesto hundirnos, y ¿qué ha de hacer una más que clamar al cielo? (A don Simón, que forcejeaba por meterla en el cuarto.) Quítate allá, ralea baja, que me envenenas con el vaho infecto de tu democratismo. Pues qué ¿te habrían dado ese destinazo, si el ministro no tuviera interés en complacerme a mí? ¡No aprecias mi fidelidad, mi lealtad a un nadie como tú! Pues sábete que he despreciado partidos magníficos para faltarte, y que los montones de oro que me han puesto delante para que consintiera en un desliz, no se pueden contar. Ingrato, ¿te mereces tú mi virtud? ¡Ah! pero yo he mirado siempre que soy dama, y no puedo olvidar el honor de una familia en que jamás hubo mácula, de una familia que por parte de mamá es de la propia Constantinopla, y de aquellos Emperadores que para todos los usos domésticos, para todos absolutamente, tenían vasos de oro macizo.

Asustados y perplejos, los posaderos no sabían qué hacer. Por fin, uno tirando de este brazo, otro de aquél, los demás echando mano a las caderas o al cogote, consiguieron llevársela, sin que dejara de chillar; y tendida en la cama, Dulce y Vicenta la despojaron de su real túnica para darle friegas capaces de desollar un buey. D. Simón, haciéndose el afectado, decía: «Ea, ya le va pasando. Fuerte, raspadle fuerte... así. Vamos, ya se calman esos demonios de nervios... Y yo me voy a mis obligaciones, que es muy tarde. Ya puedes comprender, Blas, lo que he sufrido... Y ahí donde la ves es un ángel, un ser purísimo, todo bondad, paciencia y dulzura. Vaya, cuidármela bien. Ahora, Vicenta, tráele una tacita de caldo. Abur, abur».

El espasmo fue de los más fuertes, y para gozar de la escena tragicómica subieron varios huéspedes de la posada, formando un corrillo de paño pardo y refajos verdes, en el cual se oían apreciaciones médicas de las más originales. Hasta dos horas después del arrechucho no estuvo doña Catalina enteramente sosegada y en situación normal. No recordando nada de lo que había dicho y hecho, reanudó con su hija, en la forma natural, la conversación del primo Casiano y de las esperanzas de una buena boda. Pero como huye del agua fría el escaldado gato, se abstuvo con instintiva discreción de mentar herencias y castillos, que fueron cabalmente los puntos en que su juicio empezó a resbalar.

Dulcenombre había hecho prometer a Guerra la repetición de la visita, amenazándole con salir ella en su busca si no cumplía. Esperó la vuelta un día, dos, y viendo que era la del humo, se dispuso a echarse a la calle. El tiempo mejoró, lucía un sol placentero, y las calles empezaron a secarse. Había traído la Babel en su equipaje un buen vestido de merino obscuro, su mantón fino de ocho puntas, buenas botas ajustadas de caña alta, manguito, guantes, velo. Se emperejiló bien, y en verdad que estaba bastante mona, luciendo su figura delgada y esbelta porque el defecto del seno escaso se disimulaba con el mantón y lo bien encorsetada que iba. No vaciló en poner en práctica sus planes de persecución. Ignórase cómo demonios averiguó las señas; pero ello es que las sabía, y de mayores dificultades triunfa una mujer celosa. Llegó a la casa de Teresa, y ésta le dijo que D. Ángel había salido; volvió, y lo mismo.

-Por aquí tiene que pasar -pensó, apostándose en la calle de la Puerta Llana-. Haré centinela hasta media noche. Yo no me canso.

En una de aquellas vueltas, le vio atravesar por la plaza del Ayuntamiento hacia la calle de San Marcos. Encaminábase a la Judería por el Juego de Pelota y el callejón y escalerilla de San Cristóbal, y por cierto que su sorpresa no fue muy agradable al sentirse detenido por un fuerte tirón en el embozo de la capa. ¡Dulce! ¡Iba pensando en cosas tan lejanas y tan distintas de ella!

-¿A dónde vas?

-Tengo que hacer. ¿Qué buscas por aquí a estas horas? ¿No temes el frío?

-Déjame a mí de frío. Si estoy abrasada. Iremos juntos.

-No puede ser. (Con cariño, que disimulaba sus temores.) Iré a verte. Espérame en tu casa.

-¿Esta noche?

-No. ¡Qué dirán! Mañana.

-Mañana! Esos mañanas tuyos ¿en qué Calendario están? Por de pronto, te acompaño ahora.

-Voy lejos.

-No importa. De más lejos vengo yo, que vengo del tiempo en que me quisiste.

-No puedo entretenerme ahora a disputar contigo. Déjame; yo te ruego que me dejes. (Muy serio.) No es ocasión de... Adiós.

-Que no te escapas. (Siguiéndole y agarrándose al embozo.)

-Eres pesada.

-Más tú.

-Pues no te escucho. (Incomodándose.) No te tolero que me detengas en la calle.

-Porque me da la gana, porque tengo derecho. -Vaya; déjame en paz. Adiós. (Alejándose rápidamente por un callejón.)

-Pero no le valía, porque Dulce, intrépida y escurridiza, le cogía la delantera por el enredijo de callejones, y a la vuelta de una esquina se le presentaba otra vez, diciéndole: «Que no te escapas, que no».

-No te hago caso. Voy a donde voy. Ve tú a donde quieras. (Apretando el paso, sin cuidarse de que le siquiera o no.)

Por fin Dulce, fatigada y sin aliento, más que por el ajetreo físico por la pena que la ahogaba, se detuvo en mitad de las escaleras de San Cristóbal, y mirándole bajar, se cuadró y le dijo con voz fuerte:

-Permita Dios que la encuentres muerta. No; es poco. Permita Dios que te la pegue con un sotana.


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