Ángel Guerra (Galdós)/083

Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo VII – La trampa

de Benito Pérez Galdós


De allí se fue por San Miguel a su casa de la calle del Locum, y hasta muy avanzada la noche estuvo escribiendo en pliegos de marquilla; y no debía de serle fácil la tarea, pues a cada instante tachaba, y vuelta a escribir entre renglones. Por fin, después de romper muchas hojas y emborronarlas de nuevo, pareció satisfecho de su obra, y se levantó tronzado de tan larga inmovilidad del cuerpo; estiró los brazos, y se puso a dar paseos por la habitación, a prisita, frotándose las manos que se le habían quedado yertas. Cualquiera que le viese habría comprendido que aquel corre-corre por el cuarto, aquel brillar de los ojos, y el murmurar de los labios, señales eran de que el hombre había dado resolución a un problema trascendente, o encontrado el quid de gravísima dificultad. En vela estuvo hasta muy cerca del día, y cuando se fue a la cama cayó como en un pozo. Las ocho serían cuando entró Teresa a despertarle, cosa desusada, y hubo de darle dos o tres empujones para hacerle abrir los ojos.

-¿Qué hay, qué ocurre? -murmuró el madrileño alarmadísimo-. ¿Qué hora es?

-Las ocho. Te despierto porque ahí tienes visita, don Francisco Mancebo, que quiere hablarte con muchísima urgencia.¡Vaya unas horas de traer recados! Pero dice que es cosa grave, y que no hay más remedio sino que te tiene que hablar. En la sala baja está esperándote.

-Voy al momento -dijo Guerra echándose de la cama, pues aquella visita de Mancebo tan a deshora le daba mala espina. ¿Qué sería? Vistiose a escape, y bajó.

El clérigo no se entretuvo en saludos, y desde que le vio entrar le embocó sin preparativo alguno las siguientes palabras:

-Grandes novedades, Sr. D. Ángel, novedades estupendas. Sepa usted que no la admiten.

-¡Que no la admiten!

-Lo que usted oye. Yo no he vuelto aún de mi asombro. Ayer acordó la Congregación no dar el hábito a Lorenza, porque hay ciertas dudas acerca de... En resumen, que la echan, que no la quieren...

-¡Qué me dice, hombre! Si no puede ser...

-¿Va usted a salir? Yo tengo que volverme a la Catedral. Véngase y parlaremos por el camino. Tengo que decirle cosas graves, y me temo que las paredes oigan...

Ángel subió por su capa, y al punto salieron los dos.

-Pues por las trazas, amigo mío -díjole Mancebo en cuanto llegaron a la calle- en ello anda el dientecillo venenoso de la calumnia. Figúrese usted qué cuentos les habrán llevado a las hermanas, para inducirlas a resolución tan triste y ruidosa. Yo me lo temía, crea usted que me lo temía, porque francamente...

-Explíquese usted.

-A lo que iba, Sr. D. Ángel: alguno, o algunos han armado un sinfín de catálogos que la niña no es trigo limpio; que en Madrid tuvo amores con su amo, y tal y qué sé yo... que en Toledo, mientras vivió en mi casa, usted y ella no hacían vida de santos; que durante el noviciado las visitas menudeaban de un modo sospechoso, y que han mediado cartas como de novios, y telégrafos y garatusas; y por fin, que cuando la niña salía para acompañar a las que van a casa de los enfermos, se veía con usted en la calle, y... ¡zapa! qué sé yo.

-¡Qué infamia! -exclamó Ángel echando lumbre por los ojos-. ¿Pero usted no se indigna? Le veo a usted tan tranquilo, que no sé qué pensar.

-Hombre, francamente... (Con perfecta calma.) yo me indigno. ¿No ve usted lo indignado que estoy? Pero soy viejo y ya tengo la sangre muy fría. La quiero recalentar, y ella, la muy condenada siempre como hielo.

-¿Y qué sucederá ahora? (Con la mayor confusión.)

-Pues ahora (No pudiendo enfrenar la risilla que en sus labios retozaba.) me parece que quedará curada para siempre de sus aspiraciones a la sublimidad. Si en el Socorro no la admiten, ¿a dónde va con su santo cuerpo? No tiene más remedio que volver a casa de su tío, el cual la recibirá con repique de campanas, como a una hija pródiga... al revés, y... y..., y... Tres veces intentó completar la idea, y no se atrevió, dejándola para mejor ocasión.

-No, no; esto no puede quedar así. Hay que deshacer esa torpe trama, confundir a los calumniadores probar a esas hermanitas que son unas tontas y que no merecen el sagrado hábito que visten.

-¿Y quién es el guapo, quién es el Quijote que se mete a deshacer un entuerto como éste?

-Yo, yo, yo lo deshago, ¡vive Dios! (Con arranque generoso.) aunque tenga que habérmelas con todo Toledo. ¡Pues no faltaba más! ¿Hemos de permitir que triunfe la mentira, que la inocencia sucumba sin defensa, que cuatro necios o cuatro tunantes pongan tacha a la reputación de una persona que vale más que todas las Hermanitas de todos los Socorros del mundo y que todas las monjas y frailes de todas las Religiones.

-Pues yo, qué quiere usted que le diga... (Encogiendo los hombros hasta aproximarlos a las orejas.) Yo no me metería en libros de caballerías... Claro, desmentirlo sí; decir que la chica y el Sol allá se van en brillo y pureza, eso sí... pero llevar las cosas por la tremenda y empeñarnos en que todo el mundo confiese, las hermanas inclusive, que no hay hermosura como la de doña Leré del Toboso... Por cierto que toda la noche me la he pasado cavilando en quién podrá ser, o quiénes, mejor dicho, los que han armado este tremendísimo catafalco de embustes. Y no desconocerá usted que lo combinaron con cierto arte, sacando partido de los hechos más inocentes. ¡Ah! se me olvidaba lo más salado... No hay tragedia sin su motita de sainete. Dijeron también que en la época última, usted y mi sobrina se comunicaban por medio de un tercero. ¿Y quién creerá usted que es ese tercero, ese correveidile que porteaba los recadillos, los avisos de citas, et reliqua?... Pues no era otro que el angélico D. Tomé.

-¡Estupidez! Algunas veces fui al Socorro con el capellán de San Juan de la Penitencia; pero jamás me llevó recados, ni yo necesitaba de tal mensajero. (Indignándose.) Y no comprendo en verdad, Sr. de Mancebo, cómo se ríe usted de tales infamias.

-Es que me hacen gracia... por la monstruosidad de la calumnia.

-Pues a mí no me hacen ninguna gracia, ni veo fundamento para que usted tome estas cosas a broma.

-¡Pobrecito D. Tomé, paloma torcaz, qué lejos está del papel que le cuelgan...!

-Le juro a usted (Con exaltación, apretando los puños.) que si cojo al inventor de esta grosera y villana burla, no le quedarán ganas de repetirla.

-Yo me doy a pensar; voy pasando revista a los sospechosos y... Dígame usted: (Parándose.) ¿habrá salido esta culebra de la tertulia de D. José Suárez?

-Qué sé yo... (Cabizbajo.) Podrán mi tío y su mujer hablar con ligereza, bromear con la reputación de una persona; pero se me hace muy cuesta arriba creer que sean capaces de una calumnia calculada como ésta, y de llevar chismes de tal naturaleza a la Superiora.

-Ta... ta... (Batiendo un rápido movimiento, como si atrapara moscas en el aire.) Le cogí; creo que cogí al criminal... ¡Qué idea! A ver qué le parece. (Acorralándole en el hueco de la puerta del Locum.) ¿Habrá sido Juanito Casado, el clérigo de Cabañas? No sabrá usted que es primo hermano de la Madre del Socorro.

-No lo sabía, ni conozco a ese curita más que de vista. Yo le juro que si adquiero el convencimiento de que es él, no le valdrá su cara fea, y yo se la volveré bonita.

-Esto ha sido una suposición -dijo Mancebo, llevándose a su amigo por la puerta del Locum, que conduce a las cámaras bajas de la Catedral, donde está la oficina de Obra y Fábrica-. Ni yo quiero tampoco echarle ese borrón a Juanito, a quien tengo por persona formal y decente. Es que se pone uno a buscar y revolver por todos lados, y la maldita suspicacia humana que llevamos en el magín va marcando como la manecilla de un reloj. ¡Ah! otra idea. ¿Vendría el aire de esa familia endemoniada?... ¿cómo le llaman, Señor? El inspector del Timbre, padre de una tanda de ladrones.

-No sé, no sé... (Con gran confusión.) Yo he de poder poco, o he de saberlo, y el calumniador, quien quiera que sea, me la pagará. ¡Vaya si me la pagará!

Llegaron a la oficina de Obra y Fábrica, donde no había nadie, ni nada que hacer, y Mancebo, después de hojear varios papelotes que tenía sobre su pupitre, se puso a picar una colilla. Ángel se paseaba desde la mesa del canónigo obrero a la de D. Francisco. De repente saltó con la determinación de ir al Socorro a hablar con la Superiora.

-No le recibirán a usted. Tienen sus horas, y...

-Pediré una entrevista con Lorenza.

-No se la concederán.

Guerra había cogido de la mesa del canónigo obrero una regla de rayar papel, y la esgrimía como batuta. De repente dio con ella tan fuerte golpe sobre la mesa, que la partió en dos pedazos, y uno de ellos fue a dar a la pared de enfrente.

-Calma, amigo D. Ángel, y no nos destroce el material, que no está la Fábrica tan sobrada de fondos.

Sin contestarle nada, Guerra se embozó en su capa, y se fue, subiendo por la escalera que sale al atrio de la Sala Capitular. Tan preocupado estaba que atravesó el templo como si pasara por un almacén. Ni las campanillas de las misas le sacaron de su abstracción, ni las caras conocidas que vio, ni el recogimiento y santidad del sitio. Como un rehilete salió por el claustro, tomando luego la dirección de la Trinidad y Santo Tomé para ir al Socorro, a donde llegó en un cuarto de hora. Díjole la portera que no se podía ver a la Superiora hasta la tarde, ni a ninguna de las hermanas.

Aburrido tornó hacia la Catedral, renegando de la Congregación que cerraba sus puertas a protectores de tal calidad, y cerca ya del Salvador se encontró a una pareja de hermanas, Sor Natividad y Sor Expectación, la negra de alabastro. Ambas eran conocidas suyas. Alegrose mucho del encuentro y las acometió con una granizada de preguntas, a las que hubieron de contestar con todo el comedimiento propio del hábito que vestían. No estaban enteradas de nada. Sólo sabían que Sor Lorenza había estado asistiendo en la misma casa a una novicia, enferma de cáncer, y que desde el día siguiente la sustituiría otra hermana, porque a Sor Lorenza la trasladaban a una casa de Gerona, para donde saldría «mañana o pasado».

Oír esto Guerra y volarse fue todo uno. Despidiose como hombre que ha perdido el seso, y echó a correr hacia la Catedral. «Cualquier día consiento yo que la manden a Gerona... Esto es un destierro, una proscripción infame. ¡Si creerán esas beatonas que voy a tolerar tal procedimiento de inquisición veneciana! Leré es inocente, y al que me diga lo contrario, aunque sea el mismo Cardenal, le enseñaré yo el respeto que se debe a la verdad, a la virtud. ¡Trasladada nada menos que a Gerona! ¿Por qué? Porque una infame lengua... porque un alma venenosa... vamos, que no puede ser. ¡Ah! señoras del Socorro, no se debe permitir que la asquerosa envidia triunfe de la verdad. ¿Qué inquisición es esta? ¡Castigar al inocente, dar la razón al vil delator! Repito que esto no puede ser, señoras del Socorro. Hay que oír a Leré, y oírla delante de mí, mejor, oírnos a los dos delante de toda la Congregación. No basta con decir: «Dios sabe la verdad, Dios ve nuestra inocencia». No basta, no, ¿cómo ha de bastar?»

Hablando de este modo, excitado, furioso, llegó otra vez a la Catedral, donde faltó poco para que entrara con el sombrero puesto. Ni por un momento se le ocurrió entregarse a sus ordinarias devociones. Misas había en diversos altares, y no se le ocurrió acercarse a oírlas. Bajó nuevamente a la Obra y Fábrica, donde aún estaba D. Francisco picando tabaco. Al oírle repetir la referencia de las hermanitas, el anciano clérigo soltó los chismes de la industria tabaquera, diciendo:

-¡Zapa, conque a Gerona! ¡Qué atrocidad! Eso es más serio de lo que yo creía. Luego, permanece en la Congregación. Pues yo pensé que la echaban, que nos la devolvían...

-Esta tarde -dijo Guerra sentándose en la silla del canónigo obrero y dando un puñetazo sobre el pupitre-, voy allá, y le juro a usted que, o la veo, o pasa algo muy gordo, pero muy gordo.

-Calma, calma, amigo mío. Quien va esta tarde allá soy yo, ¡Vaya con las correntonas, gabachas!... Poco a poco, señoras mías, que hasta ahí podían llegar las bromas. Serénese usted; advierta que con esa hormiguilla y ese furor súpito está dando la razón, o apariencias de razón, a los calumniadores. Ponga usted el pleito en mis manos, y espere la sentencia, que ella será lo que más convenga a todos. Ahora mismo me voy, ¿a dónde creerá usted? a casa de Laureano Porras, el capellán y director de esas señoras, el cual ha de decirme qué hay de ese destierrito a Gerona. Mientras no conozcamos los hechos, nada podemos hacer. Después determinaremos.

Sosegáronse con esto los nervios y el espíritu de Ángel, el cual convino en aguardará su amigo allí.

-Mejor es que me espere usted arriba, en la Catedral, porque subirá luego a la oficina el señor obrero; y no hay necesidad de que se entere. Fijemos un sitio para poder encontrarnos fácilmente: aquí en esta nave, junto al San Cristóbal o si le parece mejor en la capilla Mozárabe.

-En la Mozárabe.

Cogió Mancebo su teja, y salió despacio, muy despacio, mirando el suelo y los ennegrecidos escalones como si algo tuviera que deletrear en ellos.



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Ángel Guerra (Tercera parte)