Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo II – Tío Providencia

de Benito Pérez Galdós


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Toda la tarde se la llevó Mancebo elogiando a Guerra delante de su sobrina, con afectado entusiasmo. «¡Qué persona tan fina, qué instruido, qué bondadoso, qué caballero! Vamos, chica, que en su casa estarías como en la Gloria. ¡Qué maña se dan algunas criaturas para escurrir el bulto cuando la suerte, jugando a la gallina ciega, las quiere coger!» Con estas y otras habladurías perturbaba a las dos mujeres en su trabajo, y a fe que no estaban ellas para perder el tiempo, pues Justina tenía que entregar al día siguiente cantidad de ropa planchada de cadetes y alumnos de colegios preparatorios, que eran, después de dos o tres prebendados, su principal y más lucida parroquia.

Pues D. Francisco, pegado a las mesas de plancha, no las dejaba trabajar con desahogo, por lo que su sobrina mayor tuvo que echarle un sofión y rogarle que se fuera a dar un paseíto. Al anochecer, a la hora del rosario, cuando las dos mujeres tomaban alientos después de su penosa brega, D. Francisco, en vez de ponerse a rezar, se dedicó a tomar a Justina la cuenta del día, infalible ocupación del ingenioso presbítero en los ratos que precedían a la cena.

-Vamos a ver. ¿A cómo te han puesto hoy el cuarto de cabrito?

-A tres reales y medio.

-¡Dios humanado, qué carestía! En mis tiempos tenías el cabrito que quisieras a veinte, veintidós cuartos.

-Pero como no estamos en los tiempos de usted sino en los míos... Pues las patatas van hoy a tres perras y media la cuarta arroba.

-¡Tres perras y media, Virgen! o séanse, cuartos once y medio. Con estas perras y gatas no sabe uno nunca el dinero que tiene. ¿Trajiste el bacalao? Bueno. Si Gaspar no te pesa bien, te vas a la tienda del Vizcaíno. Aquí no nos casamos con nadie. Otra: ya te he dicho que no me traigas chorizos, que no sean de los de tres por un real. ¡Buenos están los tiempos para echar esos lujos de choricito de a real vellón!

-¿Cómo a real? A treinta céntimos he traído dos para esa boca salada. Para nosotras de los baratos.

-¡Zapa! ¿Pero te has figurado tú que yo soy el señor Cardenal? Mira, Justina, que con estos trotes vamos todos zumbando a la Beneficencia... o al Asilito que van a fundar las amigas de ésta, y allí la propia Lorenza nos dará la bazofia con un cucharón muy grande... ji, ji, ji... Sigamos. Por lo que toca a huevos, puedes traer desde mañana seis, pues con Lorenza tenemos una boca más.

-Ocho, tío. No apriete usted tanto.

-¿A cómo está la media docena?

-A tres reales.

-Serán de dos yemas: ¡A tres reales! Hija, ni en Madrid. ¡Quién conoció la docena a peseta, y aun a menos! Este Toledo, con los dichosos adelantos, se está poniendo que no pueden vivir en él más que los millonarios. Oye: paréceme que ya no hay chocolate.

-No señor, es decir, en la chocolatería, sí lo hay; aquí no.

-Pues venga una libra; pero no me pases de tres reales.

-Para nosotras, sí; pero para el señor beneficiado lo traeré de a cinco.

-Que no, ¡zapa! Yo soy como los demás. No quiero regalos ni melindres. Igualdad, Justina, y déjate del bizcochito y la friolerita para el viejo. Ahí tienes cómo se pierden las casas. Yo estoy hecho a todo, como sabes, y cuando me llevo a la boca una golosina me acuerdo de que estos pobres niños podrán carecer de pan el día de mañana, y créelo, con tal idea lo más dulce me amarga, y lo más rico me sabe a demonios escabechados. Con que... vamos a cuentas.

Hizo su cálculo de memoria, y entregó a su sobrina una corta cantidad, casi toda en cobre, sacándola pausadamente de un bolsillo de seda roja con anillas, que envolvió y sumergió después por aquellas cavidades que tenía dentro de la sotana verdosa.

-¡Ah! se me olvidada, ¿y jabón?

-Es verdad. Venga para jabón, que se está concluyendo.

-Traerás del amarillo.

-Para los cadetes; pero para los señores canónigos no. Luego dicen que huele mal la ropa y que no está bien blanca.

-Menos blancas están sus conciencias.

-El que se me queja más es D. León Pintado, a quien le cae bien el apellido, por lo que presume.

-Como que apesta de tan elegante como se pone. Ea, ¡zapa! échales a todos jabón amarillo, y que salgan por donde quieran. No veo por qué hemos de guardar menos consideración a los pobres cadetes, que son los que dan de comer a esta ciudad empobrecida... En fin, para que no se queje nadie, te traes un poco jabón del pinto de Mora, para dar una jabonadita antes de aclarar, ¿entiendes? Y a todos los tratas igual, canónigos y cadetes, que tan hijos de Dios son los unos como los otros. ¡Reina de los cielos, lo que se gasta! (Volviendo a sacar la culebrina, y mirando a Leré, que callada y sonriente humedece la ropa.) Sólo para patatas no bastara la mitad de las rentas de la Mitra, pues tu hermanito el monstruo, y los que no son monstruos, se comen una calderada cada día.

-Vamos, no rezongue usted tanto, tío, que hasta ahora, gracias a Dios...

-No, si yo no me quejo. Coman todos, y vivan, y engorden, y gracias sean dadas al Señor. Pero nos convendría mejorar de fortuna, créelo, y eso depende de quien yo me sé. El mayor de los errores, en estos tiempos de decadencia, es empeñarnos en dejar lo fácil por antojo y querencia de lo difícil; hay personas tan obcecadas que desprecian lo bueno por correr tras de lo sublime, y lo sublime, hija de mi alma, lo sublime (Con cierta inspiración.) hace tiempo que está borrado, no sé si provisional o definitivamente, de los papeles de esta pobrecita humanidad.

Leré no dijo esta boca es mía.

Entró Roque, el marido de Justina, hombre humilde y no mal parecido, con una pierna de palo, vestido de pardo chaquetón, afeitada la cara, que así podía parecer de cura como de paleto. Era un bendito, y donde le ponían allí se estaba, pues nunca tuvo más voluntad que la de su mujer, combinada con la de Mancebo. Carpintero de blanco, trabajaba en la Catedral, y el Lunes Santo del 83, en el acto de armar el Monumento, hallándose mi hombre en el andamio que hasta la bóveda se eleva, para colocar los listones de que pende la soberbia colgadura de sarga carmesí, tuvo la desgracia de marearse y se cayó. Milagro fue que de semejante salto quedara con vida; pero tuvo la suerte... relativa de ir a parar sobre un montón de telas arrolladas, y allí le recogieron con una pierna rota y una mano estropeadísima. Largo tiempo duró la cura, y desde entonces no pudo trabajar con provecho; sus ganancias habrían sido nulas si D. Francisco no cuidase de proporcionárselas en la Obra y Fábrica, con limosna disfrazada de jornal, porque el infeliz había perdido los dos tercios de su habilidad y destreza, que nunca fueron muchas.

Charlaron un poco de la obra comenzada en la capilla alta de San Nicolás para dar desahogo a las oficinas, hasta que los olores culinarios y la impaciencia de los chicos anunciaron la grata ocasión de la cena. Suspendido el trabajo de ropa, Leré trajo un quinqué moderno, petrolero, sucesor del pesado velón de aceite que se vendió meses antes a unos mercachifles de antigüedades. La estancia, que era sala, comedor o cuarto de plancha según las horas, y a la cual, por un arco de herradura siempre ahumado, llegaba el vaho de la próxima cocina, se llenó de claridad y de esa alegría nocturna, doméstica, salpicada de notas infantiles, que suele ser la única gala de las casas pobres. Salieron a relucir los frágiles platos modernos, sucesores de los de Talavera, vendidos también porque los pagaban aquellos tontos de anticuarios cual si fueran de la más rica mayólica, y Justina apareció al fin con la humeante y olorosa cazuela de sopas de ajo.

-Bueno, señor, bueno -decía D. Francisco, y entre reñir a este chico y acariciar al otro, y echar una indirecta a Leré sobre lo mismo, y poner en solfa al Cabildo porque disponía el ensanche de oficinas precisamente cuando no había que administrar, se pasó la cena sobria y placentera, substanciosa en su frugalidad. Leré llevó al monstruo la ración correspondiente, metiéndosela en la boca a cucharetazos, y de sobremesa encendieron Mancebo y Roque sus voluminosos y pestíferos pitillos, hechos con picadura de las tagarninas que en su mesa de despacho solía dejar el canónigo Obrero, y que D. Francisco recogía con avara puntualidad. Un chico se duerme, otro alborota; Ildefonso, que es gran jugador de brisca, echa una partida con Leré; sigue a esto la orden de retreta, solfa en nalgas por aquí, besuqueo por allá, transporte del monstruo dormido a un cuarto interior, hasta que todos, chicos y grandes, van entrando en su nidal, y el silencio reina en la modesta casa. Sólo D. Francisco y Roque charlan un rato más en el comedor apurando las colillas antes de atrancar la puerta; pero al fin, el reloj de la Catedral con nueve sonoras campanadas, y el toque de ánimas en esta y la otra torre les dicen que se acuesten; y ambos mochuelos, con maquinal obediencia, se van derechos a sus correspondientes olivos.


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