Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo III – Días toledanos

de Benito Pérez Galdós


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Ángel recomendó a D. Pito que no chistase, y subieron y encendieron luz. Ocurriósele entonces a Guerra albergar a su huésped en el cuarto donde Palomeque guardaba el carcomido fruto de sus investigaciones arqueológicas, al extremo del pasillo alto, en sitio fácilmente abordable. Andando de puntillas, condújole al museo, después de darle una buena manta para que se abrigase. Al marino le pareció de perlas el camarote, y se acomodó en una especie de tablado o rimero de maderas viejas que, según él, debían de ser del desguace del arca de Noé. En peores camas había dormido el hijo de su madre, paseando sus huesos de mundo en mundo y de mar a mar. Envolviose en la manta, y a roncar como un caballero. Buenas noches.

Al acostarse, Ángel se reía pensando en el bromazo que iba a dar a D. Isidro, y en la sorpresa de éste, por la mañana, cuando fuese a echar el primer vistazo, como de costumbre, a su histórico Rastro; pero otros pensamientos más graves le inquietaron antes de dormirse. Al día siguiente, D. Pito habría de volverse a la posada, y daría cuenta de su extravío, del encuentro con él en la calle, y de cómo recibió albergue en aquella casa. Inevitable acometida de Dulce, que sin duda había ido a Toledo con intentos de amorosa persecución; inevitable encontronazo de los Babeles. Esto le quitaba el sueño, pues el sentirse acosado por Dulce le mortificaba cruelmente, y el rechazar a su perseguidora repugnaba a su conciencia. No quería nada con ella, ni nada contra ella.

Por la mañana, antes de la hora a que acostumbraba levantarse, sintió desusado estruendo en la casa. Vistiose más que de prisa, figurándose lo que sería, y al salir tiritando, se ofreció a sus ojos el más desatinado rebullicio que en aquella casa se había visto desde que moraron en ella los Templarios. Palomeque con una espada mohosa de tazón, Teresa con una escoba, la criada con una badila y D. Tomé con nada, pues era hombre incapaz de esgrimir el arma más inocente, formaban como un cerco de sitiadores frente a la puerta del cuarto de los trastos góticos y sarracenos, y los tres, porque D. Tomé no hacía más que temblar, se animaban recíprocamente con bélicas expresiones: «¡Que salga ese tunante... salteador... que dé la cara, y verá...!»

Don Pito apareció en la puerta vociferando, y sin hacer ademanes de resistencia contra tan terrible aparato de batalla, les dijo: «Ea, señores, que yo no soy ladrón, ¡yemas! y cuidado con faltarme. Yo he venido aquí, porque me trajo mi amigo don Ángel».

Viendo reír a éste, desbaratose la equivocación, y la cólera de todos se trocó en bromas y cuchufletas. «Es el amigo Suintila -dijo Guerra-, que ha venido a pasar la noche en los restos de su palacio». Teresa preguntó a D. Pito qué quería para desayunarse, a lo que respondió el marino:

-¿Yo?... ¡qué pregunta! Tráigame ginebra de la Llave o de la Campana.

-¿Qué dice? Aquí no tenemos esos brebajes de llaves ni campanillas. Si quiere chocolate...

Renegó D. Pito de todo desayuno que no fuese de base alcohólica, y Ángel condescendió con un vicio que en mañana tan cruda tenía justificación, dadas las costumbres del inválido marino.

¿El señor es nauta? -dijo el canónigo frotándose las manos desesperadamente-. Vaya; por muchos años.

-Soy mareante, sí señor, y por mis pecados navego ahora por tierra firme, y he venido a embarrancar en este pueblo de pateta.

-Ea -le dijo su protector-, si no habla usted con decencia no le traigo la bebida. Aquí, mucha formalidad.

Don Tomé se alejó soplándose los dedos. Metiéronse los demás en el cuarto de Guerra, y allí le sirvieron el chocolate a D. Isidro, el cual, mirando la nevada al través de los cristales, decía: Toda blancura es hoy la gran Toledo. Buenas estarán esas calles de Dios. No verás hoy mi estampa, corito metropolitano. Traída la ginebra, D. Pito empezó a alumbrarse, y en su alegría voluble y decidora, llegó a tomarse confianzas con el canónigo. Guerra le miraba con lástima benévola, viendo en él, más que perversidad, abandono y miseria. Palomeque dijo que la mejor manera de calentarse era coger el picachón y emprenderla con la pared del patio, hasta derribarla y descubrir todos los fustes de la época goda. Don Tomé, sin hacer caso del mal tiempo, salió embozadito en su manteo para ir a decir su misa, y Teresa y la criada se ocupaban en palear la nieve en el patio. Desde abajo invitaron al arqueólogo a tomar parte en la faena, y él no se hizo de rogar, bajando con su picachón, que al punto tuvo que cambiar por humilde escoba. Ofrecía el patio un aspecto lindísimo, con los evónymus cargados de albos vellones, como clara de huevo bien batido, el aro del pozo revestido también de aquella nitidez inmaculada, y los canelones, aleros y postes con informes colgajos de lo mismo, que se desprendían y rebotaban, encharcando el suelo recién barrido por la diligente escoba de Palomeque. El cabello enteramente cano de Teresa amarilleaba junto a la excelsa blancura de nieve.

A Guerra le habían servido café, del cual tomó también D. Pito porción de tazas, y con esto y la ginebra se dispuso el hombre a resistir las más bajas temperaturas. Encendieron sendos tabacos, y abriendo la ventana, pusiéronse a contemplar el panorama estupendo de la ciudad con sus techumbres cubiertas de nieve, sus torres perfiladas de blanco luminoso como estrías de luciente cristal. En sus viajes no había visto D. Pito nada semejante, porque si las nevadas de Nueva York eran más densas, en ellas todo resultaba plano y sepulcral, mientras que Toledo parecía un oleaje gracioso, en el cual la espuma se hubiera endurecido con la rapidez de las mutaciones de teatro. La Catedral, con sus cresterías ribeteadas por finísimos junquillos de nieve, y su diversidad de proyecciones y angulosos contornos, presentaba a la vista un cariz de fantasmagoría chinesca. La torre se destacaba sobre el cielo vaporoso casi limpia, morena y pecosa entre tanta blancura, con sólo algunos toques de cascarilla en el capacete y en los picos de las tres coronas; más grande, más esbelta, más soñadora en medio de la desolación inherente al paisaje boreal. Creeríase que se estiraba y subía más. El sol luchaba por romper la neblina, y en ciertas partes del cielo esparcía destellos de oro. Pero la palidez diáfana y melancólica de la plata vencía, y lo más que lograba el sol era poner algunas hebras de su lumbre en la veleta de la torre o perfilar con ráfagas amarillentas las siluetas lejanas de la ciudad hacia el Nuncio, San José y Santo Domingo el Antiguo.

Don Pito se encontraba tan a gusto, que presumiendo le despedirían, se anticipó a la insinuación, en esta forma: «Estoy aquí como en el Paraíso, ciudadano Guerrita. No puede usted figurarse qué frío es aquel condenado posadón, y qué cargante la compañía de Catalina, que anoche se nos atufó, y salió con la gaita de siempre, diciéndonos que su familia venía del Emperador de Constantinopla, un tal palo gordo o no sé qué.

-Paleólogo, diría.

-Eso. ¡Y mi sobrina siempre suspirando, diciendo cosas que le hacen a uno llorar...! Esto no es para un viejo aburrido como yo, que a poco que le apuren se muere de tristeza (Súbitamente acometido de nostalgia.) ¡Ay, Dios mío! Quisiera que me tragara de una vez la tierra. ¡Carando! Me cansa la vida, y si no fuera por el bálsamo, ya me habría ido al fondo cien veces. Crea usted que esto de no ver nunca la mar es horrible. No lo comprenderá quien no haya vivido cincuenta años viéndola, oliéndola y pasándole la mano por el lomo desde el puente. Lo que yo quiero es que me recojan en un asilo naval o terrestre, donde me den de comer lo poquito que como y de beber lo que me dé la gana; porque sepa usted que en casa de mi hermano un día se ayuna y otro también... Ahora; que tiene empleo, creo yo que lo pasaremos lo mismo, porque los hijos son unos trápalas, menos Dulce, que es buena, eso sí, buena como una uva y con mucho talento, cabeza firme, razón clara. Pero desde que cierto párvulo la dejó, no se harta de llorar... y a mí las goteras me cargan. No estoy yo para consolar a nadie, sino para que me consuelen a mí.

-Si no fuera usted un borrachín, de fijo encontraría quien le amparase... Trabajar tanto, y no tener a la vejez ni casa ni hogar es triste cosa.

-¡Así paga el comercio a quien bien le ha servido! Los armadores se han hecho poderosos con mi trabajo, y aquí me tiene usted a mí sin una hebra. ¿Por qué? ¿Acaso por maldad? Yo probaré que no he sido malo. ¿Quiere usted, Sr. D. Ángel, que con sinceridad le confiese mis debilidades? (Excitándose y sosteniéndose los pantalones.) Pues se las confesaré. Mi flaco ha sido el jembrerío. La faldamenta me perdió. Cuanto gané se lo comieron ellas con sus boquitas monas. No podía yo remediar esta debilidad que siempre tuve, y ésta por rubia, la otra por trigueña, hacían de mí lo que les daba la gana. Pero yo pregunto: ¿pecados de faldas son para tanto castigo? ¡Ah! No señor. Yo conozco otros que fueron más mujeriegos que yo, y ahí los tiene usted en Nuevitas, en Cienfuegos, en Jamaica y Veracruz, abarrotados de dinero. Es el sino, el sino de la criatura. A ratos, de noche, cuando no he bebido y siento la penita en el estómago, me ocurre que si esto de mi mala suerte me vendrá de que anduve en aquel fregado de traer la esclavitud a Cuba. Pero, ¡me caso con San Francisco! Si otros que cargaron más que yo y los compraban y vendían como talegos de carbón, están ahí riquísimos con familia y mucha descendencia, llenos de felicidad. ¿Qué quiere decir esto, compadre? Que esta máquina del mundo anda muy mal gobernada, que el primer maquinista no hace caso, y se duerme, y la palanqueta del vapor está en manos del tercero y el cuarto, o de algún fogonero que no sabe lo que se pesca... Vamos a ver. ¿Acaso se me puede culpar a mí de haber inventado la trata? Yo no la inventé ¡yemas! Esclavos había cuando yo empecé, y del África iban para allá los barcos llenos. El tío que me crio, metiome en aquellos trajines, y si buenas onzas me ganaba hoy, buenos sustos me hacían pasar mañana los malditos ingleses, pues llevaba uno la vida vendida... Con que ya ve que no he sido malo, y que si lo fui, bien purgados tengo aquellos crímenes de pateta. Tenga usted compasión de mí, y vea de asegurarme los víveres. Yo me conformo y me avengo a todo, menos a beber agua, porque... peceras en el estómago crea usted que no convienen.

Profunda lástima de aquel hombre infeliz sentía Guerra, que oyó sus sinceridades con benévola atención, y no contestó a ellas hasta pasado un buen rato. Perdida la mirada en el espacio incoloro y triste que ante ella se extendía, Ángel meditaba, y de su meditación salió esta frase consoladora para el triste mareante: «¡Quién sabe... Puede ser que yo, algún día, le recoja a usted!».

Al decir esto cerró la ventana.


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Ángel Guerra (Tercera parte)