Ángel Guerra (Galdós)/055

Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo II – Tío Providencia

de Benito Pérez Galdós


Pues, a lo que iba -prosiguió el gracioso clérigo cuando acabó de reír-: tales son las órdenes de que la niña se ha ido a enamorar. Ya que hablo con usted en toda confianza, (Arrimando más su silla al sofá en que Ángel se sentaba.) le diré todo mi pensamiento: yo no quiero que Lorenza sea monja, ni de estas ni de aquellas, ni de las entrometidas, ni de las históricas; no quiero verla ni entre las del zancajo al aire, ni entre las del tocinito del cielo y los huevos hilados. Por la situación en que va a quedar esta familia cuando yo me muera, quisiera yo que mi sobrina se casara... ¡Pero es más terca...! Háblele usted de hombres, y como si le hablara del Diablo. Nada, que no se parece en nada a las demás muchachas. Se empeña en que este siglo ha de tener santos y santas, y yo le digo que no hay más que ferroscarriles, telégrafos, sellos móviles, y demonios coronados. Pues, sí, crea usted que no le faltarían buenos partidos, ¡zapa! Es chica muy bien educada, sabedora, fina, despabilada para el trabajo, y si me apuran, hasta bonita, porque aquel defectillo de los ojos temblones, más que defecto viene a ser una gracia. Tal creo yo.

-Sí, gracia es -dijo Guerra entusiasmándose-. Tengo a Lorenza por una muchacha de extraordinario mérito en todo y por todo.

-¡Pero más terca...! ¡María Santísima qué tesón de niña! Antes de que fuera allá, quise meterla en las Doncellas Nobles. ¿Pues creerá usted que salió con la tecla de que ella no quería nobleza, sino villanía, de que no quería bienestar, sino pobreza? «Pero hija -le digo yo-, los tiempos han cambiado. Los malditos pronunciamientos primero y el Concordato, que acabó de partirnos, han trastornado el mundo. Ahora, hay que aplicarse a defender el materialismo de la existencia, porque los demás a eso van, y no es cosa de quedarse uno en medio del arroyo mirando a las estrellas. Pobres somos todos, sí, pero tenemos que vivir, y cuidar de que los demás vivan. El Concordato le ha hecho a uno práctico, como dicen que son los ingleses, y nos ha enseñado a mirar por el triste maravedí. Antes, cuando había aquellas pingües rentas eclesiásticas, daba gusto morirse de hambre dentro de un claustro, y disciplinarse y quedarse en los huesos, porque se lo agradecían a uno, y le canonizaban, y le encendían velas, y le adoraban. Pero ahora... te mueres en olor de santidad, y nadie te dice nada, y a nadie se le ocurrirá poner canilla tuya o muela en un relicario, para que la besen las devotas».

Ángel se reía, encantado de oír al buen Mancebo. «Pero, a lo que iba, Sr. D. Ángel; oigame usted lo principal: he dicho que no faltaran buenos partidos a la niña. Pues tengo lo menos tres para que ella escoja. Pero simplifiquemos: me fijo sólo en uno, en el mejor, en el de mis preferencias, Sr. D. Ángel. Verá usted: hay un chico, hijo de Gaspar Illán, el de la tienda de comestibles de la calle de la Obra Prima, esquina a las Tornerías, ahí junto a la plaza de las Verduras, el cual es de lo más excelente que usted puede figurarse, bien plantado, sin ningún vicio, ni más defecto que ser un poco bizco; pero esto no importa. Pues el ángel de Dios, en cuanto vio a Lorenza, recién venida de Madrid, se prendó de ella como un galán de comedia. En fin, que al día siguiente me dijo: «Don Francisco, si ella quiere, me ahorco». El padre consiente; y no vaya usted a creer que es un pelagatos, pues se le calcula un capital sano de más de cuarenta mil duros. La lonja esa tiene un despacho tremendo, y por la mañana, a la hora en que empieza el mercado, el copeo deja un dineral. Con que áteme usted cabos: Gaspar Illán es viudo, achacoso, y no tiene más hijo que Pepito; de modo que Lorenza sería dueña de todo aquel trajín... ¡Qué gloria, y qué...! (Frotándose las manos.) Vamos, le pegaría, porque sepa usted que, cuando se lo dije, me hizo fú. ¡Si estará transtornada...! ¡Cómo ha de ser! (Suspiro y pausa.) Si yo lograra casarla con Pepe, ya podría morirme tranquilo; la familia quedaría amparada, Justina descansando, y los chicos podrían seguir carrera. El uno militar, el otro ingeniero, y los demás según la inclinación que sacaran. Me vuelvo loco pensando en el desvarío de mi sobrina, a quien le ponen en la mano la fortuna y la tira por la ventana. Por eso me alegré al saber que estaba usted en Toledo, y cuando me dijeron que había estado en esta su casa y deseaba verme, me alegré más, y me dije: «A ver si entre ese buen señor, que tanto se interesa por ella, y yo, discurrimos algo para quitarle a esa niña de la cabeza sus chiquilladas monjiles, porque son chiquilladas nada más.

-Pues me tiene usted a su disposición. Yo también deseo que Lorenza, a quien en casa llamamos Leré porque así la nombraba mi niña, varíe de inclinación. Discurra, pues, invente cualquier ardid, si ardid fuere preciso, y téngame por su colaborador resuelto.

-Veremos... lo pensaré -dijo Mancebo con toda la picardía del mundo y toda la trastienda de sacristía, haciendo con el dedo índice un gancho, dentro del cual metió la nariz-. Pero antes...

Detúvose meditando, como si buscara la fórmula precisa para poder decir algo muy delicado. «Antes... ¡Zapa! no sé cómo expresarme. Dispénseme: tengo que hablarle de un asunto que... Prométame no enfadarse, si me expreso mal, porque no tengo, ni a cien leguas, intención de ofenderle.

-¿Qué será esto? -dijo Guerra para sí, comprendiendo que se las había, con un viejo muy zorro y muy ladino.

-Pues verá usted. Aquí hablamos como hombres que conocemos este mundo amargo y lleno de obscuridades, como hombres que no se asustan ya de nada.

-Explíquese usted pronto.

-Mis proyectos de colocar a la niña... ¿cómo lo diré?... pues mis proyectos tropiezan con una dificultad que proviene del Sr. Guerra.

-¡De mí!

-Repito que esto es delicadillo. ¡Pero allá va! Pues... pues... cuando la niña vino de Madrid, se corrieron voces... ¿cómo lo diré?

-¡Ah, ya!... que no la perdonó la calumnia. Naturalmente, si ella no tuviera mérito, no la mordería la envidia.

-Yo no sé si será envidia o qué será, y apelo a su caballerosidad para que me saque de esta duda. Por que es el caso que aquí llegaron, no sé cómo, sin duda por chismorreos de la servidumbre baja de usted, ciertos cuentos... disparates, ¿eh?... Que si usted tenía que ver o no tenía que ver con Lorenza, y hasta se dijo; miren que es gana de enredar, hasta se dijo que... su amo quiso casarse con ella. Lo peor fue que estas fábulas llegaron a donde no debían llegar nunca, a las orejas castas de aquel bendito muchacho, el cual se me presentó dos días hace, todo asustadico y... verá usted: «D. Francisco, me han dicho esto, esto y esto, y la verdad, ya varía la cosa, y hay que mirar porque francamente...» Yo me enfadé, o hice que me enfadaba. Pero acá para entre los dos, amigo D. Ángel... como he visto tanto mundo, tanto engaño, tanto que parecía blanco y luego resultaba negro... vamos, que no puedo echar de mí cierto gusanillo, y este gusanillo, usted mismo, como persona verídica, es quien me lo va a quitar, hablándome de hombre a hombre, con toda franqueza, como se podría hablar entre amigos de una misma edad que la han corrido juntos.

Guerra le salió al encuentro, indignado, y trabajo le costó reprimir su enojo. Sentía la mengua arrojada sobre el limpio nombre de su amiga más que si a él mismo se le arrojara, y de buena gana le habría calentado las orejas al presbítero por haberlas abierto a tales malicias, pero se contuvo, y no hizo mas que negar en la forma más rotunda y clara de la dignidad, cuidándose poco de que Mancebo creyera o no sus declaraciones. Mas en cuanto éste las oyó, levantose entusiasmado y se puso a dar voces: «¿No lo decía yo? El corazón me lo daba. Si no podía ser, no podía ser. Y aquel mequetrefe empeñado en que la chica no es de recibo... ¿Lo ves, tonto, lo ves? Los muchachos del día juzgáis a los demás por vosotros mismos, que vivís llenos de malas ideas. (Volviéndose a Guerra.) Gracias, Sr. D. Ángel, gracias. Me quita usted un peso de encima. Ahora ese pisaverde mal pensado no tendrá que poner tachas a la misma pureza. No veo la hora de cogerle por mi cuenta para ponerle la cara como un pavo, y decirle: «Pillo, lo ves, ¿lo ves? ¿te convences? ¡Si no te la mereces! Pobre como es ella, vale más que tú con todo el dinero que tu padre ha ganado en la tienda, aguando el vino, dándonos tocino americano por extremeño, pensando mal y midiendo peor». Bien, muy bien, estoy contento.

Se paró ante Guerra, recapacitando, con el dedo índice en la punta de la nariz.

«Pues esta certidumbre es una gran conquista, una buena parte de terreno ganado, y que nos pertenece. Ahora...».

Ahora -observó Guerra, que no participaba de los optimismos del beneficiado-, falta lo principal, que Leré quiera... secularizarse, y en este punto me ha de permitir usted un poquillo de vanidad, a saber, que lo que yo no pude conseguir, no es fácil que lo logre el chico de la tienda.

-También es verdad; pero quién sabe si... -dijo Mancebo sobándose la barba y examinando el suelo-. Porque también se ha de observar que la diferencia de clases era, en el caso de usted, un impedimento para que mujer tan juiciosa y honesta resbalara. Con que aquí se trata de matrimonio con un igual lo que varía de especie, señor don Ángel.

-Puede ser que acierte usted; (Descorazonado.) pero yo lo dudo mucho.

-¡Virgen del Sagrario, si lo consiguiéramos...! (Cruzando las manos.) Esta familia amparada para siempre... los chicos en disposición de seguir una carrera... y yo... porque también hay que mirar por uno mismo... yo, disfrutando de una tranquila senectud.

-Todos esos bienes me parecen a mí algo ilusorios, al menos por el camino ese de casar a Leré. Crea usted que morder un bronce y masticarlo es más fácil que ablandar o torcer su carácter. Es de la cantera de las grandes figuras históricas que han dejado algo tras sí, los fundadores, los conquistadores...

-Veremos, veremos... ¡Ay! yo he visto tantas torres caer, tantos muros seculares romperse en mil pedazos, que siempre que miro algo fuerte y sólido, espero, espero, y digo: «ya caerás». Los que hemos conocido esta Iglesia Primada en todo su esplendor, que parecía eterno e indestructible, y la vemos hoy reducida a la pobreza humillante de un noble lleno de pergaminos y sin una peseta, creemos poco en esos caracteres de peña dura. Antes sí los había, ya lo creo... pero la Desamortización y el Concordato acabaron con ellos. Los tiempos estos son de medianía, de transición y de acomodarse a lo que viene. Cada tiempo hace sus personas, señor mío, y sus personajes, y pensar que ahora ha de haber fundadores y conquistadores, es como si quisiéramos hacer pasar el Tajo por encima de la torre de la Catedral... En fin, Dios dirá.

Mientras esto decía, oyeron la voz de Leré en el patio, hablando con Justina y los chicos. Guerra llamó sobre esto la atención de D. Francisco, el cual, abriendo la ventana, gritó: «Buena pieza, sube, que tienes aquí una visita».



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Ángel Guerra (Tercera parte)