Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo II – Tío Providencia

de Benito Pérez Galdós


III editar

Subió Leré con un racimo de chiquillos pegado a las faldas, ávidos de catar lo que en un envoltorio traía. Al entrar en la pobre estancia del clérigo, saludó a Guerra con la mayor naturalidad, como si fuera cosa corriente verle allí todos los días.

-Siéntate, mujer -le dijo su tío-, y descansa esos huesos que destinas a ser guardados en urna de cristal, con lacitos y flores de trapo, para que los besuqueen las beatas y te los llenen de babas. ¿Qué tal de santidad? ¿Te tratan bien las señoras esas de extranjis?

-Pero si no son extranjeras, tío -dijo Leré con bondad regañona-. Si son tan españolas como usted y como yo.

-Tú dirás lo que quieras; pero las dos con quienes ibas el otro día me olieron a gabachas, descendientes de aquellos pícaros intrusos que nos quemaron el claustro de San Juan de los Reyes. Y una te decía: Loguenza, vamos a guezar el gosario.

¡Con cuánta fruición celebró, riendo el buen Mancebo su propio chiste!

-¡Bah, qué cosas tiene usted!

-¿Y qué tal te tratan? -le dijo Guerra-.

-Bien -indicó el clérigo-. A ésta la encanta todo ese ajetreo espiritual: fregar suelos, barrer, guisar y lavar, y perseguir las telarañas y demás porquerías como si fueran los enemigos del alma.

La lucha entablada entre Leré y los sobrinillos, porque éstos querían entrar a saco el pañuelo que cogido por las cuatro puntas traía, terminó al fin con la embestida y toma de la tal plaza, y la distribución atropellada de las nueces en él contenidas. Pero Leré defendió con tesón unos bollos o mantecadas, ofreciendo repartirlos con equidad.

-Aquí estábamos hablando -dijo el cura-, de esas órdenes públicas. ¿A qué os dedicáis vosotras las del Socorro, a cuidar ancianos o criaturas? Dígolo porque en tu propia casa tendrías materia larga en que emplear tu caridad. Para viejos chochos, aquí está este ciudadano con un pie en la sepultura, y para niños, me parece a mí que nuestra nidada no es de despreciar.

-Sí, pero éstos no son huérfanos, ni usted es pobre de solemnidad.

-¡De solemnidad! Dime, ¿en qué consiste que un pobre sea o no solemne? ¿Qué solemnidades has visto en esta casa?

-Tío, bien sabe usted lo que quiero decir... Lo que resultará siempre es que yo no perjudico a nadie con mi inclinación, pues a nadie hago falta.

-Pues este señor me ha dicho que desde que te viniste de Madrid anda su casa desgobernada.

Guerra no había dicho tal cosa; pero apoyó la mentira, que encerraba una gran verdad.

«Y dice también que por su gusto habríaste quedado para siempre allí, dueña de todo, vamos, como directora o superintendenta de todo, y que al fin, quizás...

Comprendiendo que se resbalaba, Mancebo echó un pie atrás.

«Porque este señor te aprecia, conoce tu mérito, y opina, como yo, que bien podrías hacer la felicidad de un hombre honrado».

-Déjeme usted a mí de felicidades de hombres honrados -replicó Leré, echándose a reír.

Y creyendo sin duda que no tenía nada más que decir, se levantó para retirarse, tranquila y risueña.

-Yo me atreveré a proponer una cosa -dijo Guerra deteniéndola con ligero ademán.

Espectación de Mancebo.

-Propongo, como componenda entre tus deseos y los de tu familia y los míos, pues yo soy también de la familia...

-¡De la familia! Bueno, señor, bueno -dijo don Francisco palmeteando en el hombro de Ángel-. ¿Lo oyes, mostrenca? ¡De la familia!

-Pues propongo lo siguiente: aceptamos en principio tu vocación religiosa. Todos nos comprometemos a respetarla y a no decirte una palabra en contra. (D. Francisco frunce el ceño.) En cambio, tú te comprometes a vivir en esta casa, durante un año, en situación expectante, sin trato con hermanas ni hermanitas, ni más prácticas religiosas que las ordinarias que manda la Iglesia.

-Aceptado, aceptado -dijo el clérigo, frotándose las manos con tanta fuerza, que parecía que iba a sacar lumbre de ellas.

-Rechazado, rechazado -afirmó Leré, velando con una sonrisa su inquebrantable firmeza. -Reduciremos el plazo a seis meses.

-Rechazado también.

-Anda, anda, hija, y échanos la cuerda al cuello, y ahórcanos de una vez -dijo Mancebo atacándola hábilmente en el terreno de la ternura-. Sabes que te queremos con delirio, que te adoramos, y tú nos rechazas, como si el quererte fuera una ofensa.

-No es eso, tío, no es eso.

-El día en que nos dejes definitivamente, ¡ay de mí! será un día de luto, y nos moriremos todos de pena... Y este señor también se ha de poner enfermo del berrinche, ¿verdad?

-¡Qué exagerado es usted, tío, y qué cosas se le ocurren! -replicó la joven dispuesta otra vez a retirarse.

-Eso es; ahora nos dejas con la palabra en la boca, y te marchas. ¡Vaya una finura!

-¿Pero a qué quiere que esté aquí, si todo lo que tenía que decir ya lo he dicho? Tengo que ayudar a la tía Justina, que hoy esta más atareada que nunca.

Al partir, acosada por los chicos, no tuvo más remedio que repartirles dos de los bollos, reservando el mayor para su hermano; y bajó seguida de la tropa menuda, y fue a la sala donde estaba de continuo el monstruo, la cual era como su cuadra o jaulón. Desde que la sintió entrar en la casa, no había cesado de mugir, derramando lágrimas como puños. Con tal lenguaje la llamaba. «Pobrecito, aquí estoy -decía Leré rascándole la cabeza-. ¿Qué tiene el niño? ¡Pobrecito!» Le mostró el bollo, y al verlo, el monstruo puso la cara ansiosa, alargando el hocico y gruñendo como perro impaciente y glotón. Su hermana le limpiaba las lágrimas y le acariciaba, dejándose morder suavemente por él. Diole por fin la golosina en pedazos, y él se los engullía, relamiéndose con voracidad de animal famélico. Por fin, cuando se comió los últimos pedacitos, adheridos a los dedos de Leré, ponía la cabeza para que ésta le acariciara, y entornaba los ojos con la placidez perezosa del instinto satisfecho.

En esto bajó Guerra que ya consideraba larga la visita, y oyendo la voz de Leré en el cuarto del fenómeno, entró a despedirse de ella, mientras D. Francisco hablaba con Justina en el patio.

-Adiós, Leré. Me dice tu tío que estarás aquí algún tiempo antes de volver a los ejercicios. Si me lo permites, vendré a verte y a charlar contigo.

-Venga usted cuando guste. A ver, con franqueza, ¿qué le ha parecido mi tío?

-Buena persona, buena. ¡Y cuánto te quiere el pobrecillo! Me ha sorprendido mucho la conformidad de nuestras opiniones en lo que a ti se refiere. Yo creí encontrar en él un instigador de tus chiquilladas religiosas.

-¡Ay! -dijo Leré en un tono algo enigmático-. Mi tío es muy listo, más listo de lo que usted se figura.

-Algo de eso había pensado yo. El hombre afina, afina la puntería... ¿Con que quedamos en que vendré a verte?

-Sí, sí. ¿Qué inconveniente puede haber?

Fuerte en su conciencia, Leré no temía nada, ni veía más que la derechura luminosa de su camino, sin reparar en los bultos que a un lado u otro pudieran aparecerse en él.

Al ver a Guerra platicando con su hermana, el monstruo volvió a gruñir, rechinando los dientes a estilo de mastín que olfatea la presencia de un forastero. Leré le calmaba, dándole palmaditas en la cabeza, componiéndole el cabello, y pasándole los dedos por el hocico, como se acaricia a un perro para que no ladre a los que no conoce como de casa. «Cállate tonto, y estate tranquilo, que el señor es amigo».

Pero el fenómeno seguía gruñendo, y uno de los muchachos le tiraba de las orejas para que callase. En el momento de despedirse, Guerra sentía que a lo largo de su alma se le proyectaba un resplandor misterioso, emanado de la persona de su amiga, y ésta se le representó adornada de sobrenatural hermosura. Diéronle impulsos de robarla y echar a correr con ella, poseyéndola aun a costa de profanarla, impulsos que provenían quizás del ambiente romántico y artístico que respiraba. Salió de aquella casa turbadísimo, apeteciendo vagamente hechos extraordinarios, cosas grandes, sentidas, hondas, en las cuales su mente no podía separar del drama humano el religioso lirismo.


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Ángel Guerra (Tercera parte)