Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo VII – La trampa

de Benito Pérez Galdós


Guerra se fue a su casa llevándose a Ildefonso, a quien convidó a comer. Apenas concluyeron, mandole al Socorro con dos cartas, una para la Superiora y otra para Leré, abierta. Ordenó al chiquillo que le llevase la respuesta a la Catedral, a donde se fue sin pérdida de tiempo, y entraba en ella cuando el cimbanillo llamaba a coro, diciendo en lo alto de la gran torre con su agudo y sonoro acento: vox mea clamat; ergo canonici venite, y los canónigos le obedecían, entrando por esta y la otra puerta, y tomando el camino del Vestuario.

Poco después empezaba la Nona, que oyó el neófito con delectación, y las Completas. Nunca le pareció la Catedral tan risueña, ni el canto tan hermoso y sentido, ni el Presbiterio tan rematadamente suntuoso y bello. Todas las figuras que decoran el muro externo de la Capilla Mayor, ángeles músicos en diversas actitudes, unos con trompeta en la mano, otros con cítara o violín, unían sus voces y la de sus delicados instrumentos a la patética salmodia, alabanza triunfal del Señor y confianza en sus misericordias. La soberana iglesia se le representaba en un grado superior de artística hermosura, como inmenso relicario de marfil esculpido por manos de ángeles, adornado de metales tan ricos por la materia como por la labra, y de piedras preciosas que en las contrapuestas oquedades transparentaban la luz del cielo, el cual, por aquellos anteojos de esmeraldas y rubíes, contemplaba el ámbito peregrino donde la vida mortal sueña con la eterna.

Ildefonso no tardó en volver con la respuesta, una carta de Leré en la que le decía que fuese allá a las cuatro en punto, carta en cuyo laconismo el exaltado caballero, sin saber por qué, vio algo de cariño profano, o cierta inclinación a lo temporal. Sus corazonadas llegaron hasta ver en la letra un poco rápida de la epístola la mano nerviosa de una persona que interrumpe la operación de hacer su equipaje para trazar una carta urgente.

¡A las cuatro en punto! Y era forzoso aguardar, pues las dichosas cuatro en punto dormían aún en los senos futuros del tiempo perezoso. ¡Pues apenas faltaban siglos para la hora de la cita...! ¡Como que eran las tres! Ángel ardía. La muestra interior del reloj de la Catedral era una de las caras más antipáticas que había visto en su vida. La impaciencia no le impidió volver su pensamiento hacia la divinidad que en aquel recinto moraba, y se humilló para decirle con la más viva efusión del alma piadosa: «Señor, si has dispuesto que yo cumpla mi destino en la vida de acá por medio del matrimonio con la que destinabas para ti, en buen hora sea, y no cesaré en mis alabanzas de tu bondad hasta que se me seque la lengua. El disponerlo tú así significa que así debió ser desde el principio, y que tanto ella como yo habíamos tomado senderos torcidos. Tú los enderezas. ¡Cuán equivocados son nuestros juicios, Señor! Yo creí que la reservabas para ti, como si los humanos fuéramos indignos de poseerla. Pero ahora resulta que los caminos de la tierra también llevan a la perfección y a la vida perdurable. Por ellos iremos Leré y yo, la mirada siempre fija en ti, adorándote y ofreciéndote nuestros corazones con la esperanza de que nos admitas en la morada celestial».

El reloj tuvo la condescendencia de dar las tres y media. Guerra oyó la voz de Fabián, que parecía la del propio Isaías clamando entre ruinas y sombras, y maldiciendo a los impíos. La campana grande daba de tiempo en tiempo los toques canónicos, y a su profundo son, creeríase que toda la iglesia trepidaba, cual si de los subterráneos viniese un estremecimiento convulsivo de fiebre telúrica. Ángel no pudo contenerse más tiempo, y salió escapado camino del Socorro, a donde llegó tan pronto, tan pronto, que pensó no haber invertido ningún tiempo en recorrer la distancia. Dio vueltas por la Judería aguardando la hora exacta, y por fin, como todo llega en este mundo, entró, y ved aquí a mi hombre en la sala locutorio, esperando a la novicia y a la hermana que solía acompañarla. Su sorpresa fue grande al ver que Leré se presentaba sola en la visita, lo que le transcendió a ruptura con las hermanas y a preliminares de abandono de la Congregación.

Pero a la primera sorpresa siguieron otras, verbigracia: él se figuraba que Leré estaría preocupada y triste, y la vio alegre, risueña, en todo el esplendor de su serena ecuanimidad. Añádase a esto un accidente puramente local. La única ventana de la sala que daba al patio hallábase cubierta de percal rojo, y las caras de ambos interlocutores se teñían del reflejo de la tela transparente. El rostro de Leré, extremadamente arrebolado, parecía recién salido de una fragua.

«Ya sé lo que ha ocurrido -dijo Ángel ávido de entrar en materia.

-¿Por quién lo supo usted?

-Por Mancebo.

-¡Ay, ay! No conviene fiarse de mi tío, que es muy buena persona, pero suele ver las cosas arregladitas a su deseo.

-Me lo dijo esta mañana, y he pasado un día cruel. ¡Verte calumniada, sin poder salir a tu defensa...!

-¡Defensa! ¿A qué defenderme? Ante Dios no lo necesito, pues sabe mi inocencia. Que los de acá me crean culpable, ¿qué me importa?

-Pero la opinión... las hermanas. (Un poco desconcertado.) Importa, sí, que tus compañeras tengan de ti la opinión que mereces.

-¡La opinión que merezco! Palabras de puro artificio que nada significan en mi conciencia.

-Ya ves. Hasta pensaron facturarte en gran velocidad para Gerona.

-Si; eso se pensó en el primer momento.

-Pero ante todo. ¿De dónde o de quién partió la calumnia?

-No lo sé, ni tengo interés ninguno en averiguarlo. A los que la fraguaron les perdono de todo corazón, y casi casi les agradezco la injuria, porque me proporcionaban lo que tanto deseo, ocasión de martirio, que rara vez se presenta en estos tiempos de vida tonta, dentro de la cual no hay drama humano ni divino, ni proporción alguna de hacer grandes méritos. Recibí el agravio con gusto, con placer íntimo que me adulaba el corazón, porque el dolor es mi querencia; yo lo busco, ando tras él desalada, como si fuera parte esencial de mí misma que me han quitado y que necesito reintegrar en mí. Es, hablando el lenguaje del mundo, mi media naranja. Pues digo que recibí el ultraje con gozo, porque me favorecía en mi deseada imitación de Nuestro Señor Jesucristo, que, siendo divino, soportó y perdonó ultrajes mayores. Me alegré, sí, porque yo no había sufrido ningún insulto de este calibre, ni desgracia alguna, ni aun contratiempos de estos que irritan a las personas. Me hacía falta una prueba, un cáliz amarguísimo, y como éste lo era, me lo bebí con delicia pidiendo a Dios que lo hiciera más amargo, y más repugnante de tomar... Fue un día de prueba para mí el día de ayer. Hallábame yo asistiendo a una infeliz novicia que tenemos aquí enferma de cáncer.¡Si viera usted...! está muy mal; su cara es una pura llaga con un agujero, la boca, por donde le introduzco los alimentos y las medicinas. La noche anterior fue terrible. La pobrecita, en el delirio de la fiebre y de la consunción, me insultaba con los denuestos más atroces. Parecía que me profetizaba lo que me iba a pasar. Por la mañana, la Madre me llamó, y con rostro sereno contome lo que decían de mí... Parecíame algo inclinada a creerlo, o por lo menos dudosa y llena de sospechas. Al decirme que me disculpara y que probase mi inocencia, tuve un momento de angustia y de cobardía, del cual pronto me rehíce. Respondí tranquilamente que lo que me imputaban era contrario a la verdad en absoluto; pero que yo no podía probar nada. Que presentaran pruebas los calumniadores. Yo no podía hacer otra cosa que negar redondamente.

-¿Y no te indignaste?

-¿Yo? No conozco la indignación. Dije a la Madre: «No puedo hacer más que negarlo, consolada por la voz del Señor que habla en mi conciencia. Y después de negar, me cumple obedecer. Si la Congregación me destina a otra casa, allá me voy. Si la Congregación no me estima digna de vestir su hábito, me lo quitaré. Si me arrojan de aquí, saldré, y dispuesta estoy a hacerlo que me manden, y a no tener voluntad». Así se lo dije a la Madre.

-¿Y la Madre...?

-La Madre se echó a llorar, y como si recibiera una inspiración del Cielo, me abrazó y me dijo: «Eres inocente».

-Ya, ya; muy bien. (Clavándose las uñas de una mano en los músculos de la otra.) Pero aquí no puedes seguir.

-Después de lo que pasó entre la Madre y yo, nadie me ha dicho que me marche. El capellán don Laureano Porras había opinado, antes de que la Madre hablara conmigo, que me debían poner en una casa de Arrepentidas.

-¡Qué infamia! (Indignado.) ¡A ti, a ti en una casa de corrección! ¿Dónde está ese pillo, que le quiero enseñar...?

-Cálmese usted, por Dios. El pobre D. Laureano aconsejaba cuerdamente. Me creía culpable.

-¿Y hubieras tú consentido...? No me lo digas, porque...

-Si la Congregación hubiera dispuesto que yo entrase en las Arrepentidas, yo habría ido allá sin chistar. Obedezco siempre; no tengo voluntad.

-¡Leré! (Absorto y casi sin habla.) ¿Pero no ves que eso habría sido declararte... corregible... declararte culpable...?

-¿Y qué? La vana apreciación del mundo no significa nada para mí.

-Pero el hecho sólo de entrar en las Arrepentidas te ponía el sello de mujer mala.

-¿Y qué? Si Dios me ponía el sello contrario en mi conciencia, ¿qué podía importarme que me tuvieran por lo que no soy?

Atontado, como si fuera por el aire cayéndose de la torre de la Catedral, Ángel no tenía en su cerebro ideas para contestar a su divina consejera. Caía, caía, sin llegar nunca al suelo.

-Tu tío -balbuceó al fin-, me dijo que acobardada ante la calumnia, volvías a tu casa y renunciabas a la vida religiosa.

-Eso debió decírselo D. Laureano, porque el pobrecito no lo había de inventar. Tal fue la idea de nuestro capellán ayer tarde, cuando la Madre le dijo que creía en mi inocencia como en el Evangelio. Pero ya varió de parecer. Esta mañana confesé con él, y hace un rato me ha dicho que tome el hábito, y que no hagamos caso de esas hablillas de gente desocupada. Pero créalo usted, si D. Laureano me manda a las Arrepentidas, allá me voy, y el pasar por mala sin serlo me proporcionaría una humillación que me vendría como anillo al dedo para pulir y acrisolar mi alma.

Tanta sublimidad sacó de quicio al novel creyente, que en un arranque de entusiasmo fervoroso, casi llorando, casi arrodillándose ante la novicia, le dijo: «Hija mía, perdona mis malos pensamientos, que no son dignos de llegar hasta ti. Pero necesito confesarte una flaqueza mía muy grande. Con lo que me dijo tu tío, me aluciné, me trastorné, llegando a pensar que salías del Socorro y que te casabas conmigo».

-¡Jesús mío, qué disparate! (Riendo con toda su alma. Risa franca y graciosa.) ¡Pero qué cosas se le ocurren! No quiero más esposo que el que se digna tenerme por suya. Ni sirvo yo para estos matrimonios de acá; no sirvo, crea usted que no sirvo. Mi tío debe de estar un poquitín trastornado. ¡Pobrecito!

Echando lumbre por los ojos, que con el reflejo de la cortina parecían bañados en sangre, Guerra le dijo: «Eres sublime, Leré. Ya que no puedes igualarme a ti, acércame siquiera... Insisto en que no debes continuar en una Congregación donde se ha dudado de tu mérito inmenso. Estás llamada a muy altas empresas, y yo en mi esfera humilde oigo el llamamiento de Dios para que te ayude. Fundaré la orden de que debes ser directora, hermandad o como quieras llamarla, que te permitirá derramar por el mundo los tesoros de tu corazón divino. Todo cuanto tengo es tuyo; tuyo cuanto puedo y cuanto valgo.

-Eso no puede ser... ni viene al caso. ¡Fundar lo que ya existe! Esta institución religiosa es excelente para dar algún alivio a la pobrecita humanidad, que es pura miseria.

-Pero yo deseo que tú mandes, que no seas mandada... Yo quiero que tu espíritu sublime se traduzca en hechos... Te daré a conocer mi plan...

Leré meditó. Parecía vacilante. Era humana y la oferta de presidir y gobernar una gran fundación hirió su mente soñadora, haciendo flaquear sus propósitos de perpetua servidumbre.

-Veremos -murmuró-, y sus pupilas bailaban frenéticas, como no habían bailado nunca.

Guerra pudo observar en ella un fenómeno semejante a la oscilación de un gran monumento, esto es, la torre de la Catedral, que se tambaleara, no para caerse, sino para calzar mejor sus cimientos poderosos en las profundidades del suelo. Pasado un ratito de abstracción profunda, la novicia miró fijamente a su amigo y le dijo:

-Pues bien, acepto... pero con una condición.

-La que tú quieras.

-Mire que es algo dura la condición esta, amigo don Ángel. No hay que comprometerse antes de conocerla.

-No importa... Fundemos la institución que llevará tu nombre, y haz de mí lo que quieras.

-Pues... fúndese eso, tal y como usted lo ha concebido; pero antes de que el caso llegue, si ha de contar conmigo, es preciso que usted se haga sacerdote.

Ángel recibió el tiro a pie firme, a cara descubierta y con ánimo resuelto. El fogonazo, el estruendo, y el boquete enorme que hizo al penetrar en su cerebro la proposición de Leré, le exaltaron más, y delirante, fascinado por su ídolo, se arrancó a decir:

-Seré sacerdote.

-¿De veras?

-Tan de veras como estamos aquí tú y yo.

El júbilo hizo perder a Sor Lorenza por un instante breve la serenidad augusta de su carácter.

-Bien, bien -dijo con voz opaca-. El Señor está con nosotros. Le pertenecemos ya. El buen camino se nos abre ¡y qué camino! Detrás se quedan el mundo tonto, la ridícula sociedad, y los intereses temporales, no más importantes que juguetes de chiquillos. ¡Qué contenta estoy! Este minuto en que el papá de mi Ción me ha dicho lo que acabo de oír vale por años enteros de esas dichas ilusorias del mundo. ¿No lo cree usted así? Concluyamos por hoy... Es hora de que nos separemos.

Ángel la veía como digna de figurar en los altares, y si no estaba ya en ellos era, a su modo de ver, por injusticia y yerro de los hombres, que los hombres mismos pronto, muy pronto rectificarían. Salió de allí inflamado en adoración de Leré, ya sin voluntad, disparado satélite de aquel rutilante planeta. El fresco de la calle, despejándole la cabeza, no modificó en manera alguna sus graves resoluciones. Reconoció el poder inmenso de su inspirada maestra y doctora y pensó que así como a él le transformaba, podía transformar el mundo entero, si se le daban medios de traducir en realidades su grande espíritu. «Es criatura sobrenatural, mensajera de Dios -se decía-, y ante ella abdico mi razón, me aniquilo, me borro de mis propios papeles, y soy y seré lo que ella quiere que sea».


Santander.- Diciembre 1890.


FIN DE LA SEGUNDA PARTE



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Ángel Guerra (Tercera parte)