Ángel Guerra (Galdós)/076

Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo V – Más días toledanos

de Benito Pérez Galdós


Era cosa infalible que D. Francisco Mancebo, terminado el coro de la tarde, o despachados los no muy grandes quehaceres de la Obra y Fábrica, diese un corto paseo por la ciudad en compañía de otro beneficiado, a la vuelta del cual paseo solía detenerse en casa de su amigo Gaspar Illán, el tendero de la esquina de la Obra Prima, y allí echaba grandes parolas con varios tertulios que asiduamente concurrían, gente por lo común más campesina que ciudadana.

Tiempo hacía que D. Francisco estaba de pésimo talante, como si todas las malas pulgas del orbe se dedicaran a picarle, aunque apenas le molestaba ya el alifafe aquel de la fluxión a los ojos que le obligó al uso constante de los desaforados vidrios. Y tal genio gastaba el bendito señor, que no se podía hablar con él, porque todo lo contradecía, y las cuestiones más inocentes se agriaban en su boca. Illán, que de muchos años le conocía y siempre vio en él benignidad y dulzura, se maravillaba del singular cambiazo. Por cualquier cosilla armaba camorra, por ejemplo: «¿A cómo ponéis ahora el bacalao? -A tanto». No se necesitaba más: «¡Ya no se puede vivir con este ladronicio! Toda la población civil, eclesiástica y militar se va a quedar en cueros vivos por enriqueceros a vosotros... Todos esos dinerales que ganáis chupando la sangre del pobre os los echarán en la balanza cuando toquen la trompeta gorda, y veremos quién os saca del Infierno». Y si no era por el bacalao, era por cualquier noticia inocente que traían los periódicos, o por lo primero que saltaba, verbigracia, por si había mala o mediana cosecha de aceituna: «¿Qué cosechas ha de haber ¡zapa! si están esos cigarrales perdidos, si no los cuidan, si no se cultivan ni se abona; si no se administra?... Váyase viendo en qué manos han caído las mejores fincas: en manos que no lo entienden. Después se quejan de que las tierras se destruyen y no dan ni para los gastos. Que las pongan bajo la dirección de persona entendida, que sepa administrar, y allá te quiero ver. Yo sé de un cigarral, de los mejores de Toledo, que ogaño no produce ni para que vivan los lagartos, y podría ser un platal. ¿No quieren remediarlo?... pues allá ellos. Con su pan se lo coman. Y cuenta que se están perdiendo los mejores albaricoques, los más dulces, los más tiernos que hay en toda la provincia. ¿Es culpa mía? No; yo me lavo las manos... Abur, señores».

Se iba, dejando a sus amigos en la mayor confusión, porque nadie sacaba en limpio cosa alguna de aquella monserga del cigarral y los albaricoques. Algo de idea fija o maniática chochez veían en don Francisco los tertuliantes, y malicioso hubo allí que le pinchaba para oírle desbocarse con aquel tema ininteligible. Pero una tarde, al recalar el clérigo en su círculo, halló la tienda revuelta, a Gaspar Illán y a su hijo sofocados, coléricos, aturdidos, sin saber qué partido tomar ante un contratiempo grave que se les había venido encima. ¿Qué era ello? Pues que aquel día se personó en la casa un inspector del Timbre, con objeto de examinar los libros y ver si en ellos se cumplía la ley, y como resultase que ni siquiera había libros en que la muy arrastrada ley cumplirse pudiera, anunció a los Illanes una multa como para ellos solos. Los pareceres eran varios. Este opinaba que cuando volviese el inspector con su auxiliar se le saludara con un buen pie de paliza; aquél que se le arrojara al pozo; otro más cauto propuso acudir al delegado de Hacienda que era amigo, y por fin, D. Francisco, oído el caso, tomó sesudamente la palabra y dijo: «Ya sé quién es el pájaro ese. Le llaman Babel, y tiene aterrorizado a todo el comercio menudo de la ciudad; reverendísimo farolón, que tiene por hijo a un pillete llamado Fausto, el cual no está en presidio porque aquí no hay justicia, y Ceuta se ha hecho para los tontos. Mi opinión es que no arméis un rebumbio de palos, porque va a resultar que os meten en la cárcel, pagáis la multa, y esos sinvergüenzas se quedan riendo de vosotros. ¡Vaya con el dichoso timbre! Milagro será que no vayan a la Catedral a ver si pegamos sellos de correo en todas las fojas de libros de coro... Pues a lo que iba: no te apures, Gaspar; eso se puede zanjar diplomáticamente. Lo sé por Saturio, el sastre de la calle de Belén, y por las niñas de Rebolledo, esas que han puesto en Zocodover tienda de sombreros para señoras. Ninguno de ellos tenía libros, ni los habían visto en su vida. Les arreó el bribón ese una multa feroz. ¿Tú la pagaste? Pues ellos tampoco. ¿Cómo se compuso? Como se componen todas las cosas en estos tiempos de tanta libertad, de tanta democracia, de tanto sello móvil e inmóvil, y de tantísimo enjuague administrativo.

-A mí me han dicho -observó uno de los presentes, aldeano vestido de paño negro-, que esas goteras se cogen con cincuenta duros.

-¡Cincuenta duros! -exclamó Mancebo furioso-. Ni que tratáramos de tentarle la codicia a los Róchiles... ¡Me gusta! Cincuenta rabonazos de Satanás les daría yo. No, Gaspar, no te ahogues, no se necesita tanto; respira, hombre, respira, ensancha ese noble pecho, que yo te arreglaré el asunto esta misma tarde si haces lo que te digo.

El tendero esperaba suspenso y como embobado.

-A ver, Gaspar -prosiguió el clérigo-, abre ese cajón... Ya está abierto. Pues saca de él veinte duros. Eso es; mitad billete, mitad plata. Bien: venga acá. Ahora por mi corretaje, pues estas cosas son delicadas, ¿eh? por mi corretaje, mándame a casa un barrilito de aceitunas gordales. Vamos, hombre, ¿a qué pones esa cara de papamoscas? Asunto concluido. No pienses más en la multa, ni en ese espantapájaros de Babel que parece un general de mar y tierra, y es el bandido mayor que ha pasado el puente de Alcántara desde que lo fabricaron los moros. Señores, con Dios.

Fuese derecho a la posada de la Sillería, donde apenas estuvo tres minutos; dirigiose de allí como un cohete a la calle del Refugio, y entrando en una casa salió poco después acompañado de un clérigo tan conocido por su fealdad grotesca como por su agradable trato, y juntos fueron bastante a prisa hacia la Cuesta del Alcázar; metiéronse por un zaguán muy sucio, y al cuarto de hora salió D. Francisco sin compañía y con cara de pascua, riéndose solo, como hombre satisfecho de sí mismo por haber dado con toda felicidad un arriesgado paso de importancia suma. En Zocodover vio a Pepito Illán, paseando con dos cadetes, y le llamó aparte para decirle: «A tu padre que aquello se hizo, que esté descuidado. Y que no le perdono el barrilito».

Y bien embozado en el manteo, porque anochecía y picaba el frío, tiró de nuevo hacia San Nicolás, penetrando en el callejón de los Dos Codos hasta una casa de malísimo aspecto, en cuya puerta llamó para dejar un recado que debía de ser cosa de interés: «A Fabián que se vaya por casa esta misma noche, pues tengo que hablarle». Y de allí hizo rumbo al Pozo Amargo, llegando un poco tarde a su domicilio, donde Justina, Roque, y hasta los chicos no tardaron en advertir el júbilo que pintado traía en su enjuto semblante, de lo que se alegraron todos, porque hacía ya más de una semana que no podían soportar al buen tío Providencia, de mal humorado y regañón.

Quedose en la salita baja, después de dar a Ildefonso el manteo y la teja para que los subiera y bajara el gorro. Allí se paseó de largo a largo, sin más compañía que la del monstruo, que dormitaba en el suelo sobre una estera, enroscado como un perro. Sobre el piano había un quinqué y el cajoncillo de costura de Justina, que, antes de ir a disponer la cena, estuvo allí cosiendo. Rascándose la barba y riéndose solo, Mancebo murmuraba, de este modo: «El que te la dé a ti, Francisco, muy listo tiene que ser... ¡Qué bien, qué bien se la has jugado a esos pillastres!

Sépase que el buen beneficiado había sido víctima de una pequeña estafa, días antes, pues Fausto Babel consiguió hacerle tomar un juego de cartones del Cálculo lotérico. Como cayó en tan burdo lazo aquel hombre perspicaz y ladino es cosa que no se entiende. Él mismo, al despertar de la increíble alucinación, no comprendía cómo pudo incurrir en ella, siendo tan desconfiado y al mismo tiempo tan práctico, y se tiraba de los escasos pelos de su cabeza, teniéndose por el mayor zoquete del mundo. Pero la humanidad ofrece estos tropiezos inverosímiles, estas denegaciones o inconsecuencias de los caracteres más enteros, y no hay hombre, por hombre que sea, que no tenga algo de niño en alguna crítica ocasión de su vida. A los sinsabores que ya tenía sobre su alma, uniose éste para ponerle en el grado máximo de displicencia y de amargor bilioso. Ni los demás le podían aguantar, ni él se aguantaba a sí propio, pues continuamente se reñía y se despreciaba, tratándose sin la consideración que a su respetable personalidad y a sus setenta y tantos años se debía.

Llamáronle a cenar, y él mismo llevó la lámpara al comedor. A media cena, llegó Fabián, que también se asombró de ver a su amigo tan contento; pero éste no quería explicarle delante de la familia el motivo de su gozo, y el salmista esperaba, entreteniendo el tiempo con una conversación frívola sobre diversos asuntos. Era un hombre doblado y rechoncho, de complexión serrana, nariz trompuda y corva, rostro judaico, velludo y sanguíneo a estilo de sayón de los Pasos del Viernes Santo, buen hombre por lo demás, esposo y padre seglar, aunque no lo parecía por obligarle su oficio a raparse las barbas. ¡Qué variedades de orgullo ofrece la fecunda humanidad! El orgullo de aquel toledano consistía en ser bajo, no de cuerpo sino de voz, y se moría de pena si llegaba a entender que podía existir alguien más bajo que él. Su voz, en efecto, tenía cierto aire de familia con la campana gorda, y cuando soltaba los registros graves, parecía que temblaba la tierra, o que del seno de ella salían ronquidos de la substancia cósmica durmiente.

Pues señor; concluida la cena, llevole D. Francisco a la sala del fenómeno, y encerrándose con él, le dijo: «Fabián, te vas a reír, y a caerte de espalda cuando sepas que he logrado arrancar a esos pillos los cuatro duros que nos estafaron. (Asombro del salmista.) Sí, ya sé que no lo vas a creer. Pues es verdad. Di ahora si hay bajo el sol quien se me iguale en artimañas para recabar lo mío. ¿Verdad que parece cuento? El que me quite a mí un real, ¡zapa! ya puede llamarse emperador de los tramposos. Cree que no me dejaba vivir la idea de haber sido engañados tan estúpidamente. Porque, hay que confesarlo, tanto tú como yo fuimos los mayores zopencos y los más cándidos chiquillos del mundo. ¡Vaya, que tragarnos bola semejante!

-Don Francisco, yo dudaba; pero a usted se le alegraron al instante las pajarillas, y yo...

-No, hijo; tú fuiste quien me trastornó a mí el seso. Pero no disputemos sobre quién fue más mentecato, pues allá se iba Pedro con Juan. Total, que nos cegó la ambición, que se nos pusieron delante del sentido unas nieblas, unas cataratas que no nos dejaban ver la realidad. Como está uno siempre pensando en el recondenado problema de la manutención, araña de aquí, rasguña de allá, ¡zapita! a veces se trastorna uno... Once bocas de familia no se tapan con obleas. Pero en fin, vas a saber cómo eché un garabato para sacar del bolsillo de los ladrones lo que nos habían robado, y te asombrarás.

-Y declararé que es usted el primer punto del siglo para estas cosas.

-No, no me alabes tanto (Cayéndosele la baba.) Hay que dar la parte principal a la Providencia, y a nuestra Santísima Virgen del Sagrario, a quien con el alma pedí que me diera ocasión de recobrar lo mío.

Contó en seguida prolijamente el caso de la inspección del Timbre, de la multa impuesta a Illán, por D. Simón Babel, del arbitrio empleado para aplacar las iras del farolón. Fabián, al comprender el juego de su amigo, lanzó un re soto-grave que hizo retemblar la habitación. Al profundo ruido despertose el monstruo; los dos amigos miraron al suelo, y vieron brillar dos ojos como ascuas, en medio del envoltorio de flácidos miembros y de pedazos de estera.

Pues oír contar el caso a Illán -prosiguió el beneficiado-, y entrarme en el cerebro un rayo de luz divina fue todo uno. Yo había oído en casa de Saturio el sastre y en casa de las Rebolledas que estas pejigueras de la inspección se liquidan con una corta cantidad. ¡Valientes peines! Yo no conocía a ese Babel más que de vista; pero conozco a Casiano, que es pariente de su mujer, y trato mucho a Casado, amigo de todos ellos. Fuime en busca del primero; no le encontré; vi a Casado; me acompañó, y, abreviando, lo arreglamos como yo quería, atizándole una onza al bribón ese. Padres e hijos todos son unos, y el que nos estafó con la camama del cálculo lotérico, ese Fausto a quien no he visto nunca, ni ganas, probablemente irá a la parte con su papá, y éste le dará al hijo un tanto de lo que saca con los timos a los pobres tenderos. En fin, que aquí están los cuatro duros. No se los he quitado a Illán, sino a los Babeles. Mi conciencia está tranquila, ¿qué digo tranquila? satisfecha, porque ello me resulta obra de caridad, restituyendo al pobre lo que esos bandoleros le robaron, y realizando un triple beneficio, fíjate bien: contento yo, porque he recuperado lo mío; contento Babel, porque ha sacado la rajita, y contentísimo Illán, por quitarse de encima la multa...

-Y contentísimo yo, porque me llamo a la parte -dijo Fabián.

-Justo -replicó Mancebo, sacando del bolsillo dos duros-. Toma la mitad que te corresponde, puesto que en compañía hicimos aquella estupidez, y en compañía, por mediación tuya, nos dio ese tuno el gran sablazo. ¿Estás conforme? Pues ahora, con estos dos duros y los tres que me corresponden de la aproximación del otro día, reúno cinco, que me vienen como pedrada en ojo de boticario para echar medias suelas a toda la tropa menuda, que está con los dedos al aire. ¡Zapa! Pero hay tanta cosa a que atender y tanto agujero que tapar, que no sé yo cómo vamos tirando. La vida en estos tiempos es carga tremenda, y cuando uno se encuentra tío de familia, no le queda más recurso que gastarse los dedos de la mano contando el santísimo maravedí. ¿Y tú, qué tal andas? ¿Cómo te las compones con tanto hijo? ¿Cuántos tienes?

-¡Siete! -dijo Fabián echando un suspiro que valía por tres.

-¡Siete también! Entonces nada tengo que envidiarte, porque de siete consta también mi sobrinada, y además el padre, la madre y este fenómeno de Dios. Pero voy contento con tantas cruces a cuestas, con tal que no me falte para mantenerlos y sacarlos a todos adelante.

-Pues yo -indicó el salmista-, si no fuera por las lecciones de música, y el discípulo de piporro, ya estaría en el Asilo con toda mi traílla.

-¿Para qué te casaste?... Bien te lo dije.

-¿Y qué remedio ya? Con paciencia y patatas se va para adelante... Este maldito oficio eclesiástico da poco aceite... Porque créame usted, D. Francisco, si yo sigo el consejo que me dio Selva, el bajo del Teatro Real de Madrid, que me oyó y dijo que voz como la mía no la hay en toda Europa; si yo ahorco el maldito roquete, y me planto en Milán, y tomo lecciones de braceo, y me estreno en las tablas, y me contrato, a estas horas estaría ganando más que el Arzobispo. Pero ya es tarde, ¡me caso con la Dominica! con cuarenta años, costilla y siete de reata, no hay que pensar más que en morirse echando los bofes en ese infierno de coro, con perdón.

-Hombre, todavía... ¡quién sabe! procura ahorrar.

-¡Ahorrar yo! ¡como no ahorre música!

-Igual me pasa a mí. Por más que me devano los sesos, no puedo juntar arriba de ocho o nueve duretes, que en seguida se me escurren por entre los dedos... ¡Qué vida ésta! ¡Y qué poder el de los números, contra los cuales no prevalece nadie, ni la Virgen del Sagrario! Si fuéramos unos granujas, como ese D. Simón. ¡Ay! todavía me parece que le tengo delante, con aquella cara de embajador o ministro... y aquella tiesura inflada como la de los gigantones... Tomó la onza como tomarías tú un pitillo. Y ni aun me dio las gracias el tunante. Al pobre Juanito Casado, la verdad, un color se le iba y otro se le venía, y yo de buena gana le habría dado un tirón de los bigotes al tío aquel hasta arrancárselos de raíz. Otra: la señora salió también a saludarme, y me echó mil finuras. Pues mira tú, la señora me agradó. Diome en la nariz que allí hay razón, buen juicio, formalidad. No deben de gustarle los líos que el mamarracho de su marido y el pillete del hijo traen entre manos. Y tienen también una hija guapa, esbelta, con aspecto de tísica pasada y un no sé qué en la manera de mirar. Según me indicó Juanito, a Casiano le hace tilín la moza esa, la cual me parece a mí que está tocada. ¡Qué familia! Yo, que he visto tanto mundo y en seguida calo a las personas, te aseguro que allí no discurre al derecho más que la mamá.


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