Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo V – Más días toledanos

de Benito Pérez Galdós


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Ángel, en cuanto D. Francisco dijo el ite misa est, salió de la capilla y de la Catedral, y tomó la dirección del Locum, como si fuera a su casa; pero luego hubo de variar de propósito, y por la calle de la Tripería subió hasta San Juan de la Penitencia, para entrar por la parte del Sur atravesando el patio, que es de los más característicos de Toledo, y metiéndose en la sacristía, cuya puerta le abrió con muestras de respeto la mujer del sacristán. Allí estaba ya D. Tomé dispuesto para decir su misa. Todavía no había empezado a vestirse, y se paseaba en sotana a lo largo de la pieza, aguardando a que las señoras dieran la orden. No faltaban en la típica sacristía la cajonería de cuarterones, las cornucopias en aguamanil, las puertas pintadas de azul con vivos dorados, los sillones de vaqueta, el pedazo de alfombra antigua, ni los cuadros empolvados y ennegrecidos. El sacristán atizaba el brasero lleno de ascuas para cebar el incensario, y ya tenía el celebrante sus vestiduras y el cáliz sobre la cajonería. No hay que decir cuánto agradaban a Guerra la paz soñolienta y la tímida claridad de aquel recinto. Salió al fin el capellán al altar. La misa era cantada de un solo cura, y a la voz virginal y opaca del autor del Epítome, en quien Dios moraba, respondían las monjitas desde el coro con su salmodia compungida y catarrosa. ¡Qué diferencia entre la pobreza del culto en las olvidadas Franciscas y el esplendor aristocrático de las Bernardas de San Clemente! Pero aquel convento de San Juan había llegado a ser interesantísimo para Guerra, y más simpático y consolador que ninguno, porque el peregrino maridaje que ofrece de lo mudéjar y lo gótico, parecíale fiel espejo de la transición que en tales momentos era un hecho en su alma. En ésta la severidad y unción religiosas se combinaban también con las alharacas del mundano estilo. Durante la misa, a la que sólo asistían tres o cuatro personas, meditó mucho en su evolución o metamorfosis, la cual, después de iniciada, le resultaba menos difícil. Los primeros pasos le habían producido bienestar, cierta alegría pueril y novelera de esa que el mundo compara a la del chiquillo con zapatos nuevos. Reconoció que en los comienzos el culto sólo hablaba a sus ojos y oídos; pero también hubo de notar que no tardaba en herir las fibras del sentimiento, tendiendo a invadir poco a poco los espacios de la razón. Para esto era preciso un método especial que instintivamente puso en práctica desde los primeros días. Del examen de sí propio había sacado en limpio que la oración no afluía de su mente con facilidad y desahogo cuando la practicaba de un modo abstracto, porque mil ideas profanas, confundiéndose con la idea regida por la voluntad, la distraían y embarazaban. Viose, pues, obligado a sujetar el pensamiento por medio de la contemplación sensorial de la imagen o símbolo, de donde vino a deducir la importancia y utilidad del arte en la vida religiosa. Así, cuando oraba encadenándose fuertemente con el símbolo por medio de los ojos, se defendía bien de las distracciones; pero no quedaba satisfecho de sí mismo, y aspiraba a educarse en el rezo metafísico y en las meditaciones abstractas y puras.

Otro fenómeno que en sí notaba era que la adoración de la Virgen érale más grata que otra cualquiera adoración, y que los rezos dirigidos a la madre de Dios le salían más fáciles y espontáneos. En cambio, la plegaria expedida directamente y sin intervención alguna hacia el centro de toda divinidad, no le resultaba, y cuando más pinitos hacía, sutilizando el pensamiento para que subiera, encontrábase abajo, sin haber podido remontarse ni el espacio de un dedo. Por lo común, las devociones practicadas con los ojos puestos en alguna efigie del sexo masculino, no le salían bien, y si el santo era barbudo, de esos que leen o escriben en descomunal libro, como si estuvieran tomando apuntes, perdía completamente la ilusión. El Crucificado mismo, tan real y divino al propio tiempo, tan hombre y tan Dios, le sugería pensamientos más enlazados con los dolores efectivos de la Tierra que con las beatitudes incorpóreas del Cielo, le despertaba el humanitarismo igualitario con fines de reforma social, y si le infundía vigor y alientos para la lucha en pro de la perfección humana, no le transportaba a la región etérea y luminosa, como la Virgen, toda belleza ideal y lírica, toda piedad, indulgencia y dulzura. Con ésta si que se entendía bien; con ésta sí que se desprendía fácilmente de lo terrestre. ¡Y qué pronto hallaba en su meollo palabras escogidas para celebrarla o para pedirle apoyo y con suelo! Los términos de ternura, de congoja y esperanza no se le acababan nunca, ni tenía que discurrir para llevar a su corazón la confianza de ser escuchado y atendido.

Al concluir la misa, pasaron al locutorio y hablaron con las Franciscas, para quienes no había nada más sabroso que echar un parrafito con D. Tomé. ¡Qué olor a incienso, a ropa limpia, a canela y a humedad! ¡Qué conversación más inocente y qué ideas más apartadas de todo comercio mundano! Era en verdad aquél un mundo aparte, supralunar, sin más ideas que las elementales y primitivas, con no se qué quieto ambiente de puerilidad fúnebre. Las buenas señoras dieron las gracias a D. Ángel por su donativo para coger las goteras que el crudo invierno les abrió en los tejados de la santa casa. «¡Ay, si el señor Cisneros levantara la cabeza y viera cómo está su fundación!», dijo la Priora, y siguió un coro de excitaciones a la paciencia, y luego, al despedirse tan amigos, la promesa de rezar mucho, mucho, por el señor de Guerra para que Dios le favoreciese.

Aquel día Teresa Pantoja vio entrar, conducidas de la procerosa sacristana de San Juan, dos desaforados platos de natillas que hicieron las delicias de Palomeque, Guerra y D. Tomé, después de comer, se fueron a pasear solos por la Vega, platicando sobre religión. El seráfico autor del Epítome le contaba al otro las entradas y salidas de la Bienaventuranza Eterna como si acabara de venir de allá, y Ángel, sin dar entero crédito al capellán, le oía con delectación.

Transcurrieron días (no se puede precisar cuántos), y el converso notaba que de uno en otro se le hacían más fáciles las prácticas de devoción. Peto apuntaba ya Febrerillo loco, y no había pasado aún de los actos puramente contemplativos, faltándole aún que apechugar con lo más áspero del camino, que era la confesión. Mejor que contar lo que le pasó, será reproducir los términos en que él hubo de referírselo a su divina consejera fue, sin duda, un caso interesante, con su granito de sal cómica, y la verdad impone la obligación de decir que Leré no pudo tener la risa al oír el relato. «Pues hallábamele -dijo-, a mi parecer, perfectamente dispuesto para acto tan grave... Examinada la conciencia desde la época de la niñez. Ya ves que había tela larga. No me faltaba más que vencer la inercia moral, ahogar el falso pundonor que nos prohíbe humillarnos. Creyendo haberlo conseguido, ayer tarde me fui a la Catedral con propósito firme de confesarme. Hasta entonces todo iba bien; pero... aguárdate un poco. Animoso, aunque algo conmovido, me meto en la capilla de San Ildefonso, y desde la verja distingo el bulto del sacerdote dentro del confesonario, esperando penitente: «Allí está mi hombre -digo-, y sin pensarlo más me voy derecho a él, me acerco, doblo la rodilla y... No la había puesto en tierra cuando reconocí a don León Pintado, y me desconcerté, sintiendo un espantoso tumulto de protesta dentro de mí, el cual me obligó a dar media vuelta y huir como alma que lleva el diablo. Fue un verdadero pánico. La cobardía pudo más que todas mis resoluciones. Pasó lo que te cuento en pocos segundos, y no me di cuenta de la rapidez conque salí de la capilla. Recuerdo que en aquel breve instante de mi aparición ante el confesionario, Pintado me miró como si me reconociera. El pobre señor, se quedó con el alleluia, en la boca».

En el primer momento se rio Sor Lorenza, rindiendo tributo a la nota festiva del caso; pero luego se puso seria. Ángel le desarrugó el ceño con esta importante declaración: «No me riñas, que hoy por la mañana realicé con facilidad suma lo que anteayer me fue tan difícil o imposible».

-¿Con D. León Pintado?

-No, hija, esto no puede ser por ahora. No se me pidan de una vez esfuerzos tan extremados. Confesé con un desconocido, aquí en Santo Tomé. Creo que el estar tan cerca de ti me daba una fuerza mental y un vigor de conciencia extraordinarios.

El gozo con que Leré recibió esta feliz noticia se revelaba en su rostro y en su empañada voz. «El primer paso está dado, amigo D. Ángel -le dijo-. Verá usted qué fáciles son ahora los que siguen. Dios le tiene ya por suyo. Satanás rechina los dientes. Déjele usted que rabie y eche veneno. Mucho cuidado con las trampas que ha de armar ahora, las cuales serán tan sutiles, que es menester andar con cien ojos para no caer en ellas. De fijo le arma a usted una tan sumamente hábil, tan sumamente ingeniosa, que por bien que se prepare contra ella no podrá evitar que le coja un poquito. Mire que es muy pillo ése, muy mañero, y sabe mucho».

-No, ya no me coge; no temas. Si él sabe, yo también sé, como pecador que he sido, y discípulo suyo de los más aplicados. No se atreverá conmigo.

-Invocar, invocar sin descanso a la Santísima Virgen, porque ésa es la que le mete en cintura y no le deja resollar, aplastándole la cabezota con aquel pie divino que sujeta la luna. Invocar, invocar a Nuestra Madre, para que si el bribón ese arma trampas ella se las desbarate con sólo mirarle; porque le mira, sí, y el infame, ante la mirada de la Reina, se queda tamañito, ruje, patea, se hace un ovillo y no se atreve ni a morder la orla del manto de la Señora, de aquel manto con que barre las estrellas.

-Invocaré, invocaré -contestó Ángel embelesado-. Ahí tienes una devoción que nunca me fue difícil, devoción dulcísima y consoladora sobre todo encarecimiento. Los gérmenes de ella existen en el alma humana, y a poco que escarbes los encuentras donde mismo están las raíces del dolor.

-Bien, bien -dijo Leré reflejando aquel entusiasmo que de ella partió y a ella tornaba y multiplicado lo devolvía-. Si Nuestra Madre nos da la mano, adelante; un paso más, y triunfo seguro. ¡Gracia, salvación, eternidad!

El mismo ardor del entusiasmo produjo una pausa en que uno y otro meditaron. Por fin, la novicia le dijo que debía marcharse, y antes le dirigió una exhortación o consejo, que por el tono más bien mandato parecía. Fue lo siguiente: «No me gusta que ande usted escondiendo del mundo su religiosidad, como si fuera una falta. ¡Horrible contrasentido que el hombre se avergüence de ser bueno! Pase que la iniciación imponga cierta reserva; pero dados los primeros pasos, hay que levantar la frente delante del mundo, señor mío y humillarla públicamente delante de Dios. Se acabaron los tapujitos, D. Ángel. Si quiere tenerme contenta, sálgase del círculo apartado de las iglesias de escaso concurso, y... ¡cara al enemigo! ¡A la Catedral en las grandes solemnidades! ¿Cuáles son las parroquias más concurridas? La Magdalena, San Nicolás. Pues a ellas, a ellas mañana y tarde, para que el mundo se vaya enterando, y si critica, mejor, ¡mejor mil veces!


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Ángel Guerra (Tercera parte)