Ángel Guerra (Galdós)/079

Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo V – Más días toledanos

de Benito Pérez Galdós


Salió de la conferencia muy resuelto y animado, porque la fascinación de la divina hermana del Socorro ganaba cada día mayores espacios en su alma, y sobre los atributos propios de su ser iba claveteando como una lámina de oro que los ahogaba y envolvía. Era como esas imágenes bizantinas forradas de chapa de metal precioso, que no permite ver la escultura interior.

En los días subsiguientes, pasó largas horas en la Catedral, donde Mancebo le pudo echar el lazo y cogerle prisionero, dedicándose a mostrarle con prolijidad de cicerone fastidioso las mil cosas reservadas que aquel soberbio Museo atesora en la Sacristía y Vestuario, en la casa del Tesorero, en el Ochavo y capilla de Canónigos, maravillas del arte suntuario que son otros tantos homenajes del humano ingenio a la idea religiosa. Guerra lo veía todo con grandísimo contento, pasmado de tanta riqueza, de tanta hermosura, y alabando la unidad y la fuerza de las sociedades que juntaban todas sus energías en un solo haz. La poesía y las riquezas, la industria y las artes liberales, la ciencia y la fuerza bruta, todo concurría con armónica conjunción a un solo fin. ¡Renovar aquella unidad dentro de las condiciones de la edad presente, qué triunfo, qué idea tan grande! ¿Pero quién era el guapo capaz de atreverse con ella?

Pon la mañana no perdía nunca la misa conventual, tan hermosa, tan solemne, en aquel Presbiterio que parece la expresión más poéticamente sensible de todo el dogmatismo cristiano. Y mañana y tarde, las horas de Prima, Tercia y Nona en el Coro le producían arrobamiento y emociones deliciosas, siguiendo en su libro la letra de las antífonas y salmos, impregnados de oriental melancolía. Mancebo no le dejaba a sol ni sombra, y después de ofrecer a su admiración las preseas de la Virgen del Sagrario, que anonadan por su riqueza indostánica, hacen verosímiles los cuentos de hadas, y emulan con su verdad la mentira de los paraísos budistas, le espetaba lecciones de liturgia, explicándole el sentido simbólico de ésta y la otra ceremonia, de tal o cual vestidura o accesorio. Por no dejar nada sin registrar, hasta le encaramó a la torre, para visitar las campanas, refiriendo los nombres de cada una, su significación, su historia, los toques que daba; y por fin y remate de la visita artística, cuando ya no quedaron alhajas, ni telas, ni códices, ni cuadros, ni escondrijos que ver, concluyó presentándole los Gigantones y la Tarasca, que se apolillan en las Claverías.

En cuanto el convertido traspasaba la puerta Llana, Mancebo, que le acechaba las vueltas, le cogía en su zarpa poderosa, y ya no le soltaba a dos tirones. Su principal anhelo como hombre práctico que tenía que atender a tan graves problemas vitales, era estrechar sus relaciones con Ángel hasta la intimidad. «Veremos -se decía-, si me elige por su confesor de oficio, con cargo permanente. Bien podría hacerlo, porque nadie le aconsejaría mejor, así en lo espiritual como en lo temporal, pues en todo soy fuerte, gracias a Dios. Sé confesar y sé administrar. Gobierno un alma como el más pintado, y manejo los intereses que se me confíen, con una honradez y una puntualidad que ya quisieran más de cuatro. Si entiendo de pecados, también de números entiendo, pues para eso puso el señor en mí el don de arreglo económico. ¿Habrá otro que en aptitudes tan distintas se me iguale? No, no le hay. Por eso mi amigo no sabe la que se pierde con no ponerse en estas manos para todo, para lo del alma y para esa otra teología del vivir material, que también es de Dios.

Pero nada le habló Guerra de donde el otro pudiese colegir que se pensaba en él para director espiritual ni para intendente. En cambio D. Francisco oyó de sus labios, cosas que a gloria le sonaron, verbigracia: que corría de su cuenta la educación de Ildefonso, y que por de pronto le pondría interno en un buen colegio; para que entrase después, si persistía en su vocación en la Academia de Infantería. Del segundo y de los demás se hablaría conforme fueran creciendo. Otrosí: el tío Providencia no tenía que afanarse por los piquillos supletorios que era costumbre mandar al pianista en ciertas épocas del año, pues Braulio, desde Madrid, acudía puntual a esta necesidad. Finalmente: la suma que Mancebo tenía en depósito para el dote de Lorenza, y que debía entregar a las Hermanitas cuando la joven profesara, se destinaba a las necesidades de la familia, pues Ángel se cuidaba de la dote y de otras formas de protección a la Hermandad del Socorro.

«Del mal el menos -decía el clérigo-, y véase por dónde, al fin, me ha caído la lotería. Nuestra Señora amantísima del Sagrario ha tenido compasión de este agobiado jefe de familia, y le permite comprar el titulito del 4 por 100, gracias a la esplendidez de ese bendito señor, que mil años viva. Bien venido sea la santidad si viene por estos caminos, y lo que yo me temo es que la cristianísima fundación esa de que se habla no obedezca a un criterio acertado y lógico. ¿Por qué no consultará conmigo, que podría ser su asesor más desinteresado? Es mucho hombre éste con su misterio y sus secreticos. No me conoce; no sabe que si águila soy en lo moral, no lo soy menos en lo aritmético, y que sé administrar, cosa que ignoran muchos que viven y mueren en olor de santos. Él se lo pierde, y por no escuchar mi dictamen, puede que se salga con alguna pata de banco, con una fundación sin base económica, que luego resulte el mayor adefesio del mundo».

Una mañana, después de misa mayor, hallábase Ángel en la antesacristía con D. Francisco, cuando vieron pasar a Arístides y Fausto, acompañando a una familia forastera. Fabián, que por allí andaba también, se acercó al beneficiado y le dijo, apuntando con disimulo a Fausto: «ese es».

-¡Ese! -exclamó Mancebo mirándole, el terror pintado en su cara.

-Ahí tiene usted al sabio inventor del cálculo lotérico -dijo Guerra-, un desgraciado, más digno de lástima que de odio, víctima de la miseria y de las malas compañías.

Al decir esto, y cuando los Babeles y sus acompañantes pasaron a admirar el techo del salón de la sacristía y el cuadro del Expolio, Guerra clavaba sus ojos en Arístides, que pasó junto a él sin decirle nada, aunque bien reparó Ángel que su enemigo le había visto.

Creyeron todos que a Mancebo le daba un síncope al ver a Fausto. «¿Pero de veras es ese -decía-, ese que cojea?... ¿ese el de los cartones? Si yo le conozco, no se me despinta su cara; pero no sabía que era esa la cara del maldito algebrista, ¡zapa! Como yo no le vi y fuiste tú quien con él se entendió cuando quiso darnos el sablazo... cuando nos lo dio, mejor dicho..., pues como yo no le vi, no pude decirte: «cuidado, Fabián, que ese es ladrón de los finos». ¡Bendito y alabado sea... (Persignándose.) ¿Pero es ese de veras el hijo de aquel señor de los bigotes, que anda viendo si ponen sellos a los libros? La Dulcísima Señora del Sagrario sea siempre conmigo, ahora y en la hora de mi muerte! ¡Si no vuelvo de mi asombro...! Los que no volvían de su asombro eran Guerra y Fabián, viendo al beneficiado hacer tales aspavientos.

-¡Buen par! -dijo Guerra, observándoles desde la antesacristía, mientras ellos admiraban el Expolio-. Aquel otro, espigado y de buen parecer, es su hermano Arístides.

-¡Sopla!, pues veo que también viene Casiano. Miradle: aquél, vestido de paño negro. ¡Pobre Casiano! Un hombre de bien entre tanto pillo. Y esa familia, ¿la conoces tú?

-Son sagreños -dijo Fabián-, y una de las señoras es tía de D. Juan Casado.

-¡Dios mío! -exclamó Mancebo, volviendo a trazar anchas cruces sobre su persona-. ¡Las cosas que en este mundo se ven! Pues van a saber ustedes de qué conozco la cara de ese tunante. Tengo que referir un grave suceso ocurrido en esta santa iglesia hace tres años, cuando...

Hizo un paréntesis para acudir a expresar una idea que saltó en su magín. «José -dijo a un sacristán que salía por la puerta que da al patio del Tesorero-; mira, di que no enseñen nada a esa tropa que está en el salón, que guarden todo bajo siete llaves, y vigilen mucho las manos de algunos de esos. Hay uno en la partida que, si nos descuidamos, se lleva bajo la capa lo primero que encuentre. No abráis la verja del Ochavo, ni el vestuario, ni nada». El pobre señor revelaba en su voz y tono un miedo cerval. Llevó a los dos amigos al cuartito del agua, y allí con grandísimo secreto les dijo: «¿Te acuerdas tú, Fabián, de aquel sucedido, cuando vinieron dos tipos de Madrid a comprar una porción de material viejo de cobre, clavos, chapas de puertas, bisagras, candeleros inservibles, braseros y no sé qué más? ¿Recuerdas que todo ello estuvo en la cuadra baja del patio, y que se remató por disposición del Cabildo, siendo canónigo Obrero el Sr. Díaz? Pues a mí me comisionaron para la entrega, y los dos rematantes, el cojitranco ese y otro que no está ahí, me suplicaron que les enseñara el vestuario. Mil veces me oirías contar lo que pasó. Pues ese, tu amigo, el inventor, el cabalista, ese fue el que escamoteó la palmatoria de plata de las misas de pontifical, y se la llevaba debajo de la capa. Yo, que algo me maliciaba, sorprendí el bulto cuando los dos pájaros salían por la puerta esa del patio, que siempre está cerrada, y aquel día se abrió para que sacaran el cobre viejo y lo cargaran en un carro en la calle de la Tripería. Mire usted, D. Ángel, si mil años viviera, no olvidaría el momento aquél. Vi yo que el hombre ocultaba la palmatoria, y sin decirle nada me abalancé a él como un tigre, y grité: «So pillo, so...». Él, viéndose cogido, me dio un empujón, y yo a él otro, y en aquel zarandeo cayó al suelo la palmatoria, y uno de los mozos que estaban transportando el cobre arremetió al ladrón con un palo. El compañero huyó como una exhalación, y no le volvimos a ver; pero éste cayó al suelo en medio de la puerta medio abierta, con todo el cuerpo fuera, menos los pies que quedaron dentro. ¿Qué hice yo? Cerrar y apretar, dejándole las patas cogidas como en un cepo, y tratando de sujetarle allí hasta que viniese la justicia. En efecto, apretábamos firme, y el bribón en el suelo chillando como un zorro cogido en el garlito. Por fin, pudo zafar un pie, y tiraba del otro echando unas maldiciones que daban horror. Bernardo Fraile, que era el mozo que me ayudaba en esta faena, dijo: «Voy corriendo por un hacha, y le cortamos la pata»... «Hombre, no -le dije-, eso me parece demasiado». Y en esta disputa sobre si usaríamos o no usaríamos el hacha, aflojamos un poco en el empuje de la puerta, y se nos escapó. Salimos tras él; pero ¡zapa! iba como el mismísimo viento. El cobre allí se lo dejaron, sin pagarlo, se entiende, y el Cabildo me dio las gracias de oficio por haber rescatado la palmatoria. Diose parte al juez; pero éste no encontró el rastro de aquel par de zorros, que debieron de tomar el tren cuando salieron de aquí. Con que ahí tenéis la historia, que a entrambos os maravillará: a ti, Fabián, que ya la sabías, por conocer ahora al personaje de ella; y a usted, D. Ángel, porque conociendo el santo, ahora se entera del milagro.

Asombráronse uno y otro de la interesante historia, y al salir de la antesacristía vieron que los forasteros, con Casiano y los dos Babeles, andaban entre el Coro y la Capilla Mayor, siguiendo los pasos y aguantando las eruditas jaquecas de uno de los cicerones más pegajosos que por entonces se ganaban la vida en la Catedral.

-Allí está el hombre -dijo D. Francisco-. Aproximémonos poquito a poco. Yo saludaré al bargueño. Fijarse en la cara que ha de poner el cojo cuando me vea, y en ella, como en un libro, leerán la confirmación de lo que acabo de contarles.

Así lo hizo. Cuando Casiano le estrechaba las manos, preguntándole a gritos por su salud, Fausto vio al anciano clérigo, y se volvió bruscamente, fingiendo poner toda su atención en la verja del Coro. Pero Mancebo, deseando examinarle bien para quitarse hasta el último escrúpulo de una equivocación, se dejó ir de aquel lado, y con mordaz acento le dijo: «Bonita verja, ¿eh?» El cojo le volvió la espalda, encaminándose a contemplar los púlpitos.

-El señor es artista... y de los finos -dijo Mancebo con sarcasmo, mirándole bien-. ¡Cómo le entusiasman las obras de valor que aquí tenemos!

En tanto, Guerra esperaba que Arístides le hablase. Proponíase callar como un muerto si le soltaba recriminación o injuriosa reticencia. Grande fue su sorpresa al ver que el barón se le acercaba en actitud que no parecía hostil... Momento de vacilación de ambos. Saludo recíproco con una inclinación de cabeza. Por fin Babel, ¡asombro de los asombros! le dirigió estas palabras, de cuyo sentido afectuoso no podía dudarse, aunque sí de su sinceridad: «Ángel, ¿hay paces o no?».

-Paces habrá -replicó Guerra, aprovechando las disposiciones conciliadoras de su enemigo.

-Yo reconozco -añadió Babel-, que en cierto modo provoqué el lance. Estuve impertinente. Lo que empezó mi ligereza lo remató tu brutalidad, de modo que la culpa se reparte casi por igual entre los dos. Pero yo, que no soy soberbio, podría descargar mi conciencia de la parte de responsabilidad que me toca. No lo hago porque fui agredido. No es Ángel Guerra capaz de reconocer su falta como reconozco yo la mía.

Preparado como estaba el otro, no necesitó más para recibir tales palabras con verdadera efusión de concordia. Cierto que el avieso mirar de Arístides no correspondía, no, a la suavidad de las expresiones; pero esto, ¿qué le importaba? Estrechando la mano que Babel le tendía, no vaciló en decirle: «El culpable fui yo solo, y te ruego que me perdones».

Creyó por un instante que las últimas palabras se le atascaban, rebeldes a salir de los labios; pero con un ligero empuje salieron. Pausa, perplejidad. Uno frente a otro, no sabían que decirse. El grupo estaba disuelto, y mientras hacían dúos aparte, Casiano con don Francisco y Arístides con Guerra, los forasteros, que eran un matrimonio de la Magra y una señora madrileña de medio pelo, contemplaban, a instigación del erudito guía, el pendón de las Navas colgado en el triforium. Fausto no se hartaba de admirar los púlpitos, deplorando tal vez que por su magnitud no pudieran aquellas hermosas piezas meterse en un bolsillo.

-Perdonados recíprocamente -dijo al fin el barón mascullando las palabras como quien recita una lección mal aprendida-. Y es muy grato para mí decirlo ahora que han variado las terribles circunstancias que a los dos nos impulsaron a reñir y a sacudirnos el polvo en el Corralillo. ¡Vaya, que fuimos ambos impertinentes, tontos y brutales! Pero dejémoslo: pelillos a la mar, y amigos otra vez. Lo que importa es que mi pobre hermana se ha curado de aquel horrible espasmo.

-¿Es de verdad? ¡Cuánto me alegro! -dijo Guerra con tanto asombro como júbilo, aunque, en rigor, Arístides no le merecía crédito, y sus palabras le sonaban a sarcasmo de lo más fino.

-Vete por allá y lo verás. ¡La pobrecilla, menudo temporal ha corrido! Dos días, chico, dos días entre la vida y la muerte. Pero salió, y al hacerle crisis la espantosa fiebre, hízola también aquella otra enfermedad diabólica que le pegó el tío Pito. Ya tenemos mujer. No la conocerás cuando la veas. Entre mamá y yo, y el buen médico que la asiste y un amigo sacerdote, hombre que hace primores en la medicina del espíritu, hemos realizado este milagro. No creí que nos saliera la campana como nos ha salido. ¿No lo crees? Pues date una vuelta por allá. Te digo que es otra mujer. Figúrate que ha tomado afición a la iglesia, y confiesa y comulga, y reza rosarios y letanías. No se puede dudar que la religión es un bálsamo, pero un señor bálsamo. La desgracia nos enseña lo que la felicidad y el ruido del mundo nos hacen olvidar.

No volvía Guerra de su asombro. ¡Dulce curada, Dulce religiosa, Dulce convertida! Necesitaba verlo para creerlo.

El enfadoso cicerone promovió la reconstitución del grupo, disponiendo la subida a la torre, y los forasteros se llevaron tras sí a Casiano y Arístides, pues el cojo, impulsado siempre de la fuerza centrífuga, se había ido a contemplar la colosal pintura de San Cristóbal, y desde allí cautelosamente se unió a la partida por el trascoro.

Don Francisco, Guerra y Fabián volvieron a la antesacristía, y antes de llegar a la puerta, el beneficiado se persignó de hombro a hombro y de la frente a la cintura, diciendo al madrileño con escandalizada admiración: «¡Pero usted, Sr. D. Ángel, da la mano a ese hombre!».

-¿Por qué no?

-Vamos, vamos; ya no me queda nada que ver en este gracioso mundo. ¡A ése pillastre le da usted su mano!

-Y no sólo le doy la mano, sino que le he pedido perdón por una ofensa grave que le inferí.

-¡Perdón a ese tunante, zapa! Si es tan malo como su hermano, como no sea peor. Perdón, sí... con una vara de fresno.

-Cada cual mira estas cosas a su modo y según su conciencia.

Don Francisco volvió a persignarse y a invocar a la Virgen del Sagrario, mirando con profunda lástima a su amigo, el cual se despidió fríamente, saliendo por la puerta de los Leones, después de hacer genuflexión ante la Capilla Mayor. El clérigo y el salmista le miraban desde la puerta de la antesacristía, y antes de que saliera le pusieron su comentario.

-¡Cuando yo te digo, Fabián, que este D. Ángel o D. Diablo no rige, no rige bien!

-¡Anda, morena! ¿Pues y lo que dicen de que va a fundar una orden para hombres y mujeres de ambos sexos?

-Así saldrá ella. ¡Buena estará la orden, sí, buena, buena! Apuesto que será para proteger a toda esta pillería, so pretexto de enmendarla y corregirla, o para poner a mesa y mantel a tantísimo holgazán. En cambio, los verdaderos necesitados, los que llevan a cuestas una familia numerosa, como tú y yo... no tocamos pito en esas magnas funciones de la caridad de teatro. Pero déjate estar, que allá nos lo dará Dios con creces, y cuando cerremos el ojo, nuestro rinconcito en la Bienaventuranza Eterna no hay quien nos lo quite. Anima super astra quiescit. Con que... consolarse: La una. Adiós, hijo mío; vámonos en demanda del sacrosanto puchero.


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